Vie 23.08.2013
las12

MONDO FISHION

Peinetones exquisitos en el Fernández Blanco

› Por Victoria Lescano

Lejos de ser considerados ornamentos celebratorios para recrear el imaginario naïf de los actos escolares, una exquisita galería de peinetones (junto a grabados y acuarelas) que documentan sus modos de uso, se exhiben en el Museo de Arte Hispanoamericano Isaac Fernández Blanco y componen uno de los ejes de la muestra de la colección permanente que celebra el legado de Celina González Garaño, también coleccionista de platería y de muebles que componen el patrimonio, en la sala que fue bautizada con su nombre. Derivado de la peineta española y tallado en carey o en asta, el peinetón fue entre 1832 y 1836 el último grito de la moda entre las porteñas: no sólo marcó una provocación con los modos de uso de la Península Ibérica sino que también adoptó rasgos localistas. El litógrafo César Hipólito Bacle, nacido en Ginebra y radicado en Buenos Aires, los documentó y parodió desde su taller situado en la Calle de la Victoria 148, y los consagró en sus “Trajes y Costumbres de Buenos Aires” y “Extravagancias del Peinetón”, las célebres postales que exhiben mujeres provistas de tocados colosales casi tan extravagantes como los tocados con que María Antonieta escandalizó a sus contemporáneos. Esos documentos de moda que suelen poblar manuales de escuelas primarias, reflejan situaciones desopilantes alrededor de su uso en un teatro, en los alrededores de la Plaza de la Victoria, en escenas de baile donde los peinetones capturan peluquines masculinos y, como gesto extremista, una pared de ladrillos que debe ser derribada para dejar pasar a la dueña de casa con su flamante peineta. La colección de peinetones, acompañada de las acuarelas de Pellegrini y grabados de Bacle y de Vidal que componen el acervo del MIFB, situado en Suipacha 1422, se puede visitar de martes a domingo. Como señalaron los expertos en historia del arte y museografía, Marcelo Marino y Gustavo Tudisco, desde el texto que acompaña la muestra: “El comienzo de esta moda fue la peineta española, introducida hacia 1815 en el Río de la Plata. Con el paso de los años comenzaron a observarse modelos cada vez más grandes y extravagantes”. Y los estudiosos locales del peinetón se refieren a su principal realizador y ejecutante, Mateo Masculino: “En 1823, procedente de España, arribó a la ciudad de Buenos Aires Mateo Masculino, fabricante de peines de marfil y peinetas de carey. A partir de este momento fueron varios los artesanos de este oficio que se instalaron en la ciudad y también en Montevideo. No podemos afirmar que Masculino fuera el creador del peinetón tal como lo conocemos, pero sí queda en claro que fue su mayor difusor. Lo más probable es que el peinetón haya sido una creación del mercado y la competencia. La demanda de este artículo de lujo hizo que se activara todo un comercio en relación con el carey y que esta materia prima sufriera un aumento considerable en su precio de venta. Conforme avanzaba la moda y las peinetas quedaban desactualizadas en su tamaño o curvatura, estos mismos talleres ofrecían un servicio de modernización consistente en el agregado de nuevas partes de carey y en un nuevo moldeado. Las matrices a la moda, necesarias para estos arreglos, también estaban a la venta y eran ofrecidas a otros artesanos. Si tomamos en cuenta que el carey era una materia prima costosa, de importación, extraído del caparazón de las tortugas en países tropicales, y su único destino era la factura de objetos suntuarios, es evidente que las peinetas de ese material fueron artículos de lujo sólo reservados a las mujeres de elite. Y además de indagar en sus morfologías y materiales, establecieron relaciones con el contexto político y económico alrededor de esa moda: “El crecimiento económico, a partir del primer período federal, conllevó el nacimiento de una nueva clase social, la ganadera, que pudo afrontar el consumo a gran escala de este tipo de artículos. El uso de una peineta de mayores proporciones que lo normal, por parte de una mujer, daba cuenta de su situación en la escala social y del poder económico y político de su padre o de su esposo. Por el número de peinetones que se conservan, tanto en colecciones públicas como privadas en Buenos Aires y Montevideo, es lícito creer que se produjeron a gran escala, y que una mujer de elite contaba con más de uno en su haber. El valor promedio de un peinetón de carey hacia 1830 era de entre 500 y 700 pesos, aproximadamente el valor de un alquiler mensual de una casa grande en la ciudad. Los formatos más comunes fueron los de media luna o abanico, urna Médicis, cola de pavo, de plumas, de trapecio, de canasta, entre muchos otros. Los mismos podían ser lisos, moldeados, profusamente calados o presentar incrustaciones de esmalte y oro. Existía una versión más económica, realizada en asta, cuerno de vaca, que abarataba los costos por tratarse de un ‘fruto del país’ e imitaba muy bien la textura del carey rubio. Entre las mujeres de estratos populares se sustituía el peinetón por una peineta tallada en piedra de talco”.

Agregarán Marino y Tudisco que tanto el apogeo como el declive de tal extravagancia estuvieron marcados por el primer y segundo gobierno de Juan Manuel de Rosas.

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