Vie 22.08.2003
las12

MúSICA

Tener la Batuta

Susana Frangi es directora de orquesta, y en estos días lleva la batuta ante treinta y tres músicos con una obra de Mozart, “La clemencia de Tito”. Confiesa que el ejercicio de autoridad artística que implica su trabajo sigue siendo un motivo de reflexión y de crítica consigo misma, toda vez que la mujer, en la lírica, casi siempre se agota en la figura esplendorosa de una soprano.

› Por Soledad Vallejos


Expectante, a la expectativa”, pero no nerviosa, se asume Susana Frangi minutos antes de tomar la batuta para guiar a 33 músicos por las partituras que Mozart, con la excusa de homenajear a un emperador, compuso para La clemencia de Tito. Disfruta enormemente de poder hablar de un trabajo en equipo, de atribuir aciertos y propuestas poco acartonadas a esos destellos tan especiales que, a veces, pueden ir apareciendo cuando hay química entre régie, elenco, técnicos, músicos: la decisión de interpretar una obra poco habitual en el repertorio canónico que se escucha en Buenos Aires, el respetar los sonidos originales de la obra hasta el punto de tocar con instrumentos de época (un fortepiano acompañará los recitativos en lugar de un clavecín, un corno di basetto sonará en una de las arias), el placer de ir logrando de a poquito, con paciencia de artesana, que lo que empezó siendo una idea musical termine convirtiéndose en eso que el público escuchará en una serie de funciones (el 24 a las 19, el 29 y el 30 a las 20) en la sala del teatro Avenida. “Cada título es una idea que hay que salir a defender adelante del público –dice–. Es todo un desafío.” Si sabrá de desafíos Susana, que es una de las escasísimas mujeres que actualmente pueden plantarse ante público y orquesta, ordenar cuerdas y vientos, y escuchar nacer la música que fue tomando forma en su cabeza.

