memoria Hace un año, moría en completa soledad la canadiense Shulamith Firestone, una activista radical que ayudó a fundar en Estados Unidos el Movimiento de Liberación de la Mujer. Radical en su activismo y en su pensamiento, es autora de un libro clave y revulsivo que forma parte del canon feminista: La dialéctica del sexo. Un texto en el que pone las tareas reproductivas como el origen de toda opresión, desarma la lucha de clases en “clases sexuales” y pide a gritos no sólo por el derecho a abortar, sino también de encontrar el modo de que la humanidad pueda seguir reproduciéndose sin utilizar el cuerpo de las mujeres.
› Por Mabel Bellucci
El 28 de agosto de 2012 murió en la mismísima soledad la pensadora y activista feminista Shulamith Firestone, y con gran pesar se descubrió que su deceso había ocurrido días atrás. Tenía sesenta y siete años. Recluida entre cuatro paredes, su fin resulta impensable para quien haya conocido a Firestone en su momento de mayor esplendor durante los años sesenta.
A finales de esa década, surgió en las principales urbes de Estados Unidos el Movimiento de Liberación de la Mujer (MLM). Gran parte de las reivindicaciones levantadas por quienes eran las precursoras de la tendencia radical, entre las cuales se encontraba Shulamit, se alejaron de la tradicional demanda de igualdad entre sexos y sus críticas se ampliaron a todos los aspectos de la vida: la cotidiana, la sexual, el mundo conyugal, familiar y, con un ímpetu revulsivo, impugnaban la maternidad biológica. Al mismo tiempo que se removían las capas de pintura del friso, se acrecentó la virulencia de todas estas mujeres contra los comportamientos de los varones, ya sea como compañeros de lucha, de cama, o de lo que fuera. Primeramente, comenzó su destrono a partir del fastidio que provocaban ciertas usanzas masculinas derivadas del mundo de lo privado al de lo público. En especial, se hacía gala de autoridad y jactancia del saber, mientras se desestimaba la toma de decisión o de la palabra por parte de las militantes dentro de las organizaciones políticas mixtas. Ser tratadas como “menores de edad”, al igual que en la vida íntima y hogareña, en un espacio afín para ambos, generó disturbios de todo tipo. La expulsión fue la vía imprescindible, pero en vez de irse ellos se fueron ellas y armaron rancho aparte. Por todas estas razones, a las feministas blancas de Estados Unidos les urgía crear nuevos espacios de contienda político-afectiva compuestos sólo por mujeres, en la medida en que en el interior de las organizaciones comprometidas por la justicia social, como eran los frentes anticapitalistas o los partidos políticos de las izquierdas, las activistas continuaban siendo el “segundo sexo.” De allí fue que el MLM se nutrió, básicamente, de las experiencias y trayectorias de aquellas que rompieron lazos con esas estructuras vetustas pese a que traían experiencias significativas por su compromiso con la reivindicación de los derechos civiles de la comunidad negra, así como también contra la guerra de Vietnam, con movilizaciones multitudinarias. Y encima, sus compañeros de ruta dejaron de ser sus aliados estratégicos, desde el momento en que no deseaban el mismo tipo de rebelión que ellas: las microrrevoluciones. Entonces aquellas activistas relacionadas con los partidos y frentes políticos se corrieron para dar paso a un enfoque de autonomía sexual que denunciaba vigorosamente el sexismo, también denominado chovinismo o racismo masculino. Y como quien no quiere la cosa, esta corriente del feminismo radical dejó en claro cuáles eran sus propios malestares y también los ajenos. Pero no todo fueron denuncias y chispazos. En un momento determinado hubo que concentrar las energías en producir hechos concretos. En efecto, a partir del entretejido de repaso del marxismo crítico, del psicoanálisis, la sexología, más las experiencias que emergían de las