Vie 17.10.2003
las12

Parto Natural

La práctica médica habitual suele operar sobre las mujeres parturientas como si estuvieran enfermas: las acuesta, controla el desgarro del perineo mediante la episiotomía, induce las contracciones, las aísla de sus seres queridos. Y lo paradójico es que a eso se le llama parto natural.

Por Marta Dillon
informe: florencia gemetro

No se sentía, estaba sola. A pesar de los muchos residentes, de la partera, el obstetra, los residentes, las enfermeras, las otras mujeres que como ella enfrentaban el enorme esfuerzo de parir. A pesar de toda esa gente Belén estaba sola y lo decía, lo gritaba con fuerza, pedía una mano que la sostuviera, se aferraba a los profesionales de uniforme que le hurgaron las entrañas muchas más veces de las necesarias, tocaron su panza dura y empinada como una ojiva en el momento de las contracciones como si esa panza no perteneciera a una mujer que reclamaba sostén. Porque eso no se lo dieron. “Todos me metían manos, dedos, todo. Ellos me decían que no estaba sola, que estaban ahí. Pero no me daban la mano. Mirá la fuerza que hacía yo para agarrarlos y la fuerza que hacían ellos por soltarse que hasta le arranqué a alguien su guante de látex.” Que no grite, que si seguía gritando “todo iba a salir mal”, que guarde la fuerza para pujar. Que no sabía hacerlo. Eso le decían los profesionales que la atendieron en el Hospital Ramos Mejía cuando esta mujer de 21 años, soltera, llegó a parir sola. Había sido su decisión, es cierto. Belén Mazzotta creía que el lugar a su lado sólo podía ser ocupado por el padre de la bebé que la consoló después del maltrato sufrido durante el parto. Ella se había soñado distinta en ese momento, había averiguado, preguntado, escuchado y leído lo necesario para ser la protagonista de su parto, ese momento en el que este poder exclusivo de las mujeres se manifiesta con una fuerza tan arrasadora que, al menos en los últimos mil años, parece necesario domesticar. “Tanto la preparación para el parto –si se entrena a las mujeres como si fueran niñas y no adultas– cuanto el parto dirigido como si la mujer fuera un cuerpo sobre el que determinada obstetricia procede, tratándola como si fuera una enferma tonta, son hechos políticos”, escribe Eva Giberti en su Escuela para Padres, Los chicos del tercer milenio. Belén lo supo dolorosamente; su cuerpo grávido fue el campo de batalla en el que la corporación médica cerró filas como un niño encaprichado que dice esto es mío o no es de nadie. Porque antes de que llegaran las contracciones regulares, antes de que la vagina y la vulva de Belén empezaran a dilatarse para abrir el canal de nacimiento, ella se había asesorado y junto con la asociación Dando a Luz presentó en el hospital donde se iba a atender un consentimiento informado. Una carta en la que ella, la mujer que iba a parir, decía cómo quería ser tratada. No era nada fuera de lo común lo que pedía, apenas que se cumplan las leyes vigentes, las disposiciones que la Organización Mundial de Salud declaradas en Fortaleza en 1985 y la Propuesta Normativa Perinatal del Ministerio de Salud de la Nación del año 2000. Belén quería ejercer su derecho a deambular durante el trabajo de parto, a no ser acostada ni atada durante el período de expulsión, a que no se le practicara una episiotomía como si esto fuera una rutina necesaria. “El médico estuvo dos minutos conmigo, cuando me dijo que pujaba mal y cuando me pidió que pasara a la camilla. En la sala de partos me ataron las piernas. Me sentí presa, nunca me agarró la policía, pero en ese momento sentí que me habían agarrado, que me llevaban. Era una sensación mezclada de injusticia e impunidad. Cuando la nena salió la frase del médico fue: ‘Histérica como la madre’, porque Nallibe lloraba. Pero todos los nenes lloran.” Junto con Dando a luz Belén Mazzotta presentó una carta al hospital relatando lo que ella sintió como una tortura. En las paredes de la guardia había pegado un resumen de su consentimiento informado, cuando ella quiso ponerse en cuclillas para soportar mejor el dolor de las contracciones, alguien pasó y se rió: “Mirá qué teatro”, escuchó Belén. A los pocos días se comunicó un abogado del hospital; la respuesta oficial fue “que tenía cinco años para iniciar acciones legales”. Pero ella prefiere no hacerlo. “Si fuera una mierda se los hago –dice–, pero no lo soy.”

