Vie 24.01.2014
las12

RESCATES

Minera del agua

Umiko Inoue
1898-1981

› Por Marisa Avigliano

Aire en los pulmones, mucho aire para que la profundidad del mar no la aturda ni mitigue su destreza. Umiko aprendió a bucear mirando a su madre –era una bebé que la comunidad cuidaba en la orilla mientras pescaba y era una nena cuando se quedaba en el bote viendo cómo su mamá se perdía por unos minutos debajo del agua– y fue una de las últimas mujeres Ama (“mujer del mar”) que mantuvo la tradición de aquellas pescadoras de perlas que nacieron hace dos mil años –y que aparecen en ilustraciones, estampados y poemas– a lo largo de la costa japonesa. Las habían elegido porque aseguraban que las mujeres tenían una capa extra de grasa que las aislaba del frío durante los largos períodos en inmersión y porque eran capaces de contener la respiración más tiempo que los hombres. Otras historias aseguran que ellas se quedaron pescando en la orilla cuando los hombres se echaron al mar “lleno de urgencias masculinas”, como dice el poeta Lugones, en mejores barcos de pesca.

Como si su cuerpo fuera el corazón de un grabado atávico, Umiko decía que ella era un buzo libre y que se había ganado la vida sin tanques de oxígeno. La apnea como traje, un fundoshi (taparrabos de algodón) y un tenugui (pañuelo en la cabeza que guardaba amuletos contra los espíritus malos) completaban un vestuario que incluía anteojos, un cinturón con lastre y una espátula afilada (kaigane). A los trece años, Umiko, que guardaba la palabra mar en su nombre, ya tocaba el agua cinco metros abajo y apalancaba al abulón que se obstinaba entre las rocas. Era una minera (como los nenes del Potosí fundidos en la oquedad descubriendo para otros la veta dorada), una minera del agua. Se crió entre mujeres, libre de deberes familiares y sociales, con riesgo certero, latente y sin perlas ni en las orejas ni en el cuello, claro, pero sin una ración diaria de dependencia, muy habitual en la vida de las mujeres de su época y de su pueblo. Las obligaciones de Umiko eran descubrir los secretos del arrecife y los de su propia técnica de respiración para que su impulso hacia el fondo del océano le permitiera arrancar la perla de la ostra. La imagen de encontrarla y llegar hasta ella la hacía resplandecer mientras su mirada la limaba delineándola hasta la desesperación, su espalda náutica nadaba un crawl privado y propio y sus dedos mordían el agua como lo hacen los peces de fondo.

El cuerpo semidesnudo de estas sirenas obreras, Inove sabía que sólo se encuentran líneas curvas en la naturaleza, seduce a fotógrafos (Yoshiyuki Iwase entre ellos), a turistas insaciables que pagan clichés de exotismo filmando puestas en escena submarinas ahora que la pesca se ha modernizado y la danza húmeda de las Amas anuncia su extinción (ya casi no hay mujeres jóvenes pescando, las más chicas del grupo tienen cincuenta años), a escritores y también al siempre glamoroso James Bond cuando en Sólo se vive dos veces se enamora de Kissy Suzuki, una chica Ama. A fines de la década del ’70, la eterna pescadora Inoue, la mujer de la aldea que había vivido más tiempo en el agua del océano Pacífico que en la tierra de su isla, se sumergía casi a diario –entre algas, erizos de mar y pulpos– con una amiga de la infancia que había perdido la audición a causa del abismo acuático. Murió en 1981 durante una inmersión, tenía 83 años.

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