MúSICA
Susana Frangi es directora de orquesta, y en estos días lleva la batuta ante treinta y tres músicos con una obra de Mozart, “La clemencia de Tito”. Confiesa que el ejercicio de autoridad artística que implica su trabajo sigue siendo un motivo de reflexión y de crítica consigo misma, toda vez que la mujer, en la lírica, casi siempre se agota en la figura esplendorosa de una soprano.
› Por Soledad Vallejos
Expectante, a la expectativa, pero no nerviosa, se asume Susana Frangi minutos antes de tomar la batuta para guiar a 33 músicos por las partituras que Mozart, con la excusa de homenajear a un emperador, compuso para La clemencia de Tito. Disfruta enormemente de poder hablar de un trabajo en equipo, de atribuir aciertos y propuestas poco acartonadas a esos destellos tan especiales que, a veces, pueden ir apareciendo cuando hay química entre régie, elenco, técnicos, músicos: la decisión de interpretar una obra poco habitual en el repertorio canónico que se escucha en Buenos Aires, el respetar los sonidos originales de la obra hasta el punto de tocar con instrumentos de época (un fortepiano acompañará los recitativos en lugar de un clavecín, un corno di basetto sonará en una de las arias), el placer de ir logrando de a poquito, con paciencia de artesana, que lo que empezó siendo una idea musical termine convirtiéndose en eso que el público escuchará en una serie de funciones (el 24 a las 19, el 29 y el 30 a las 20) en la sala del teatro Avenida. Cada título es una idea que hay que salir a defender adelante del público dice. Es todo un desafío. Si sabrá de desafíos Susana, que es una de las escasísimas mujeres que actualmente pueden plantarse ante público y orquesta, ordenar cuerdas y vientos, y escuchar nacer la música que fue tomando forma en su cabeza.
Un mundo de sensaciones
Si no se tratara de una persona que pasa los días entre cantantes,
músicos, salas de ensayo, salas de concierto y proyectos para montar
títulos prácticamente desconocidos para el público porteño
(el repertorio tiene títulos maravillosos, pero lo hago desde el
año 69, cuando era estudiante de Bellas Artes y una compañera
me pidió que la acompañara. Yo necesito hacer otras cosas que
también son muy interesantes, pero no forman parte del repertorio habitual),
decir que tiene una voz, un hablar, absolutamente musical no sería una
redundancia. Tampoco que no podría ser otra cosa que música, absorbida
como está por el placer de perderse entre observaciones de registros,
coloraturas, arias complejas que se esconden tras una inocencia de simplicidad.
Afortunadamente, entonces, ahora no puede evitar apasionarse, reivindicar la
madurez escondida tras la aparente facilidad de La clemencia..., una obra que
Mozart escribió en los últimos meses de su vida.
No es uno de los títulos más transitados. Cuando lo escribió,
ya estaba muy enfermo, muy debilitado, él no escribió los recitativos.
Pero tiene de interesante, precisamente, que es un producto de su madurez. Aunque
tiene una aparente simplicidad musical, en realidad, cuando la empezás
a trabajar descubrís tantos matices internos: el acompañamiento
del texto, el acompañamiento musical de la emoción del personaje
demuestran esa madurez.
¿Cómo es ser directora de orquesta, teniendo en cuenta que
tan pocas mujeres se dedican a eso?
Mirá, mis sensaciones van cambiando a medida que pasan los años
en este trabajo. Todavía estoy en la etapa de tener que luchar contra
cierta imagen que yo misma tengo de lo que es un director de orquesta, porque
yo también formo parte de esta cultura donde el hombre ocupa tradicionalmente
los sitios de poder. Yo tengo una hija de 16 años, tremenda, como todos
los adolescentes. El otro día me dice: Mamá, ¿por
qué no te conseguís un trabajo más glamoroso?. ¿Cómo?
Claro, porque vos llegás a una reunión con una soprano,
y van siempre todas como divas, ¡pero vos no! Entonces, esto que
me dice mi hija se suma a la imagen que yo tengo de lo que es un director de
orquesta. Permanentemente tengo esa lucha interna de estar haciendo algo que
me encanta, que disfruto tremendamente porque es una manera de armar la música,
de armar la obra desde adentro, desde todos los rinconcitos, con los claroscuros
que tiene la obra, que es fantástico trabajar una obra así, ¡es
tan creativo! Y todo ese placer se me suma a la imagen que tengo, por ser parte
de esta cultura. Entonces, ahora estoy en esa etapa todavía de esta lucha.
Por otro lado, hay un temor inicial a esta manera de hacer la música,
que ya no lo tengo, porque ahora tengo una manera de relacionarme con la gente
con la que estoy trabajando. Entonces, por ejemplo, soy muy cuidadosa, me sale
más el aspecto maternal, quiero que estén todos tranquilos, que
vayan bien confiados, que todos sepamos lo que vamos a hacer.
Son maneras muy femeninas de ejercer la autoridad.
