VISTO Y LEíDO
Narración de un deseo que entrelaza el amor a la madre muerta y la admiración por esa mujer, en la primera novela de Julián López.
› Por Marisa Avigliano
Una muchacha muy bella
Julián López
Eterna Cadencia
Se quedó solo, se llevaron a su madre y su casa está rota, rota de verdad y de sentimiento también. Son los ’70. Sin embargo, no es ésta la primera escena de la novela porque quien narra, el nene que ya dejó de serlo, prefiere que veamos a su madre viva luciendo una pollera de tweed forrada en seda, fumando 43/70 o leyendo a James Frazer. Quizá por eso no dice “nunca más su voz nombró mi nombre junto a mí”, como recita el tango, sino que dice “mi madre era una muchacha muy bella” y lo repite y repite sin cansarse y sin presente, como si se perdiera en un espejo que sólo sabe reflejarla –ilusión real de cuentos infantiles– para develar sin restos psicoanalíticos la devoción amorosa de un hijo enamorado. No es un relato autobiográfico (López ya se encargó de aclararlo) es el relato de un deseo que busca sumarle al amor por una madre ya muerta la admiración por haber sido lo que había que ser. Si este nene arrastra una pena mayor que la pena de Aubrey de Vere y si se parece a otros es porque López supo crear una ficción nada mentirosa. Con una poética punzante y un carromato de agonías (inaugurado con la escena de los hermanitos en el Jardín Botánico perfumada con el suí jónesti de Avon) fue montando un catálogo de época donde las chauchas son citas bibliográficas y las marcas el mejor consuelo para la distancia.
“Cómo sigue la vida, como espuma en canaleta abierta” escribió Néstor Sánchez en Siberia Blues, anticipando quizás el burbujeo de evocación que Julián López construyó para su primera novela. Con memoria de hijo (menos densa que la miel, pero un poco más que el agua de las lágrimas) les saca chispas a los recuerdos setentistas que supo conseguir. “Sacó el puñado de billetes hechos un bollo y los devolvió a la lata. Del otro bolsillo sacó mi libreta de estampillas de la Caja Nacional de Ahorro y Seguro y también la devolvió a la lata. No había visto que se la había llevado y sentí una mezcla de indignación y pena pero no dije nada.”
No nombra todo, no dice todo y sin embargo parece que lo hubiera hecho, porque conocemos cada una de las cosas que la mirada de un nene no alcanza a ver. Será quizá porque sí lo escuchamos preguntarle a su mamá si los pobres son los que usan ropa de lana o si él puede tener otro nombre. “Parece que también quiere su nombre de guerra”, le dice subiendo al colectivo y casi al oído su madre al chofer que un rato antes le había guiñado un ojo y que ahora la mira pálido y sin respuesta.
Una madre sin nombre, basta su piel pálida, opaca, casi azulina, el modo en que el pelo le adorna la cara y su modo de irse y de llegar para saber que se está hablando de ella y una vecina (ella sí tiene nombre, se llama Elvira, tiene la casa enfundada en plástico o crochet, que para el caso es lo mismo, le da licor de peperina en secreto y los ayuda sin hacer preguntas) saben proteger y dar miedo. Son la dupla femenina que hace equilibrio en la patria de Titanes en el ring, en la de los actos escolares con canciones de Los Arroyeños y sobre todo en la patria de persianas bajas como escudo.
¿Qué hace este narrador preocupado por seguir siendo el hijo eterno de una madre que le arrancaron cuando era chico? Repite que era una muchacha muy bella y en esa repetición universaliza la ausencia y nombra o reclama lo que otros piden con otras palabras. Se copia como puede de los libros que no entiende del todo, de todos los libros, los que su mamá tenía en la mesa de luz y aquellos otros en los que nunca se aventurará. Palabra tras palabra repitiendo el don y la falta manteniendo un estado de alerta permanente, un lazo eterno, tan eterno como el hijo que quiere seguir siendo mientras el dolor alacraneo sale en busca de su araña.
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