Vie 17.10.2003
las12

MEMORIA

El legado

› Por María Moreno

El tercer domingo de octubre, la palabra “madres” vuelve a replegarse en su clásica resonancia familiar. El resto del año, “Madres” recupera su sentido dominante en un país donde bajo esa figura se generó la crítica más persistente al terrorismo de Estado y sus efectos en la vida política y social. Pero “madres” en sus dos acepciones implica siempre la transmisión de un legado, algo que en el mismo acto de ser pasado no permanece idéntico y va más allá de la sangre y de la voluntad de los legadores. Toda agrupación en el ámbito de los derechos humanos, en principio organizada en torno a la búsqueda de verdad y justicia, fue poco a poco ampliando sus intereses de acuerdo con diversas identidades o causas en común. Como también fueron cambiando los modos de recordar las experiencias vividas bajo la represión. Si en un primer momento los relatos de los sobrevivientes se centraban en la incriminación y en los suplicios sufridos, a medida que pasaban los años, fuera de los juzgados y de la prensa amarilla, aparecen relatos en que éstos reconstruyen sus modos de resistencia, reinterpretando acontecimientos y dándoles sentido en una función elaboradora que excede y, al mismo tiempo, incluye el ámbito de la política. Ese infierno escrito por Manú Actis, Cristina Aldini, Liliana Gadella, Miriam Lewin y Elisa Tokar (sobrevivientes de la ESMA) y Pájaros sin luz de Noemí Ciollaro dan cuenta de esos relatos que rectifican, corrigen y matizan los anteriores. El segundo, donde se entrevista a mujeres de desaparecidos, abre el juego a otras experiencias de lucha ante el poder desaparecedor. En los dos libros la insistencia en la evocación de experiencias concretas y una mayor complejidad en las formas de pensarse en género femenino y la politización de la vida cotidiana aparecen en contrapunto a las versiones dominantes: la épica y la idealista.
Por la sangre cada hombre es original y, al mismo tiempo, sus moléculas –las de la hemoglobina, las de las enzimas y las de los grupos de glóbulos– se transmiten inmutables de generación en generación. La sangre pura y elocuente de John Donne es sobre todo elocuente. Un pinchazo devela al padre, descubre al asesino, pone en evidencia la mentira de un origen o lo restituye. Sus datos no son justos ni injustos. Para Menguele, la elocuencia de la sangre permitía decidir quiénes serían los salvados y quiénes los hundidos. Para las Abuelas de Plaza de Mayo es materia simbólica instaurada sobre el rasero biológico. En las Madres de Plaza de Mayo, en los H.I.J.O.S. y familiares de desaparecidos, la trama de reclamos se hizo sobre una politizada voz de la sangre. Esos lazos dejaron en un segundo plano a las que procedían de otras redes sanguíneas, las mujeres de los desaparecidos, aunque a menudo hubieran contribuido con sus moléculas a una descendencia común junto con los que ellas perdieron sin encontrar la tumba ni el nombre, es decir, fueran también madres. Las otras madres, las mujeres de desaparecidos, no estaban angelizadas por el tabú del incesto ni podían extorsionar al poder con lo que éste mismo difundía como valor más alto, el amor de la propia sangre hasta el sacrificio y sin que este poder lograra profetizar el uso fecundo que las Madres de Plaza de Mayo harían de ese valor; su existencia misma erotizaba el cuerpo de aquellos que buscaban, espiritualizado por el suplicio. En el canon de los derechos humanos, su pérdida era concebida como reponible y elaborable con el correr del tiempo. “Para usted no es fundamental la terapia, podrá volver a formar una pareja”, le respondió una psicóloga dederechos humanos a Noemí Ciollaro. En muchos casos, sus militantes favorecieron la exclusión de las mujeres de desaparecidos, quienes discutían que los reclamos, durante los primeros años de la democracia, se centraran en hacer invisible la militancia de los devenidos NN. Ellas no se nuclearon en un colectivo y sólo se hicieron