urgencias vividas en los grupos de autoconciencia, técnica que permitía transformar los lamentos privados de las mujeres en actos políticos, se elaboraron nuevos conceptos. A la vez, se reformularon nociones clásicas. Sin duda, se constituyeron los cimientos de lo que sería la teoría feminista que heredamos en el presente. Así, en el listado de reclamos de los grupos feministas radicales, la exigencia del aborto libre y gratuito se mantuvo invariable. Una de las figuras cabecera de dicho movimiento fue la artista plástica canadiense Shulamith Firestone. En un otoño soleado de 1967, hizo su debut el colectivo Mujeres Radicales de Nueva York (NYRW). Lo fundaron Shulamith, Pam Allem, Carol Hanisch, Rose Morgan, Sarachild Kathie y Ros Baxandall, Patricia Mainardi, Ellen Willis, Kathie Sarachild e Irene Peslikis, entre otras más. Estaba identificaba como el ala más ofensiva dentro del feminismo estadounidense. También –en un gesto de avanzada– el NYRW fue uno de los primeros grupos en organizar trabajos de autoconciencia. Y como un tornado incontrolable involucró a colectivas convocadas espontáneamente de acuerdo con su condición de clase, edad y etnia, hecho que cerró como broche de oro. De allí que sus propuestas ardían como llamaradas: “Estamos cansadas de participar en las revoluciones de los otros. Ahora trabajamos para nosotras”. Por tanto, decidieron hacer un giro en el orden de prioridades. Primero centraron sus declaraciones sobre la opresión de las mujeres. Segundo, se independizaron de los objetivos de los varones del campo de la izquierda radical. Los acontecimientos posteriores confirmaron que la elección del corrimiento había sido la correcta. Por tomar un simple caso: en 1969, el Comité de Movilización Estudiantil organizó un acto en Washington DC para manifestar su apoyo a todas las luchas que habían alcanzado algún tipo de victoria en ese entonces. De este modo pasaron lista a su desenvuelto compromiso contra la guerra de Vietnam, por la conquista de los derechos civiles de la comunidad negra, pero hete aquí que se olvidaron de nombrar y –por consiguiente de solidarizarse– con el MLM. De inmediato, desde las gradas, un grupo de feministas indignadas hasta rabiar increpó al orador por no haberlas incluido en su discurso también. Con los pelos de punta, Firestone decidió tomar la palabra: “Nuestra presentación comenzó con la lectura de un documento a favor del movimiento de las mujeres. Algunos hombres entre el público nos abuchearon, se rieron e iniciaron una rechifla. Los organizadores, en vez de pedir silencio a los alborotados, nos hicieron abandonar el tablado rápidamente”. En consecuencia, los militantes marxistas, de origen blanco o negro (no importaba el color), las hicieron callar vociferando “Llévatela de la plataforma a la cama”. Más que una humorada machista, esa expresión sucumbía en un grito de guerra al momento en que las activistas expresaban sus propios proyectos políticos para elegir nuevos caminos.
Shulamith Firestone fue pluma y mentora de un sinnúmero de artículos, documentos y manifiestos. Por ejemplo, en 1968 coeditó en un trabajo colectivo Notas del primer año: liberación de la mujer, una revista mimeografiada de veintinueve páginas editada por NYRW, en donde la feminista dinamarquesa Anne Koedt había publicado su glorioso artículo “El mito del orgasmo vaginal”. Allí ella sostenía que el orgasmo femenino se alcanzaba exclusivamente mediante el clítoris. Sin embargo, no tenía importancia para la sexualidad de las mujeres, ya que se alineaba en torno del placer masculino. Koedt había llegado hasta lo más hondo: “Es necesario, pues, definir nuestra sexualidad. Hay que rechazar las ideas normales de sexualidad y ponernos a pensar en función de una satisfacción nuestra”. Para ese entonces ese ensayo se había convertido en un clásico de la lectura feminista. Luego, en 1970, ambas editaron Notas del segundo año: