PERFILES
“Me pareció rarísimo”, dijo Charly García sobre la visión de Patti Smith abrazando al Papa en Roma. No encontraba otras palabras que explicaran la sorpresa. El había sido uno de los jóvenes setentistas al que Horses, primer álbum de “la reina del rock”, le había volado la cabeza. Con el célebre ingrediente del primer párrafo, nada menos: “Jesus died for somebody’s sins but not mine”. Entonces a ella la inspiraba Albert Camus, Burroughs, Genet y la filosofía rasta. El miércoles último, la gran dama se alucinó con la audiencia pública de Francisco en el Vaticano, ese nombre “que tanto deseaba” porque “pensaba que si teníamos un papa Francisco podría indicar al mundo que venía para servir a los pobres y acercarnos más a la naturaleza para preocuparse del medio ambiente, como San Francisco”. Hace muchos años que a PS la desvela el medio ambiente. “Cuando se tiene hijos, una ya no se puede dar el lujo de vivir en su pequeño mundo”, decía en una entrevista de 1996 al periodista Christian Fevret, de Inrockuptibles. “Como artista, podría sentirme al margen de la sociedad; como madre, me gustaría volver el mundo mejor.” El 13 de marzo último, antes que el sistema planetario occidental presenciara con ansias la fumata blanca del Habemus Papam, Patti había estado rezando “durante una hora sin parar para que quien fuese el elegido decidiera llamarse Francisco. Y así sucedió”. Entre la Roma de hoy y la Nueva York de ayer hubo infinidad de abismos, pero escasos reproches: nunca se victimizó ni responsabilizó a sus compañeros de ruta por las cuestiones básicas de supervivencia que atravesaron, dejando huellas (en lo visible) de pelo gris y sonrisa mística. “He sobrevivido a muchas cosas y pude salir adelante.” A los 5 años, mientras su madre, una proletaria testigo de Jehová, escuchaba a Duke Ellington, la niña soñaba otros mundos en la pequeñez de Woodbury, entre Filadelfia y Atlantic City. Decidió ser diferente, bicho raro, frágil como su amado Rimbaud, pero con pretensiones longevas. Ya espiaba la poesía a través de las letras de Jim Morrison o de Bob Dylan, otro converso ilustre que en 1997 cantó ante Juan Pablo II. Desde entonces, su dios cotidiano fue el rock. “Siempre me sentí bendecida. Mi madre sabía volver divertida la vida.” Todavía hoy algunxs se sienten contagiadxs del éxtasis que les provocan sus escritos. “Tu primer disco me salvó la vida”, suele ser efecto colateral de la discografía smithiana. El abrazo que le dio a Francisco hace tres días le provocó felicidad: “Prometí que vendría al Vaticano, esperando verlo”. Otros abrazos, a fines de los ‘60, le determinaron el sentido de su vida. Uno de ellos fue el que se prodigó largamente con Robert Mapplethorpe, su primer compañero. Creían el uno en la otra sin religiones más que el microcosmos de su propia magia. “Nos adorábamos; éramos felices.” Siempre vivió consagrada a algún hombre. Con su marido, Fred, hasta que murió, permanecieron retirados durante más de una década, amando en familia el budismo y los poetas beat. Madrina del punk, blasfema indecente, provocadora empedernida, rockstar malcriada, narcisista descarada, hoy les pone voz a clásicos del jazz como “I ain’t got nobody” (para la banda sonora de la serie Boardwalk Empire, en el estreno de su cuarta temporada, el 8 de septiembre), con igual énfasis que a las canciones dedicadas en el Parque de la Música de Roma a Francisco y a Juan Pablo I, sus preferidos. “Hay que descender tan profundamente dentro de uno para poder extraer algo que, forzosamente, uno se halla solo, no se puede hacer nada ante eso”, explicaba a Fevret en aquella entrevista. “Conocí momentos de satisfacción, pero creo que puedo ir más allá, alumbrar más adentro.” A la distancia, como en una estampita, Francisco sonríe. Parece decir: “Dejad que los punks se acerquen a mí”.
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