Un mundo de sensaciones
Si no se tratara de una persona que pasa los días entre cantantes, músicos, salas de ensayo, salas de concierto y proyectos para montar títulos prácticamente desconocidos para el público porteño (“el repertorio tiene títulos maravillosos, pero lo hago desde el año ‘69, cuando era estudiante de Bellas Artes y una compañera me pidió que la acompañara. Yo necesito hacer otras cosas que también son muy interesantes, pero no forman parte del repertorio habitual”), decir que tiene una voz, un hablar, absolutamente musical no sería una redundancia. Tampoco que no podría ser otra cosa que música, absorbida como está por el placer de perderse entre observaciones de registros, coloraturas, arias complejas que se esconden tras una inocencia de simplicidad. Afortunadamente, entonces, ahora no puede evitar apasionarse, reivindicar la madurez escondida tras la aparente facilidad de La clemencia..., una obra que Mozart escribió en los últimos meses de su vida.
–No es uno de los títulos más transitados. Cuando lo escribió, ya estaba muy enfermo, muy debilitado, él no escribió los recitativos. Pero tiene de interesante, precisamente, que es un producto de su madurez. Aunque tiene una aparente simplicidad musical, en realidad, cuando la empezás a trabajar descubrís tantos matices internos: el acompañamiento del texto, el acompañamiento musical de la emoción del personaje demuestran esa madurez.
–¿Cómo es ser directora de orquesta, teniendo en cuenta que tan pocas mujeres se dedican a eso?
–Mirá, mis sensaciones van cambiando a medida que pasan los años en este trabajo. Todavía estoy en la etapa de tener que luchar contra cierta imagen que yo misma tengo de lo que es un director de orquesta, porque yo también formo parte de esta cultura donde el hombre ocupa tradicionalmente los sitios de poder. Yo tengo una hija de 16 años, tremenda, como todos los adolescentes. El otro día me dice: “Mamá, ¿por qué no te conseguís un trabajo más glamoroso?”. “¿Cómo?” “Claro, porque vos llegás a una reunión con una soprano, y van siempre todas como divas, ¡pero vos no!” Entonces, esto que me dice mi hija se suma a la imagen que yo tengo de lo que es un director de orquesta. Permanentemente tengo esa lucha interna de estar haciendo algo que me encanta, que disfruto tremendamente porque es una manera de armar la música, de armar la obra desde adentro, desde todos los rinconcitos, con los claroscuros que tiene la obra, que es fantástico trabajar una obra así, ¡es tan creativo! Y todo ese placer se me suma a la imagen que tengo, por ser parte de esta cultura. Entonces, ahora estoy en esa etapa todavía de esta lucha. Por otro lado, hay un temor inicial a esta manera de hacer la música, que ya no lo tengo, porque ahora tengo una manera de relacionarme con la gente con la que estoy trabajando. Entonces, por ejemplo, soy muy cuidadosa, me sale más el aspecto maternal, quiero que estén todos tranquilos, que vayan bien confiados, que todos sepamos lo que vamos a hacer.
–Son maneras muy femeninas de ejercer la autoridad.
–Claro... ¡pero todo esto yo lo vivo como una gran contradicción! –dice, y estalla en una carcajada–. Esto me sale porque tengo una hija adolescente, porque es mi modo de ser, todo este aspecto femenino que, obviamente, no se pierde, y todo esto se mezcla con una carga cultural que me dice que, tradicionalmente, ése es un trabajo que han hecho los hombres, y que yo siempre lo vi hecho por hombres. A mí se me crean muchas superposiciones de imágenes. Además, cuenta la imagen corporal de uno.
–¿Te pesa?
–¡Claro! Ahora un poco me estoy olvidando, pero no del todo. Me cuesta mucho olvidarme, porque es como si, suponete, a los 35 años, te ponés y decís que querés ser bailarina clásica, y vos nunca hiciste nada que tuviera que ver con el ballet. Entonces tenés que acostumbrar tu cuerpo a que se pare así, a que haga así. A vos te va a resultar extraño, porque la imagen que vos tenés de tu cuerpo no es ésa, no es tu cuerpo haciendo todas esas cosas, que para otro puede ser natural. Entonces siento un poco todas estas contradicciones. Obtengo respuestas distintas. A veces, los músicos (tanto hombres como mujeres) se me acercan y me dicen que la forma que tengo de tratarlos es tan dulce que les resulta fácil hacer las cosas... ¡Es otro aspecto de los músicos! Reaccionan de otra manera ellos también, la relación que se establece es distinta, pero lo importante es lo que se oye.
Un cuerpo sintiendo la música y transmitiendo esas fuerzas y fragilidades a otro cuerpo, hecho de músicos, sin embargo, es lo que viene haciendo desde hace cerca de 20 años, cuando las horas de aprender con el maestro Ljerko Spiller o en las aulas de Bellas Artes de La Plata habían pasado. Ya había llegado a Venezuela (la precisión en la fecha, “me fui el 3 de febrero del ‘77”; el recuerdo de una época laboral fecunda, “hacíamos funciones en Nueva York, en las islas del Caribe, en Colombia”) con horas de conservatorio, perfeccionamiento en Italia y premios por sus interpretaciones al piano cuando llegó la primera oportunidad de mostrar su régie de un Donizetti (Rita, en 1982) gracias al apoyo de una fundación venezolana, o cuando se dio el gusto de dirigir un Poulenc (nada menos que La voz humana...) como parte del Festival Internacional de Teatro de Caracas, en 1984.
–En Caracas era muy divertido, porque en Venezuela no había tradición de ópera cuando yo llegué, y la gente del trópico es muy abierta. Entonces, como no había tradición, era fantástico trabajar ahí, porque la puesta la hacían los directores de teatro reconocidos, que incorporaban a la óperatodas las novedades del teatro. No respetaban los parámetros de la ópera. Entonces, vos hacías cosas descabelladas. En Elixir d’amore entraban con un camello por la platea, una cosa totalmente divertida. En Don Pasquale, el dúo inicial lo hacían desde cabinas telefónicas. Era una concepción muy abierta de la ópera. Yo creo que a mí eso se me grabó mucho, incorporé esa manera de hacer ópera. Entonces disfruto mucho de las propuestas nuevas, y me encuentro con gente del público o con cantantes que están acostumbrados al título tradicional, puesto a la manera tradicional, y que protestan mucho cuando le sacás el sombrerito a Tosca.
Hablar y pensar en experimentación musical, en escenarios no tradicionales y títulos todavía menos habituales es, en realidad, una suerte de aventura para Susana. Lo susurra Patricia Casañas, una de las mujeres que más saben de música y escenarios clásicos en Buenos Aires (productora y, hasta hace no demasiado, conductora de un interesantísimo programa de radio que pasaba revista a la actualidad clásica), casi al pasar: “Susana es muy inquieta, busca siempre obras nuevas”. Será por eso, entonces, que al menos una vez al año solía proponerse realizar la puesta de un título determinado por su cuenta y riesgo, buscaba sponsors, reunía un grupo de músicos dispuestos a zambullirse en la aventura, y se daba, por lo menos en algunas fechas, el gusto. Y será también por eso que, ahora, mientras paladea cada nota de La clemencia..., corre al Colón para dictar su cátedra de Repertorio de la maestría de canto en el Instituto Superior de Arte, también se luce como maestra preparadora, y está pergeñando una manera de llegar a poner en escena una obra de Orff. Y eso, por supuesto, sin descuidar, concertista al fin, su primer romance musical: el piano.
–La acústica que tiene el Colón es mágica, no se puede creer cómo suena todo ahí, cómo te envuelve. El año pasado toqué un recital, ¡cómo lo disfruté! Porque cuando uno piensa que tiene que hacer un recital en el Colón, dice: “Ay, ese día”; pero no sabés cómo disfruté ese recital. El sonido era tan mágico, el piano era maravilloso, la acústica del lugar, el público que te recepciona tan bien. Es para disfrutarlo, realmente para disfrutarlo. Es magia.
Eso es disfrutar.

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