Claro... ¡pero todo esto yo lo vivo como una gran contradicción!
dice, y estalla en una carcajada. Esto me sale porque tengo una
hija adolescente, porque es mi modo de ser, todo este aspecto femenino que,
obviamente, no se pierde, y todo esto se mezcla con una carga cultural que me
dice que, tradicionalmente, ése es un trabajo que han hecho los hombres,
y que yo siempre lo vi hecho por hombres. A mí se me crean muchas superposiciones
de imágenes. Además, cuenta la imagen corporal de uno.
¿Te pesa?
¡Claro! Ahora un poco me estoy olvidando, pero no del todo. Me cuesta
mucho olvidarme, porque es como si, suponete, a los 35 años, te ponés
y decís que querés ser bailarina clásica, y vos nunca hiciste
nada que tuviera que ver con el ballet. Entonces tenés que acostumbrar
tu cuerpo a que se pare así, a que haga así. A vos te va a resultar
extraño, porque la imagen que vos tenés de tu cuerpo no es ésa,
no es tu cuerpo haciendo todas esas cosas, que para otro puede ser natural.
Entonces siento un poco todas estas contradicciones. Obtengo respuestas distintas.
A veces, los músicos (tanto hombres como mujeres) se me acercan y me
dicen que la forma que tengo de tratarlos es tan dulce que les resulta fácil
hacer las cosas... ¡Es otro aspecto de los músicos! Reaccionan
de otra manera ellos también, la relación que se establece es
distinta, pero lo importante es lo que se oye.
Un cuerpo sintiendo la música y transmitiendo esas fuerzas y fragilidades
a otro cuerpo, hecho de músicos, sin embargo, es lo que viene haciendo
desde hace cerca de 20 años, cuando las horas de aprender con el maestro
Ljerko Spiller o en las aulas de Bellas Artes de La Plata habían pasado.
Ya había llegado a Venezuela (la precisión en la fecha, me
fui el 3 de febrero del 77; el recuerdo de una época laboral
fecunda, hacíamos funciones en Nueva York, en las islas del Caribe,
en Colombia) con horas de conservatorio, perfeccionamiento en Italia y
premios por sus interpretaciones al piano cuando llegó la primera oportunidad
de mostrar su régie de un Donizetti (Rita, en 1982) gracias al apoyo
de una fundación venezolana, o cuando se dio el gusto de dirigir un Poulenc
(nada menos que La voz humana...) como parte del Festival Internacional de Teatro
de Caracas, en 1984.
En Caracas era muy divertido, porque en Venezuela no había tradición
de ópera cuando yo llegué, y la gente del trópico es muy
abierta. Entonces, como no había tradición, era fantástico
trabajar ahí, porque la puesta la hacían los directores de teatro
reconocidos, que incorporaban a la óperatodas las novedades del teatro.
No respetaban los parámetros de la ópera. Entonces, vos hacías
cosas descabelladas. En Elixir damore entraban con un camello por la platea,
una cosa totalmente divertida. En Don Pasquale, el dúo inicial lo hacían
desde cabinas telefónicas. Era una concepción muy abierta de la
ópera. Yo creo que a mí eso se me grabó mucho, incorporé
esa manera de hacer ópera. Entonces disfruto mucho de las propuestas
nuevas, y me encuentro con gente del público o con cantantes que están
acostumbrados al título tradicional, puesto a la manera tradicional,
y que protestan mucho cuando le sacás el sombrerito a Tosca.
Hablar y pensar en experimentación musical, en escenarios no tradicionales
y títulos todavía menos habituales es, en realidad, una suerte
de aventura para Susana. Lo susurra Patricia Casañas, una de las mujeres
que más saben de música y escenarios clásicos en Buenos
Aires (productora y, hasta hace no demasiado, conductora de un interesantísimo
programa de radio que pasaba revista a la actualidad clásica), casi al
pasar: Susana es muy inquieta, busca siempre obras nuevas. Será
por eso, entonces, que al menos una vez al año solía proponerse
realizar la puesta de un título determinado por su cuenta y riesgo, buscaba
sponsors, reunía un grupo de músicos dispuestos a zambullirse
en la aventura, y se daba, por lo menos en algunas fechas, el gusto. Y será
también por eso que, ahora, mientras paladea cada nota de La clemencia...,
corre al Colón para dictar su cátedra de Repertorio de la maestría
de canto en el Instituto Superior de Arte, también se luce como maestra
preparadora, y está pergeñando una manera de llegar a poner en
escena una obra de Orff. Y eso, por supuesto, sin descuidar, concertista al
fin, su primer romance musical: el piano.
La acústica que tiene el Colón es mágica, no se puede
creer cómo suena todo ahí, cómo te envuelve. El año
pasado toqué un recital, ¡cómo lo disfruté! Porque
cuando uno piensa que tiene que hacer un recital en el Colón, dice: Ay,
ese día; pero no sabés cómo disfruté ese recital.
El sonido era tan mágico, el piano era maravilloso, la acústica
del lugar, el público que te recepciona tan bien. Es para disfrutarlo,
realmente para disfrutarlo. Es magia.
Eso es disfrutar.
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