IN CORPORE
Las aguas de la depilación se están agitando al ritmo de un tsunami: al auge de la depilación definitiva y el modo “bebé” para el pubis de la dama, una contrapartida crece con Cameron Diaz al frente y las vidrieras de una de las marcas de ropa más importantes del mundo. Pero la policía capilar sigue dominando y pidiendo borrar casi toda marca de pelaje, no ahora sino desde que las egipcias se sacaban hasta las cejas hace 3000 años. Sobre qué es más higiénico o más sexy, los argumentos abundan a favor y en contra, y depilarse es una aventura que demanda valentía y corazón. Experiencias y referencias del tirón que más duele y que podría extinguirse o, por lo menos, quedar en desventaja.
› Por Flor Monfort
La madre tiene su ollita de pegote marrón. Cada tanto la apoya en la tostadora con la que se doran los panes de la mañana y de esa roca opaca consigue un elixir con el que se unta toda. Se retuerce como un trapo para alcanzar la parte de atrás del tobillo, entre otras destrezas, y allí va con su mágica varita de madera: tironcito y piel suave. El “dulce de leche” va a la ollita y se derrite nuevamente para volver a untarse en la cara, en el empeine y entre los cachetes de la cola, por nombrar algunos rincones.
Los rituales de la adultez desde lejos, o desde abajo de los tacos de la madre, se espían con admiración y fanatismo. Cuando toca vivirlos en carne propia poco queda de esa foto mental romántica y, en el caso de la depilación, la cera ya no es la lava deseada sino un drama de consistencia imposible y dolor asegurado (¿quien se animó a dar el tirón la primera vez con la firmeza que requiere?). Si no es la cera, es el método: que irrita la piel, que encarna los pelos, que no dura, que duele, que sangra, que hincha. Nada de imágenes dulces.
Hoy en día, que se usa photoshopear hasta la propia sombra, muchas ven en este ritual obligado un momento de paz y una costumbre que de tan ineludible se vuelve deseable. Algunas pocas reviven aquel legado cultural de la “casa de belleza”, un espacio donde las mujeres se iban a hacer las manos, limpieza de cutis, peluquería y depilación. Un momento de ocio. Otras plantan bandera y dicen que el 2014 es el año de los pelos al viento. Porque depilarse es ante todo una cosa que las mujeres hacemos en automático, porque “hay que hacerlo”, como una de las danzas de flirteo que le dedicamos a la puesta a punto de nuestro cuerpo como objeto de deseo, pero en cuanto entramos en contacto con la tragedia de ver salir un pelo atrás del otro, queremos huir de por vida del mandato de ser lampiñas. Repensamos su obligatoriedad y la infinidad de otros mandatos que desoímos pero la primera vez que sentimos las miradas como aguijones clavadas en nuestras axilas al natural, volvemos a repensar todo y hachamos la pelambre. O no, como veremos más adelante.
Vivir tan suaves como Dios nos trajo al mundo es complicado, para eso la pincita de depilar debería llevarse enganchada como la lapicera en la oreja del almacenero. Agazapada ante la salida del pelo nuevo, el inesperado, ese que sale como un loco, largo y negro, en el medio del mentón durante las vacaciones con un nuevo amor.
Duele, es ingrato y hasta humillante. Los métodos son pocos y tienen más contras que gracias, algunos son demasiado caros, nunca definitivos y nos ponen de cara (y piernas abiertas) a situaciones bizarras. Depilarse puede ser también un triunfo: el pendiente de cada mes que tachamos felices de la agenda mientras acariciamos el nuevo valle de piel suave y fresca. Todas las mujeres tenemos algo para decir, ya sea por acción o por omisión la depilación es un tema tan tórrido como un pubis sin rasurar.
