DíA DE LAS MADRES
Amores difíciles
Durante tres años, la fotógrafa Adriana Lestido siguió con su cámara la vida cotidiana de cuatro madres y cuatro hijas de distintas edades para indagar en un vínculo idealizado pero difícil, como todo amor. El resultado es una historia que resiste al tiempo y parece hablarle al oído de cada persona que se asoma a estas imágenes, ahora editadas en un libro por La Azotea Editorial Fotográfica.
› Por Marta Dillon
La mirada apunta su dardo y una imagen cae. Herida, una entre todas las imágenes se desprende del tiempo que la aniquila. Y se fija. Un momento y su emoción para volver a él. Y el siguiente. Las pequeñas migas que lo cotidiano barre y embolsa. Las grietas por donde se escurren los personajes y las estrategias. La mirada atrapa como mariposas fotografías de lo que no se ve, de lo que se calla. Cazadora furtiva, retiene de a uno los instantes del vínculo madre-hija y los rebela (¿revela?) en contra de su destino invisible. Así se construyó Madres e hijas, el libro de Adriana Lestido, buscando sus propios rastros en esos rasgos que capta y se dibujan para todas las mujeres, los gestos repetidos que nos convierten sólo en madres, sólo en hijas, mujeres nacidas de una mujer que nos expulsa: el amor y el desamparo.
Otro mundo se agita también del otro lado del lente, hacia dentro del ojo que apunta, el universo interno que la fotógrafa fue develando a la vez que revelando esas escenas que, fijas para siempre, construyen para cada espectador un retazo de su propia historia. Porque todos hemos sido expulsados y dejados acá, en esta estepa que es estar vivo sin siquiera abrirnos una fisura en la que poder preguntar, sin pudor: ¿Por qué, mamá? ¿Por qué nos dejaste caer de tu panza? ¿Por qué estamos solos? Justo ahora, cuando hay que vivir.
Madres e hijas desnuda esas preguntas inconfesables. Mira a las mujeres antes que a las madres, al menos antes que a esas madres del tango y la publicidad de electrodomésticos, madres e hijas que se aman con dificultad, forjando un lazo y una identidad. Hace foco en estas mujeres que conviven sin hombres cerca que desarmen la tensión de un vínculo que consuela y amenaza con licuar a unas y a otras en la repetición que borra los bordes propios, los que en definitiva darán sentido a esa sutil huella que es el paso por el mundo. ¿Cómo aprender a separarse de esa mujer que se propone a las hijas al principio como promesa y más tarde como advertencia de lo que puede ser, esa mujer con la que se ha sido una, sin contradicciones? Otra pregunta que apareció más tarde, después de que los ojos de Adriana dispararan cientos de dardos, fotografías que la rodeaban, la increpaban buscando un sentido para conservar algo de eso que por desafiar al tiempo se antoja sagrado.
Adriana empezó este ensayo que hoy es uno de los mejores libros de La Azotea Editorial Fotográfica con la ilusión de quien avanza por los médanos enamorada de su huella, sin recordar que es el viento quien ha borrado otras pisadas. Porque antes hubo alguien que también pasó por aquí. Y antes. Y antes que la fotógrafa hubo una mujer que la parió. Y antes que la mirada a través del lente le trajera la necesidad de desarmar al tiempo, esa mujer murió. Fueron necesarios dos ensayos anteriores sobre la maternidad –madres adolescentes y madres presas con sus hijos– y dosaños de trabajo en el tercero –sólo madres e hijas, sin distracciones– para que Adriana entendiera que en su trabajo estaba buscando a su propia madre, que la dejó por última vez cuando ella recién descubría su arte -su cámara–. Entonces el caos de imágenes empezó a ordenarse y en el universo de centenares de fotografías algunas formaron constelaciones privadas –que las protagonistas guardan como talismanes que hablan de la propia identidad– y otras quedaron atrapadas por la mirada de Lestido -ya no por la cámara– que las pare con dolor. Porque también cuentan la historia de su ser hija, de la reconciliación póstuma con esa mujer con la que alguna vez fue una, de la que tuvo que separarse, enfrentarse, confrontarse. Y entender que no hay ventanilla de reclamos para el dolor de haber nacido.
Nada nos rescata del desamparo y por eso estos amores son difíciles. Se tejen en la convivencia y se pierden en esos actos que por repetidos se vuelven invisibles y a la vez eternos. Despertar, vestirse, buscar el sol, encontrar la lluvia, querer amar incondicionalmente y renunciar a todo por un placer privado y efímero. Así se encuentran también quienes pusieron su cuerpo en estas historias, expuestas a la contradicción de amar y abandonar al mismo tiempo. Desnudas en su angustia, capturadas sin las máscaras que propone el espejo, ese cómplice silencioso que a veces nos permite mentir –sólo a cada uno– un rostro posible con que enfrentar el mundo. De eso se trata. Nada más. De dejarse atravesar por la emoción y retenerla. Porque no son los ojos de Adriana los que fotografían sino las cicatrices que sobre ellos imprimió la vida las que seleccionan una imagen para que ella hable con el asombro de quien constata que a pesar de todo el mundo sigue girando. Que ni siquiera clavando las uñas en la tierra se detendrá el ciclo que se lleva algunas cosas y trae otras, como un río que a veces desboca su corriente y todo lo arrasa. Y que también alimenta la tierra para fijar en ella otros árboles, otras casas en las que jugar a la mamá, sin conflictos. Porque sólo jugando se olvida que el ciclo es inexorable, que si aprendemos de mamá las primeras caricias serán para dejarla cuando intentemos las propias, como ella nos deja para ingresar en ese universo erótico que expulsa a los hijos y los deja del otro lado de la puerta. Afuera, los pies descalzos de quien abandona la cama en la mitad de la noche y descubre lo que no quería.
Adriana Lestido también descubre eso que nadie quiere ver. Contra su voluntad, los dardos de su mirada fijaron estas historias a las que ella asiste con los pies helados y la certeza de que sólo desde ese desamparo es posible aprender a amar.