ARTE Bosques llenos de vida y muerte componen la marca registrada de la artista Paula Otegui. Universos cargados de pasado donde parecen librarse las batallas del mundo real en que las mujeres pelean cada días más y ganan espacios en el arte.
› Por Cristina Civale
Paula Otegui es conocida por pintar unos curiosos bosques que no parecen haber sido transitados ni por Caperucita ni por el Lobo Feroz, tienen una complejidad que los aleja del cuento infantil y los acerca a cierta oscuridad e intriga que decantan esos relatos. La batalla que se libra en sus obras siempre marca tensiones de fauna, flora y humanos abigarrados en un pelea invisible. Nacida en Buenos Aires en 1974, arrancó un 2013 muy auspicioso. Fue beneficiada con el subsidio presentado en el marco de la Convocatoria del Fondo Metropolitano de la Cultura, las Artes y las Ciencias para realizar una muestra en Pabellón 4, galería que la representa. Además es finalista del prestigioso Premio Itaú en las Artes Visuales, donde de 60 finalistas, 33 son mujeres y Otegui es una de ellas. Para llegar a ese número pasó varios filtros. Hubo una primera selección donde quedaron 174 obras entre más de 1700 inscriptas. El segundo filtro llevó el número a sólo 60 artistas que a partir del 16 de febrero exhibirán sus obras en La Usina del Arte y recién allí se conocerá al ganador o ganadora. Las chicas tienen muchas chances si nos fijamos en los números. Paula compartió este triunfo con Camila Alvarez, María José D’Amico, Magdalena Rantica y Luna Paiva, entre otras 29 mujeres que apuestan al arte. ¿Las mujeres están pisando fuerte? Otegui es cauta en la respuesta y reconoce el recorrido de generaciones anteriores. Le dice a Las 12: “Yo nací en 1974, crecí en un contexto histórico en el que vi a la mujer ocupar espacios significativos, emprendiendo batallas personales y con una capacidad de transformar, de poner el cuerpo. Así que creo que estamos peleándola a la par, y con mucho para decir”.
El crítico Eduardo Stupía describe su obra: “Paula pinta una cierta flora, una inverosímil geografía, una rara figuración han crecido en la tela con la misma sencillez opulenta con la que la naturaleza impone sus infinitas formas en el mundo real. (...) Se conecta sensualmente y nos propone una intimidad equivalente según el hedonismo del hacer y del mirar, con una secreta perversidad cómplice”.
Desde muy chica tuvo un vínculo fuerte con el arte. Fue la menor de cuatro hermanas, con padres grandes, así que le tocaba acompañar a su mamá a ver cine, muestras, poesía leída, teatro y música. A los siete años empezó a estudiar música. Se definió por la guitarra clásica, actividad que siguió por siete años con el objetivo de entrar al Conservatorio Nacional, cosa que finalmente no sucedió. Así nos cuenta ese momento de decisión clave de su vida de adolescente: “Cuando decidí abandonar las clases de guitarra, nunca más volví a tocar. Había todo un mundo paralelo dentro de mí, secreto e íntimo que transcurría y que nunca había mostrado: cuadernos, agendas, papeles escritos y dibujos. En casa quisieron estimularlo, así que buscaron un taller de dibujo y pintura”, cuenta.
Y allí fue, pero lo del taller duró poco, quería seguir conservando su nueva actividad como algo secreto, íntimo y sobre todo solitario. De todos modos reconoce que en el taller obtuvo herramientas más sólidas para dibujar, actividad que nunca abandonó a pesar de comenzar a dedicarse a la pintura. En ese “mientras tanto” de no taller y dibujos solitarios, se enteró de la existencia de la Escuela Pridiliano Pueyrredón y hacia allí fue, abandonando el CBC que realizaba para estudiar diseño gráfico.
Estudiaba arte y trabajaba en el estudio de abogacía de su padre haciendo todo tipo de trámites hasta que empezó a hacer títeres y objetos artesanales. “Siempre me gustó todo lo relacionado al trabajo manual, artesanal, minucioso, lo decorativo y el detalle”, dice. Nació y creció en un departamento céntrico de Buenos Aires. No salía a jugar ni a la vereda. Su infancia tuvo su escape donde quizá se puede encontrar la clave de sus bosques encantados y misteriosos: “De chica pasé los veranos en Córdoba, más precisamente en Río Ceballos. Ahí desde la ventana se veían las sierras. Pasaba todo el día afuera: tierra, flores, amigos, ese lugar era todo. El año se convertía en la espera de volver. Creo que en mis pinturas hay una nostalgia de esos lugares. Perderse, correr la maleza para poder pasar, tocar las hojas, escuchar la cascada de agua, mojarse los pies, sentir el sol. Todo eso nos hace volver a lo ancestral, a algo primitivo”.