el feminismo radical. Desde sus páginas, Koedt planteaba lo que serían las preocupaciones fundamentales para el movimiento emergente: el significado de la libertad sexual, el del placer sexual, las raíces psicológicas de la dominación masculina más la subordinación femenina. Al mismo tiempo, Firestone, junto con otras compañeras, lanzaron en Nueva York la “Declaración del Grupo pro Liberación Femenina”. Toda una gesta provocadora en colocar en primerísimo lugar los intereses de las activistas feministas por encima de los logros anticapitalistas y antiimperialistas de las izquierdas radicales, dominadas por los hombres. Firestone, con una lucidez sorprendente, presagiaba el anuncio de un suceso futuro: “Los hombres radicales tienen una posición de poder que no abandonarán hasta que tengan que hacerlo”. Además, sostenía: “Los mismos estereotipos que expresan la creencia de la sociedad en la inferioridad biológica de la mujer recuerdan las imágenes usadas para justificar la opresión de los negros, de los pueblos inmigrantes y del prejuicio contra los judíos”. Ahora bien, en 1969, desde las entrañas del NYRW surgió Las Medias Rojas, creada por Firestone y la escritora Ellen Willis, un grupo famoso por sus espectaculares manifestaciones culturales, que alimentaban posicionamientos revulsivos contra la supremacía masculina en las diversas caras tanto de la vida pública como de la privada. Si bien el color rojo se inscribe dentro de las tradiciones revolucionarias insurreccionales, también sirvió como escudo para contraponerse a la denominación peyorativa que en el siglo XVIII, en los circuitos londinenses, tildaban a las intelectuales y literatas, conocidas como Bluestockings. Así, apenas constituida Las Medias Rojas, fueron las primeras en organizar rondas públicas para plantear de cara a la sociedad sus travesías abortivas. No cabía menos que sentir horror e indignación al presenciar las audiencias legislativas relacionadas con el aborto ilegal y sus graves consecuencias. A modo de protesta, estas activistas organizaron un tribunal propio donde se arrojaron a hablar desde sus experiencias personales cuando decidieron abortar. Así, doce de sus integrantes frente a 300 compañeras dialogaron con llaneza, calma y una pizca de emoción de los incidentes que hasta entonces se habían reservado a su fuero íntimo. Quebraron el aislamiento de aquellas que habían atravesado esa situación y guardaban con celo el secreto. Al no estar dispuestas a seguir calladas, sus confesiones en voz alta desembocaron, con el tiempo, en lo que se conocería como las famosas campañas bajo el título “Yo aborté”. Sus llamamientos poseían una creatividad burlona y hacían uso de las demostraciones públicas, del teatro callejero y de las acciones directas. En consecuencia, para estas jóvenes activistas, las mujeres del mundo se unirían con el objetivo de conquistar su liberación final de la supremacía masculina mediante una toma de conciencia sobre la propia opresión bajo el lema “La hermandad es poderosa”. A modo de presentación, lanzaron un manifiesto que pegó la vuelta al mundo en 80 días, diría el novelista Julio Verne. En efecto, se componía de una carga de perdigones de siete puntos que apuntaba contra los privilegios viriles y, al mismo tiempo, exigía a todos los varones renunciar a sus fueros de imparcialidad omnipotente y planteaban lo siguiente: “Nosotras identificamos los hombres como los agentes de nuestra opresión. La supremacía masculina es la forma de dominación más antigua y básica. Todas las demás formas de explotación y opresión (el racismo, el capitalismo, el imperialismo) son extensiones de la supremacía masculina: los hombres dominan a las mujeres, algunos pocos hombres dominan al resto”. Años más tarde, con lo acumulado en cuanto a experiencias y vivencias de concientización más los escritos atesorados, editaron una publicación: Revolución Feminista.
