RESCATES
Thelma Ritter (1902-1969)
› Por Marisa Avigliano
Cara de payasa, como si fuera la prima hermana de Joe E. Brown (el enamorado de Daphne –Jack Lemmon– en Una Eva y dos Adanes), con un sombrerito de flores aplicadas, con guantes, con cara de actriz secundaria de la que nadie recuerda el nombre. ¿Quién es Thelma Ritter? Silencio sin respuesta hasta que le hace masajes a James Stewart en La ventana indiscreta, absorbe las arrugas de todas sus caras y las muestra todas juntas frente a Burt Lancaster en El hombre de Alcatraz o hasta que le contesta implacable y provocadora a Bette Davis en All about Eve y logra que la luz ya no sólo ilumine a la diva de los ojos grandes. Thelma es secundaria, tan secundaria que su nombre no figura en los afiches de promoción, ni en las tapas de las películas de alquiler, pero cuando aparece en pantalla el nombre se vuelve cara y las estrellas de Hollywood aprenden a compartir cartel, aunque esta vez la marquesina sea apenas una escena. Con Jerry Lewis y Tony Curtis, con el trío Gable, Monroe, Clift de Los inadaptados, con Doris Day y Rock Hudson, con Sinatra y con Newman también. La lista sigue porque durante veinte años Thelma fue la protagonista del acompañamiento. Tenía cuarenta y cinco cuando filmó su primera película y lo hizo de favor, sin créditos ni contratos, lo hizo porque se lo pidió un amigo de la familia, George Seaton, el director de De ilusión también se vive (Miracle on 34th Street, 1947). A partir de ese momento, el lento inconveniente para actuar –aunque lo hacía sola desde los ocho años– más allá de una perdida aparición en algún vodevil y esporádicas temporadas teatrales sin público, convertido en obstáculo extremo (nunca había dinero suficiente para pagar la comida de la casa –dos hijos y un marido actor que abandonó las tablas para trabajar en publicidad–) se desvaneció en el aire del celuloide y la mujer que nació cuando empezaba el siglo XX en Brooklyn comenzó a filmar. Una continuidad de casi treinta películas que sólo interrumpió la muerte temprana en febrero de 1969 –provocada por un ataque cardíaco el 27 de enero, después de aparecer en el show de Jerry Lewis, con quien había trabajado en Boing Boing–.
Thelma Ritter asignó y distribuyó los gestos de los actores secundarios y les dio su verdadera participación en el elenco disfuncional de ocasión. Tuvo seis nominaciones al Oscar, ninguna estatuilla. “Siempre una dama de honor, nunca la novia”, decía mientras abría la puerta de su casa para celebrar con amigos que una vez más no había sido premiada.
¿Ascienden socialmente los actores secundarios, o trabados en su rol se empeñan en traducir desastres cotidianos, maniobras sin excusa e intrincadas conductas destinadas a demostrar que el feudo siempre es para los otros y que ellos sólo van a estar en la punta de la lengua cuando la situación así lo exija?
Su voz áspera y desgarradora cambiaba las razones de la intriga y lo hacía siempre desde la cocina porque era la criada, la mujer de clase obrera, la enfermera devenida en fisioterapeuta (dicen que Hitchcock le pagó a ella por su Stella más de lo que le pagó a James Stewart, Grace Kelly y Wendell Corey) y porque era la única que podía salir de la comedia para aullar en el momento más cruel, el peor de los dramas. Ya lo decían sus compañeros de rodaje, hasta la más pálida de las líneas se vuelve irresistible en Thelma. Tumulto gongorino como un trompo doméstico, la Birdie de Eva al desnudo que Joseph L. Mankiewicz pensó para ella, era “la mejor actriz de carácter” que un director quería tener en el plató y un espectador, enfrente.
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