Como en el sexo, esta nunca se olvida. Ya sea porque se hizo en casa, a la manera de mamá o hermana mayor, y se terminó sacando cera pegada del piso con un cuchillo, como si se visitó uno de esos locales especializados donde rigen las luces de tubo y los abanicos de paja. “El primer día que fui estaba desesperada por sacarme los pelos de los brazos y de la espalda, nada más. Estaba en sexto grado y los tenía negros y largos. Se burlaron de mí toda la vida entonces, en cuanto mi mamá me dejó, fui a la depiladora del barrio. Ella me dijo que de ahí a la eternidad, si me los sacaba una vez debería ser para siempre o me crecerían mas duros todavía”, dice Mariana Muchnik abriendo el mapa de los mitos depilatorios: que si te los sacás con cera con el tiempo se debilitan y crecen menos porque se extirpan de raíz (¿cuántos años son suficientes? ¿Los que nos llevan a la tumba?), que si te pasás la maquinita pronto vas a tener barba dura en vez de pelos (crecen más duros, es verdad, pero nunca como una barba), que si te hacés la definitiva, te salvás (y lo cierto es que al poco tiempo, los pelos vuelven a salir), que duele la primera vez y después nunca más (el mito más cruel y falaz de todos). “Lo que no sabía era que esas dos partes, al menos entonces, eran de las más caras. “‘Por el grado de dificultad’, me dijo la depiladora revolviendo la sopa esa hirviendo.” Para Catalina Galán, fotógrafa, el trauma de la primera vez incluyó un cacho de cera tirada en el cubículo en el que esperó su turno. Allí estaba, como una virulana vieja, el pedazo de ¿piel? llena de pelos tan largos que parecía un trabajo de peletería más que una depilación. “Me quedé tan traumada que dije ‘no pueden ser pelos’ pero sí eran: pelos de una que se había dejado convencer y de tupida pasó a bebé.” Porque el trabajito fino de convencer a la clienta parece ser un talento innato de la depiladora promedio. Todas coincidimos: ellas siempre quieren un poquito más. A la exigencia de respetar ese extraño mapa del cuerpo que segmenta el rubro como si nuestra especie fuera digna de una carnicería (tira de cola, tira de ano, bozo simple, bozo compuesto, medio cavado, cavado completo, etc.), las depiladoras insisten en que sin pelos la vida (pero sobre todo el sexo) es mejor. Se convierten en policías capilares al acecho de nuevas conquistas: una fila más de hirsutos para barrer te deja mejor posicionada frente a la dama. “Te chamuyan con eso de que es más higiénico pero yo me siento desprotegida sin mis pelos púbicos”, dice Claudia M. y jura que su depiladora tiene un pelo erecto en la mejilla desde que la conoce, hace unos 15 años. “No era solo la charla con ella, que te ponía un palito en la bikini apenas te acostabas por más que ni quisieras que te haga el cavado. La conversación de la de al lado siempre era atractiva de escuchar. Ahora me depilo en casa pero me acuerdo de todo el folklore depilatorio con mucho cariño y bastante horror.”
La depilación con cera tiene además cierto carácter irreversible: una vez que se ha avanzado con la lava, poco se puede hacer por volver atrás. Aunque ensayemos formas de ponerle límites a la especialista de turno, ellas tienen el poder. Hasta cuando prenden el ventilador para secar más rápido, son capaces de ponerse a mandar mensajes de texto, en un prolijo ritual de sadismo, sobre todo si estamos de espaldas y con los cachetes de la cola al viento, algo que merece un capítulo aparte.
Pero de primeras veces está hecha la memoria: la que aterrizó en la guardia porque no se animó a sacarla y se la terminaron picando como si fuera hielo seco, la que se pasó la maquinita del padre por la cara para barrer el bigote incipiente, la que de tanto miedo a la cera se pasó un verano sacándose uno a uno los pelos con la pinza, la que hizo una alergia a la crema depilatoria pero le dio tanta vergüenza contarlo en su casa que inventó una alergia a los mariscos...