–¿Cómo fue tu parto?
–Normal.
–¿Normal fácil o normal difícil?
Lucrecia se ríe de ese mínimo diálogo que suele abrir una hendija para las muchas emociones posparto que la mayoría de las mujeres intentan olvidar. Como si el nacimiento, el hijo que tienen en brazos mereciera lo sufrido haciéndose cargo de mandatos ancestrales que la medicalización del parto suele convertir en un hecho consumado que sólo la anestesia alivia. Lucrecia tuvo su primer parto en un centro médico privado de alta complejidad, una buena obra social, excelente hotelería. Hasta conocía al obstetra que la iba a atender, pero eso no la eximió de sufrimientos que, ahora sabe, son innecesarios. “Yo no quería que me pusieran anestesia peridural porque tenía amigas que me habían descripto el parto como una experiencia de mucha plenitud. Y quería experimentarlo. Pero claro, llegué al sanatorio con cinco de dilatación, me pusieron goteo y aceleraron tanto las contracciones y la dilatación que la beba todavía no había encajado y me tuvo horas pujando.” Como ella no quería anestesia, ni siquiera se la aplicaron localmente para practicarle la episiotomía que su doctor consideraba de rutina. Seis años después, Lucrecia todavía siente el filo de la tijera en la entrepierna y hasta puede escuchar el sonido del desgarro provocado. “Creo que si estudié puericultura fue por esa experiencia.” Esa carrera, anulada desde hace 30 años de la Facultad de Medicina de la UBA suele ser menospreciada por los médicos obstetras. “Es que tienen formación de cirujanos, la mayoría no registra que hay una mujer más allá de la vagina.” Su trabajo consiste en acompañar a la mujer embarazada durante el parto y el puerperio, pero en lo concreto lo suyo podría definirse como un intento por humanizar un hecho intervenido innecesariamente por la corporación médica. “A pocos médicos les importa lo que necesita una mujer durante el parto. ¿Y qué es esto? Necesitan intimidad, seguridad, confianza. El trabajo de parto está regido por el cerebro primitivo, cualquier estímulo del neocórtex inhibe las contracciones y la dilatación. Si una mujer está descontextuada, incómoda, le gritan, le dicen que se calle, no puede segregar naturalmente la oxitoxina necesaria. Es como cuando cogés –que también aparece la oxitoxina–, no se puede pensar en la cuenta de la luz porque no llegás nunca al orgasmo.” Para Lucrecia, que prefiere no mencionar su actual lugar de trabajo ni tampoco su nombre completo –”quiero seguir trabajando”– es esta carga erótica del parto lo que se ha intentado borrar. “¿Por qué te crees que te dicen que cierres la boca? La boca abierta es también una vagina abierta... Por algo es muy común que en la sala de partos a las mujeres les digan ‘cuando lo hiciste no te quejabas tanto’. Esto tiene que ver con un poder de las mujeres que es difícil de bancar en esta sociedad. La manera de parir y nacer depende de decisiones políticas. Que la mayoría no sepa que a las reacciones físicas que van a tener durante el trabajo de parto las acompañan sentimientos, también parece una estrategia.”

¿Por qué a las mujeres se las acuesta para parir? ¿Será porque la posición horizontal es la que distingue a los enfermos? ¿Por comodidad de los médicos que colocan la pelvis de la parturienta a una altura adecuadaa su mirada complaciente? ¿Por qué se desafía a la ley de gravedad obligando a las mujeres a pujar en condiciones incómodas –pruebe usted defecar acostado–, evitando que el peso del bebé haga su propio trabajo? “En Argentina la mayoría de las instituciones tanto públicas como privadas, en más del 95 por ciento, ponen a las mujeres de espaldas para parir, complicando, alargando y dificultando el proceso fisiológico, poniendo el riesgo la salud de la mujer y el bebé e incrementando la necesidad de goteo de oxitoxina sintética, episiotomía, fórceps y cesárea.” Esto lo dice Mariana Giménez, integrante de Dando a Luz pero también las disposiciones que citó Belén Mazzotta en su consentimiento informado para el Hospital Ramos Mejía. Lo que cabe preguntarse es qué es primero, si el huevo o la gallina (sobre esto también se puede ver el recuadro). Según el mismo documento del Ministerio de Salud de la Nación es esta posición horizontal la que favorece los desgarros si no se hace la episiotomía y encima la inmovilidad de la madre genera sufrimiento fetal. ¿Por qué les atan las piernas entonces? “Haber renunciado a la posición vertical para parir –escribe Giberti en Escuela...– es una de las evidencias de la subordinación intelectual, corporal y emocional del género mujer a las políticas destinadas a limitar sus iniciativas y dirigir sus vidas.” El parto horizontal es, ni más ni menos, que una expropiación del acto de parir en el que la mujer sólo hace fuerza cuando el médico lo ordena y debe quedar agradecida por sus buenos oficios, por no haber muerto en el parto, no haberse desgarrado, ni siquiera sentido todo lo que debería sentir porque se le ha aplicado la anestesia peridural –que suele ser necesaria cuando se ha aplicado goteo por la aceleración de las contracciones inducidas–. Aunque este último es un procedimiento que ya no existe en los hospitales públicos por razones de presupuesto. Esta apropiación del acto de parir encuentra su clímax en el abuso de las cesáreas. Para la OMS una cifra razonable de esas intervenciones debería rondar el 15 por ciento del total de los nacimientos. En Argentina esa cifra sube al 30 por ciento en hospitales públicos y a más del 40 en instituciones privadas. Y lo mejor es que nunca suceden en fin de semana. Es decir, nunca son por emergencias o complicaciones durante el trabajo de parto sino que son programadas con anticipación para no molestar al obstetra. ¿Y por qué las mujeres permiten que todo esto suceda? “Hay un psicólogo inglés, Winicott, que describe que las mujeres dos o tres semanas antes y después del parto si no estuvieran en ese estado estarían locas”, dice Lucrecia para explicar la extrema vulnerabilidad de las mujeres al momento de parir. A esto habría que sumar la desinformación y el valor social de la corporación médica. ¿O acaso dejó de funcionar alguna vez eso de ‘mi hijo el dotor’?

