RESCATES
Denise Esteban
1926 - 1986
› Por Marisa Avigliano
Las ilustraciones de Denise Esteban cortejan a las palabras, las tiñen de luz, les ofrecen un aire que con natural habilidad destila sombras cómplices y pliegues de vigilia en cualquier sueño. Por eso la íntima de los poetas era la elegida cuando de ediciones se trataba, por eso sus pinturas son estrofa nueva en los libros de René Char, Octavio Paz, Philippe Jaccottet y Eugène Guillevic. La pintora de las voces nació en Reims, estudió en la escuela de Artes Decorativas y en la de Bellas Artes de París, pero su formación amaneció cuando a mediados de los años sesenta descubrió a Giorgio Morandi (su Natura Morta de 1954 es un símbolo en La Dolce Vita de Fellini), los paisajes de Nicolas de Staël y la revelación expresionista de Arpád Szenes (matrimonio pictórico –y el otro también– con María Helena Vieira da Silva). Ahora la alumna celosa de Corot y Degas ampliaba las razones de su devoción representativa y buscaba compañía en las palabras que la subieran a un barco aunque sólo estuviera entre cuatro paredes, porque fácilmente las convertía en una curva arterial donde las frases hacían olas y los espejos, pizarras mágicas. Recuperando la tradición figurativa y la pintura sobre caballete, sus paisajes de Provenza y de Vandée eran un escrupuloso destello de la realidad y un círculo de poesía que Roger Munier llamó furtiva presencia en el ensayo que le dedicó, interesado en ese espacio visual donde “desde el fondo abismal de la abstracción, regresa una cualidad figurativa no sólo de objetos sino también paisajística y antropomórfica”.
Casada con Claude Esteban vivió con el poeta en una aldea en la isla de Yeu –cerca de la costa atlántica francesa, sobre el golfo de Vizcaya–. Una tarde de septiembre de 1986, mientras recorría el pueblo de piedra en su bicicleta, se cayó. El accidente le costó la vida. Murió en Nantes, muy cerca de la isla que la inspiraba. Miles de pasteles, pinturas al óleo, ilustraciones y dibujos estuvieron primero bajo la custodia de Claude (hasta que murió, en abril de 2006) y ahora en la de sus hermanos esperando una nueva retrospectiva. “Soy la sombra que arrojan mis palabras” escribió uno de sus poetas ilustrados mientras descubría la geometría oculta en los colores de Denise, en la tentación bella nunca empalagosa que hacía contrapunto con la composición decisiva y audaz derivada de Degas. ¿A qué belleza renunciaba Denise cuando sus colores enjuagados y sus tinieblas se detenían –como Ema, el desnudo de Gerhard Richter– en los escalones que revelaban en cada trazo la línea de su historia?
Los libros que Denise ilustró nos poseen de manera doble, podemos repetir de memoria los versos sueltos de los poetas –que con suerte guardamos como gusanitos en la cabeza–, escribirlos con la yema del dedo sobre un vidrio empañado, en papeles recortados o cantarlos en el baño pero también y sólo porque ella los dibujó, somos el papel secante que se quedó con alguno de los amarillos. Ahora versos y yuxtaposiciones hacen puente con las tinturas y juntos confunden niveles de imaginación con lo que se dijo recién y con lo que sigue porque cuando alguien abre la puerta de una habitación los colores de Denise Esteban muestran los rincones. Entonces, en la voracidad de la espera, la imagen se convierte en voz poética: “Flor de resurrección, uva de vida,/ señora de la flauta y del relámpago, /terraza del jazmín, sal en la herida,/ ramos de rosas para el fusilado. (“Piedra de sol”, Octavio Paz)
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