Volviendo a la tira de cola, su anecdotario incluye una curiosa dimensión del tiempo: esa que ocurre entre que se aplica y se saca la cera. Porque si bien esta es una problemática que se da con todas las zonas del cuerpo, digamos que con las otras seríamos capaces de sacarla por nuestra propia cuenta, pero ¿qué pasa si un asalto armado irrumpe en el salón de belleza cuando yacemos de espaldas agarrándonos fuerte los cachetes para mantener la zona despejada? ¿Qué pasa si un incendio impulsa a la señora depiladora a saltar por la ventana antes de dar el tirón? ¿Cómo saltamos nosotras? ¿Con los cachetes literalmente pegados? ¿Con el agujero anal eternamente cerrado? El horror, y no tiene respuesta.
Si se zafa de la mirada ajena, también se puede vivir con pelos. Porque sentirse depilada con el rigor que pide la moda puede ser un placer o una obligación difícil de sostener en el tiempo. La periodista inglesa Emer O’Toole viene agitando por el matorral: el 19 de enero publicó un artículo en The Guardian donde termina de dar forma a un proceso que empezó hace dos años, cuando decidió hacer un experimento de 18 meses, que incluía dejar todo método depilatorio. Animada por esa imagen de Julia Roberts que recorrió el mundo donde se la podía ver saludando en la alfombra roja con un profuso puercoespín negro en sus axilas, a O’Toole le crecieron más que a Roberts, tanto que la invitaron a programas varios de la televisión local para dar cuenta de su nueva vida. Arreglada y bella como es, llamaba la atención ver esa espesa selva bajo sus brazos y en sus piernas pero solo por falta de costumbre: después de un rato resultaba tan atractiva como si no los tuviera... ¿o más? Algo podría faltarle a la máxima de “el hombre cuanto más bello más peludo”, o la conclusión es que todo es cuestión de costumbre y tendencia, porque ni las eminencias respaldan ese circulante de que la depilación favorece el sexo y la higiene. Para la ginecóloga Gabriela Luchetti “depilarse no es ni más ni menos saludable y en todo caso tiene algunos riesgos, según el método usado y la persona, hay reportes (casuales) de infecciones. En cuanto a lo ginecológico específico no hay aumento de vaginitis u otros problemas con la depilación total del área genital. La depilación es inocua para la salud en general o ginecológica. Las complicaciones son raras y en personas predispuestas pero no hacerlo tampoco favorece las infecciones o el mal olor”. Volviendo a O’Toole, ella contó entonces que pensó que hábitos como ir a nadar se verían afectados por su cuerpo cubierto de pelos, pero que eso no ocurrió. Como tampoco oler peor o perder amantes. A los dedos señaladores de la calle no les dio demasiada importancia y hacerlo en cambio le inspiró la arenga: “Usted está haciendo un trabajo necesario e importante de desafiar las estúpidas y arbitrarias diferencias de género. Y cuando llegue al cielo feminista Judith Butler y Simone de Beauvoir la estarán esperando con champagne, un pollo asado, Bikini Kill y todo el elenco de Monty Python. ¿Quiere perder esa oportunidad?”. Excitada además por las declaraciones de la actriz Cameron Diaz, quien dijo que no quiere depilarse porque “los vellos púbicos están ahí por una razón, tal y como está la nariz en el medio de la cara”, O’Toole se despacha a sus anchas porque las mujeres vivamos con pelos, a contramano del genital ultradepilado de la pornografía y la dictadura de las revistas de moda. Las vidrieras de la marca de indumentaria American Apparel acompañan la movida con los maniquíes producidos y espigados de siempre, pero con un buen material velloso en los costados del bikini.