“Hay una paranoia generalizada entre los obstetras”, dice una médica pediatra de la Maternidad Sardá que se excusa de dar su nombre. Sería curiosa esta falta de identidad si no estuviera en este contexto de pasillos abarrotados de mujeres grávidas, de todas las edades pero sobre todo jóvenes, con la mirada perdida por las horas de espera. En esta institución nacen 6200 bebés por año, a razón de 20 por día. Hay sólo tres sillones de parto, y sin embargo todos se usan como camillas. La doctora, con treinta años de trabajo sostenido en la Sardá, ha visto incrementarse el número de mujeres que asisten y complejizarse la atención. Aunque, dice, las cosas han cambiado poco. “Hay separaciones que no tienen fundamento clínico, no hay por qué separar al niño sano de la madre en la primera hora de vida, ni tampoco debería considerarse al padre como visita. Se alude mucho a la falta de infraestructura, pero en realidad lo que se necesita es un cambio en la concepción, en la estructura mental del cuerpo médico.” Lo mismo dice Claudia Alonso, obstetra ad honorem en el Hospital Alvarez. En junio de este año se dictó la ley 1040 que consagra el derecho de las mujeres a estar acompañadas por quien ellas decidan durante el trabajo de parto, el parto y la internación. Sin embargo la leyno está reglamentada y en la Sardá, por ejemplo, se permite entrar en la sala de partos a los padres en el momento de la expulsión y tienen que salir de inmediato. Eso siempre que el varón haya asistido al curso preparto. Así las mujeres pasan horas con contracciones sin tener a nadie conocido a su lado, pujando en soledad, escuchando las órdenes de quienes les piden “que se porten bien”, como si fueran niñas y no adultas con el poder suficiente para reconocer lo que su cuerpo les pide –deambular, acuclillarse, gritar–. Así lo que se reconoce es el derecho de los terceros a ver como el bebé atraviesa el canal de parto y no el de las parturientas a estar acompañadas. El consentimiento informado es la forma legal que la ONG Dando a Luz encontró para mediar entre la práctica médica habitual y el deseo de la mujer parturienta. Según Mariana Giménez no siempre sale tan mal como en el caso de Belén, sobre todo si se puede ejercer el derecho a estar acompañada, algo que es bastante habitual en las instituciones privadas y casi una lotería en las públicas. Es paradójico, pero al parecer los médicos no mandan a callar tan fácilmente a una mujer cuando está sostenida por su marido o un tercero menos vulnerable. Por supuesto que hay otras opciones, hay obstetras como el doctor Carlos Burgo que realizan partos verticales, fuera del ámbito hospitalario, sin intervenciones innecesarias. Pero para eso se necesita fundamentalmente dinero, no hay obra social que cubra semejante “excentricidad”. Parir es un derecho –elegir no llegar a ese momento también– y un poder de las mujeres. No es una enfermedad, como tampoco lo es nacer y por eso es innecesario aplicar sobre el recién nacido toda clase de prácticas invasivas que no se pueden defender en ningún ámbito científico internacional. Pero como todo derecho, al menos en este estado de cosas, merece ser defendido.

Subnotas

(Versión para móviles / versión de escritorio)

© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS rss
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux