RESCATES > MYRIAM STEFFORD (1905-1931)
› Por Malena Rey
Muy corta fue la vida de Myriam Stefford, y muchas las historias alrededor de su muerte. Es que esta joven actriz nacida en Suiza en 1905 con el nombre de Rosa Margarita Rossi Hoffman, hija de padres italianos y de una belleza singular, fue la primera esposa del oscuro y excéntrico Raúl Baron Biza, terrateniente cordobés y escritor díscolo, autor de El derecho de matar. Lo que había empezado como una existencia simple, con Myriam adoptando su nombre artístico para hacer participaciones como actriz en films alemanes de la UFA sin mucho éxito, se convirtió en una aventura hacia 1928, cuando conoció en Viena a Raúl, que se había formado en Europa y visitado ya muchos puertos y ciudades, haciendo gala de su excelente pasar. El exotismo y la galantería del millonario argentino hicieron caer rendida a la bella Myriam, y juntos se creyeron los dueños del mundo: esquiaban en Saint Moritz y visitaban las mejores playas de la Costa Azul francesa, ostentando lujo y glamour. En su primera parada en la Argentina, la pareja visitó las estancias de la familia Baron Biza en Córdoba e hicieron declaraciones falsas a la prensa porteña, haciéndose los interesantes: insinuaron que querían a Myriam en Hollywood para filmar una película sobre gauchos.
El 28 de agosto de 1928, nada menos que en la Basílica de San Marcos, en Venecia, se casaron con pompa en lo que para muchos fue “el acontecimiento social del año”. Vivieron en París, y después, ya en Buenos Aires, se instalaron en el barrio de Recoleta, en una casona que la familia conservó durante años. Myriam había abandonado sus pretensiones artísticas, quizás a expensas del deseo de su marido, y se limitaba a posar para las fotos emperifollada con joyas y pieles, y asistir a cuanta gala hubiera en el Teatro Colón. Por entonces, entre el aburrimiento de la alta sociedad y las pasiones que permite el dinero, se despertó en Myriam el interés por la aviación luego de un vuelo a Río de Janeiro que hizo con su esposo. Fiel a su estilo de apuntar a lo más alto, consiguió que un instructor alemán la introdujera en las maniobras, y en dos meses ya tenía permiso para volar. Los cielos argentinos iban a depararle aventuras y sorpresas. “Quiero llegar con mi avión adonde nunca llegó otra mujer”, decía, y en un aeroplano biplaza bautizado “Chingolo”, regalo de su marido, se propuso unir por el aire las catorce capitales del país en esa época. De Buenos Aires a Corrientes, y de allí a Santiago del Estero, Jujuy, Tucumán, La Rioja... Pero en agosto de 1931, el motor del avión se paró en el aire camino a San Juan, y Myriam y su copiloto murieron en un paraje lleno de polvo. Ella tenía 26 años.
Alrededor del siniestro hubo toda clase de conjeturas, desde que Baron Biza lo había provocado por celos hasta que la excursión era una estrategia para volver a lanzar la carrera de Stefford. Se dice que el viudo se hundió en un dolor tan excéntrico como él: cambió el nombre de su estancia por el de su esposa, mandó a construir un monolito en el sitio de caída de la nave y enterró el motor, y a los cuatro años del accidente le encomendó al ingeniero Fausto Newton que alzara un monumento colosal en su memoria. Fastuoso, quince metros más alto que el Obelisco, se dice que en la cripta del mausoleo, con forma de ala de avión, Raúl enterró las joyas de su esposa y mandó a colocar esta leyenda sobre una de sus paredes laterales: “Viajero, rinde homenaje con tu silencio a la mujer que en su audacia quiso llegar hasta las águilas”. Desde entonces, el sepulcro más imponente de la Argentina, a la vera de la Ruta 5, cerca de Alta Gracia, ejerce fascinación en algunos, alienta la profanación en ocasionales saqueadores de tesoros y se deteriora inexorablemente con el paso del tiempo.
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