visibles entre sí a través de su reclamo de la eximición para sus hijos del servicio militar obligatorio que hicieron a través de una solicitada firmada a través de esa denominación en la que delegaban su identidad: H.I.J.O.S. Eran madres en ausencia y esfinge, aunque madres efectivas, que en la semiclandestinidad llevaron adelante a los hijos en situaciones de riesgo y silencio. Paradójicamente, a menudo eran consideradas mujer de sin que esto determinara un territorio de reclamo específico sino de segunda, convirtiendo su rol en un acompañamiento de la militancia, aunque muchas de ellas hubieran tenido rangos mayores que sus compañeros o pertenecieran a diferentes grupos políticos. Todo esto se desprende de las voces que Noemí Ciollaro interroga en Pájaros sin luz y que abren un período en el que los que reclaman y diseñan la memoria no lo hacen a la manera de la sangre, mientras que los emparentados con las víctimas eligen las palabras que designan al familiar para nombrar al par político: “Todos los jóvenes son nuestros hijos”, dicen las Madres de Plaza de Mayo. Contra el relato de los ideales y de la incriminación, se encuentran otros elaborados en pequeños grupos fuera de los gabinetes psicológicos y de los juzgados. En Los chicos del exilio (Argentina 1975-1984), Diana Guelar, Vera Jarach y Beatriz Ruiz dan cuenta de las experiencias de los militantes secundarios de la década del ‘70 –la mayoría, alumnos de los colegios Nacional Buenos Aires y Carlos Pellegrini– con la intención de pasar la palabra a una generación que aspira contribuir a la memoria colectiva en sus propios términos sin ceder a la lógica que promueve hegemonías de suplicio y generalizaciones oscurecedoras al mismo tiempo que fragmenta y jerarquiza. Allí dan testimonio quienes vivieron el exilio en la edad en que el haber tomado las armas convivía con el deseo en armas, cuando aún los lazos con la familia eran fuertes. La mayoría de los testimoniantes no continuó en ese momento con su militancia, pero tramó su identidad adulta en el destape español. Si en el relato de las Madres de Plaza de Mayo son los hijos y las hijas perdidos los que demandan la salida a la lucha pública, y a menudo desde la condición de amas de casa, Los chicos del exilio diseña otra vertiente de madres: aquellas que habían elegido colegios donde los estudiantes tenían una tradición de lucha y que tal vez habían recibido los axiomas pedagógicos del psicoanálisis y de la psicología respirables en la ciudad hasta desde las páginas de la revista Primera Plana y donde la encrucijada funesta se tensó entre el deseo de no parecerse a los propios padres y respetar a sus hijos en su condición de sujetos autónomos. La diferencia de edades en el período de militancia en Los chicos del exilio, la prisión en la inédita recopilación de cartas de presas políticas realizada por Josefina Fernández, rompen tanto el modelo aglutinador como el de que haya jerarquías testimoniantes. Las identidades de sangre se suplantan por otras, exceden los marcos jurídicos y el de los derechos humanos, y proliferan las reuniones en donde se despliega una memoria ni tópica ni edificante. Películas como Flores de septiembre de Pablo Osores, Roberto Testa y Nicolás Wainszelbaum (documental sobre tres estudiantes desaparecidos en el colegio Carlos Pellegrini) y La otra Juvenilia (sobre las desapariciones en el Nacional Buenos Aires), libro de Santiago Garaño y Werner Pertot, dejan oír voces de testigos y parientes, pero sobre todo ponen un oído al testimonio menos comprometido por la cercanía de la tragedia que con la responsabilidad social de las nuevas generaciones. Es el legado de las Madres donde éste, lejos de adoptar la forma de un mandato donde no cabe la libertad, permite la apropiación fecunda y el juego entre lo común y lo diferente en familias políticas que incluyen tanto el duelo y la incriminación como el deseo y la fiesta.

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