Así empezó a pintar sus mundos de naturaleza, espacios irreales que siempre cuentan una historia. Otegui explica que le gusta pensar en la idea de crear pequeños ecosistemas o fragmentos de algún universo donde se entrecruzan tiempos diversos, y donde la naturaleza siempre está presente, generando recorridos, ocultando escenas o develando identidades. “Intento hacer un paralelo entre cultura/naturaleza. Me parece que la observación de la naturaleza cobra sentido más allá de un placer puramente contemplativo, que propone la multiplicidad de miradas, vuelvo a mirar y descubro otra cosa, es como pensar en la cantidad de personas que somos en los diferentes contextos donde estamos y con quienes interactuamos, cada experiencia nos modifica. La metáfora del bosque tiene que ver con ese lugar superpoblado, barroco, en el que corriendo las hojas te encontrás con una cascada, una cueva o un animal salvaje. Buscar aquello que está más atrás, escondido. Y también me interesa como signo gráfico, esas tramas naturales son caóticas y ordenadas, complejas y sintéticas.”
Siguiendo al crítico y curador Rodrigo Alonso hay que reconocer que efectivamente las telas de Otegui son también campos de batalla. “No sólo porque, literalmente, la artista representa con frecuencia a grupos humanos en disputa –reflexiona Alonso–, sumidos en territorios plásticos más o menos pacíficos, más o menos caóticos, sino principalmente porque en ellas se producen otras luchas no menos evidentes: la eterna contienda entre lo gráfico y lo pictórico, entre la línea y la mancha, entre el trazo y el color.”
Una reflexión inteligente sobre una obra que resiste muchas miradas, más bien no las resiste sino que las exige. Las telas de Otegui pactan con el que mira un tiempo, un lapso prolongado en el que se las visita, se las interpreta, se las escucha y a pesar de la bidimensionalidad una quiere meterse en esos mundos, como invitada estelar de un sueño ajeno.
Otegui es completamente consciente de la tensión que señala Alonso y afirma que después “de una serie de trabajos en los que el mundo gráfico era el dominante –sólo el plano de color y los dibujos lineales–, había algo que empezaba a latir y lo dejé salir. Pesaba mucho la insistencia de dos caminos opuestos en lucha. Supongo que como una forma de poner en cuestión los conceptos que aparecen demasiado solidificados, buscar otra lectura de la verdad que domina. También sucede en el desarrollo de los pequeños relatos que aparecen en los cuadros, una escena se superpone a otra, le quita protagonismo, la modifica”. Está claro, cada obra es una pero se reproduce dentro de sí misma como un ser vivo. Se multiplica sin perder su unicidad.
El proyecto por el que ganó el premio del Fondo Metropolitano y que abrirá la temporada 2013 en la galería Pabellón 4 se llama Reuniones imposibles. Aquí Otegui se propone organizar una muestra en la que pueda haber una continuidad con lo que viene haciendo desde la pintura, pero con el agregado de la instalación. Necesita que algunos elementos ocupen el espacio tridimensional y también que el objeto cuadro ocupe diversas estructuras modulares. Una buena noticia que se haya decidido a probar con las tres dimensiones. No se aguantan las ganas de sumergirse en sus telas.
Además de abocarse ahora mismo a la preparación de esta muestra y a la presentación en La Usina de los Premios Itaú, está participando junto al artista Ale Thornton en un proyecto que se llama Enciclopedia gráfica. “Nos interesaba la idea de hacer convivir múltiples imágenes y conceptos en un mismo espacio –cuenta–, siendo generadores de contenido muchas veces conectado entre sí. Como sucedía al abrir las viejas enciclopedias que antes había en todas las casas, los diccionarios ilustrados, toda esa cantidad de información condensada en varios tomos, el mundo entero estaba metido ahí, todas las cosas y todos los seres. Empezás buscando algo y eso te lleva a leer otra cosa, muchos tiempos conviviendo en un mismo lugar.”
Eso de buscar es lo que más le gusta a Paula Otegui que decreta, desde su pequeño estudio que queda arriba de su casa en Paternal, un espacio modesto de 4 x 4 donde dice pintar a veces sobre el piso, a veces sobre la pared: “Una obra nueva es una nueva duda, un nuevo conflicto. Ahora estoy acostada arriba de una, dibujando unas bañistas por un lado y en otra esquina tirando naranjas y rosas”. Armando sus micromundos la imaginamos adentrándose entre la maleza de turbios colores y quedándose quieta ahí, hasta que el pequeño mundo está terminado y entonces ella sale y vuelve a la vida real, de la que se escapa con alegría para producir sus obras, esos mundos que no son éste como alternativa salvadora.
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