Entre tanto, Firestone convocaba a idear una revuelta tan ingeniosa como fue la huelga de vientres que postularon nuestras aguerridas trabajadoras anarquistas entrado el siglo XX. De acuerdo con el plan orquestado por ella en su libro La dialéctica del sexo: El caso de la Revolución Feminista, publicado en 1970 y traducido al castellano tres años más tarde, las mujeres no tenían necesidad alguna de preñarse como cualquier mamífero. Esta obra fue escrita a los 26 años, con una intensidad desenfrenada que le llevó unos pocos meses para concluirla. A decir verdad, ella quebró todo molde de prototipos al manifestar que, junto con una revolución económica y sexual, se emprendería una gigantesca revolución cultural en la cual el feminismo cumpliría un legado subversivo. Sin más, su posicionamiento de avanzada la llevaba a considerar la categoría de sexo como clase. Ineludiblemente, este camino recorrido sin vuelta atrás le permitió a Firestone convocar a un llamamiento que desterrase la división de los sexos como un principio fundante de la sociedad de clases sexuadas. Por todo ello y mucho más, esta activista se las ingenió para reelaborar la comprensión de la historia de la humanidad desde las mujeres como un eje central, y así la reproducción cumplió un rol dinámico nunca visto hasta entonces, a diferencia del posicionamiento dogmático del marxismo que centralizaba su episteme en la producción económica. De esta manera, de una interpretación materialista y económica de la historia se desembocaría en una interpretación sexual de los acontecimientos que ella denominó “La dialéctica del sexo”. La relación conyugal, el matrimonio, la reproducción biológica y la crianza de la prole origina una división del trabajo sostenida en el sexo que deviene en un régimen económico y cultural de clases. Firestone se convirtió en una innovadora en cuanto a sus arrojadas proposiciones alrededor de la maternidad biológica y la preñez, no tan alejada de los presupuestos de Wilhelm Reich en su obra maestra La revolución sexual. Entonces para esta díscola feminista resultaba primordial confiscar el control de la fertilidad humana como modo de restituir la propiedad de las mujeres sobre sus propios cuerpos, es decir, posibilitar encontrarse con el placer personal. De ese modo, su prédica se centraba en entrever que el núcleo de la opresión femenina partía de sus funciones procreadoras y de la crianza. Y allí era donde Firestone apuntaba con su hocico: “El caso es que las mujeres no tienen ninguna obligación reproductiva concreta para con la especie. Si se muestran definitivamente reacias, será necesario desarrollar a toda prisa los métodos artificiales o, en caso extremo, proporcionar compensaciones satisfactorias... que harán que la gestación merezca pena. Se destruye así la tiranía de la familia biológica y con ello fenecería la psicología del poder, aunque puede siempre subsistir clandestinamente. En efecto, convocaba a liberar a las mujeres de la dominación de su biología reproductiva por todos los medios disponibles mediante la reproducción artificial y los nuevos métodos de control de la fertilidad. No por nada está considerada como la feminista protecnología en una década donde la fecundación in vitro estaba en camino...
Mientras tanto, Firestone formulaba que la fusión entre la liberación sexual y la social, por momentos, resultaba imperiosa pero no siempre posible. Decía ella: “La revolución sexual no es tan sólo una pieza del engranaje sino el sustento mismo de cualquier transformación real en la vida de las mujeres”. Por lo pronto, consideraba la necesidad de reclamar “una revolución sexual que fuera más amplia que una socialista y que incluyera todos los sistemas de opresión”. Ciertamente, la embestida de ella no resultaba sencilla de llevar a cabo: había que agrietar ideas y costumbres sin desenlaces sangrientos pero no por ello incitaciones menos filosas. En esta misma dirección, la encumbrada activista proponía la práctica abortiva “dentro del estado de guerra en contra de la naturaleza, y aunque se reconozca que la familia está arraigada a realidades biológicas como el hecho de que sólo la mujer puede quedar embarazada; sin embargo, que aún así la mujer podría lograr su liberación a través de la absoluta revolución sexual de clases, no sólo a través de eliminar el privilegio masculino, sino también eliminar la distinción misma del sexo; el absoluto ‘control de la reproducción’ de la mujer, el aborto a petición y la total liberación amatoria en todas sus dimensiones”. Y finalizaba con un anuncio directo de contenido revulsivo: “Quiero decirlo con toda claridad: El embarazo es una atrocidad”. Por el contexto político en que el feminismo irrumpió hacia la década del sesenta, el aborto voluntario dejó de ser una preocupación central de la corporación médica y del Estado en torno de las políticas públicas de salud para transformarse en una demanda política por parte de colectivos de mujeres organizados a favor del libre ejercicio del cuerpo y su sexualidad. Al respecto, Firestone describe: “Frecuentemente, los grupos más radicales se oponían a ejercer presiones moderadas y elegían realizar actividades más abiertas y de confrontación –manifestaciones y reuniones– enfatizando la exigencia al acceso concreto al aborto”. Una de sus iniciativas proponía “aborto gratuito a petición”, en tanto que los grupos más liberales hablaban del derecho legal a elegir. Y cerraban su reclamo: “Debemos insistir en el derecho de toda mujer a disponer de su propio cuerpo”. De esta manera, con una desmesurada apuesta a la desobediencia civil, tanto Firestone como sus agrupaciones potenciaban la autonomía de las mujeres al romper el cerco del silencio con los testimonios sobre sus propios abortos.
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