Desde la playa, la artista Alejandra Fenocchio dice gozar de la no depilación sobaquera, pero denuncia haber sido víctima de un atropello, que pone en evidencia que para las más jóvenes, usuarias fervientes de las redes sociales y la instantánea permanente, depilarse sigue siendo la ley. “Ayer mi preciosa hija adolescente apareció mientras, extendida cual recién degollada estaba yo, tomando apetecible sol tirada en la arena. Sacó de su bolso unas tiritas depilatorias y con eficacia y un poco de retobe de mi parte me extirpó los hermosos vellos que habitaban mis floridas axilas. Hoy los extraño, estuvieron conmigo toda mi vida y fueron víctimas de un atropello estético”, denuncia y jura que los va a dejar crecer de nuevo para no volver a perderlos jamás.
Perder el hábito de la depilación implicaría dejar atrás el frondoso anecdotario al respecto. Si por alguna razón, los deseos de O’Toole se vuelven moda, desearíamos dejar constancia de la cantidad de cuentos e historias al respecto de sacarse los pelos del cuerpo.
El espacio depilatorio tiene mucho de confesional. Hay algo en sacarse la ropa y entregarse al ritual que ofrece mucha más intimidad que la peluquería y confesiones más fuertes que el diván. Basta volver a vestirse y no volver más para evitar hacerse cargo. Recordar que la pose corporal beneficia el desquite, de un lado y del otro.
Parece que lo más común es decir “estoy hecha un desastre” para justificar el bosque tupido, pero las especialistas han visto selvas con flora, fauna y ecosistema propio. “Nena, vos no te imaginás las cosas que yo veo acá. Hace poco una mujer vino a hacerse la tira de cola y, cuando se dio vuelta, le salió de adentro una mosca”, cuenta la escritora Majo Moirón. Esta misma cronista escuchó cómo dos amigas alababan las bondades de quedar lisas como pista de patinaje sobre hielo pero alertándose sobre la dirección del chorro de pis, “ojo que los pelos funcionan como guías del meo y sale derechito porque los pelos están ahí. Cuando te los sacás te sale el chorro para todos lados”, explicaba una a la otra. Más cerca de la proctología que de un ritual de belleza, Elena M. traductora, jura que se le heló la sangre cuando le untaron todo el terreno anal con cera caliente; “nada de esquivar el orificio, esta depiladora me tapó todo sin preguntarme, como si me hubiera visto pelos hasta en las hemorroides”, reclama. Del lado de las que eligen los métodos permanentes, que se venden bajo el rótulo de definitivos pero no lo son, todas coinciden en el consentimiento informado como un momento de terror: “Casi me voy del local cuando leí las cláusulas. Es un contrato de venta de tu alma, donde dice que la empresa no se hace cargo de cualquier reacción adversa, error humano, de si te queman, de si no te gusta como te queda, de si te vuelven a salir a los cinco minutos... También hay un punto en el que te comprometés a dejarlos filmarte o sacarte fotos en caso de que quieran documentar cómo te resultó el tratamiento. Da miedito”, dice la periodista Dolores C., quien igual se sometió a las sesiones y también denuncia cierto tufillo a quemado mientras duró su suerte. Ahora dice gozar de los beneficios.
Pero no todos son recuerdos pálidos. Hay quienes gozan del tirón, lo viven como un mimo necesario sin trauma ni dolor, se excitan viendo su imagen en el espejo como si fueran nenas de 8 y disfrutan el momento en que el ingrato vello sale de su cuerpo. Para la psicóloga Marina G. acostarse en la camilla es un relax mensual, tanto que segmenta las visitas a la depiladora para disfrutar más. “Un día voy por las axilas, otro por el cavado y así termino yendo cada dos semanas. Mi preferida es la tira de cola: no sólo no duele nada sino que mi depiladora termina de sacarme los restitos de cera con la mano. Sus uñas largas me hacen unas cosquillas exquisitas.” A Romina B. le gusta terminar de sacarse los encarnados en la ducha, baños de inmersión eternos donde espera que los poros se abran para sacar el pelo fallido. “Es un microorgasmo ver salir el pelito y su grasita correspondiente”. Y todas coinciden en que el final del juego, cuando te ponen alcohol y crema es breve pero paradisíaco.
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