DEBATES
Las categorías “hombre” y “mujer” se pueden considerar insuficientes, obsoletas o propias de un sistema disciplinador de las identidades. Se puede creer también que describen la forma “natural” en que la población del mundo se divide o el modo en que dios creo al ser humano. Sin embargo hay poco espacio para creer o descreer que ser “hombre” implica ciertos privilegios que se restan a las mujeres: el sexismo existe. ¿Y el cisexismo? También: vivimos en una cultura en la que ser o parecer trans tiene consecuencias materiales y simbólicas inmediatas. Sobre todo una: valer menos que las personas cis, es decir, hombres y mujeres que no son trans. ¿Hay jerarquías más tolerables que otras?
› Por Mauro Cabral
Es así, ¿viste? Los sexos son dos o son muchos, son una verdad natural o una construcción social, un designio de un dios o más dioses, una ficción regulativa o una economía farmacopornográfica. Los sexos pueden hasta no existir y, sin embargo, nadie duda de la existencia del sexismo.
Sin importar qué tan reales o ficticias sean las categorías de hombre y mujer, nadie duda de que vivimos en una cultura donde ser identificado como hombre implica privilegios que no comporta ser identificada como mujer. Lo mismo, exactamente lo mismo, pasa con el cisexismo: sin importar quién seas o cómo te identifiques, vivimos en una cultura en la que ser o parecer trans tiene consecuencias materiales y simbólicas inmediatas. Sobre todo, una: valer menos que las personas cis, es decir, de aquellas que no son trans.
Tal vez no creas que tu compromiso con el desmantelamiento del cisexismo requiera usar la palabra cis para nombrarte –y, por supuesto, estás en todo tu derecho de no usarla–. A muchos hombres comprometidos también les cuesta usar la palabra “hombre” para nombrarse porque los horroriza el rol de los hombres en la reproducción del sexismo. Otros, en cambio, prefieren identificarse como hombres porque eso les permite, precisamente, contribuir a desarmar la asociación entre la masculinidad y el sexismo. Unos y otros saben, sin embargo, que existen privilegios inherentes a ser identificados social y legalmente como hombres de los que no pueden deshacerse, simplemente, sacándose el nombre del cuerpo. El sexismo es así –y el cisexismo también–.
Hay que reconocerlo: a nadie le gusta ser identificad* por otr*s, sobre todo cuando esa identificación nos localiza en un sistema jerárquico. Sin embargo, precisamente porque la identificación viene a dar cuenta de jerarquías y desigualdades es que vale la pena explorar la experiencia del rechazo. La palabra cis ¿molesta porque califica, molesta porque clasifica a quienes se suponen libres de clasificaciones, o molesta porque proviene del léxico de quienes hemos sido, desde siempre, l*s desclasificad*s? Nunca leí a nadie quejarse de la distinción entre hombres y mujeres y personas trans –a nadie que no fuera trans–. ¿Por qué, de pronto, la queja? ¿Por qué cuesta tanto compartir con nosotr*s el derecho edénico a nombrar a los seres y las cosas?
Tod*s sabemos (o creemos saber) cómo es el mundo y cuál es el lugar que ocupamos, pero no por eso resulta más fácil que ese lugar esté, de pronto, marcado, señalado, rotulado. Es por eso que decir “estoy en contra del racismo” es más fácil, mucho más fácil, que admitir que alguien (nos) señale “sos blanc*”, y el goce evidente de privilegios raciales. A ningún* de nosotr*s, campeon*s de las grandes causas, nos gusta que nos pongan en nuestro lugar, porque, entre otras cosas, nuestra ideología grita que ese lugar no es, no puede ser el nuestro: ¿a quién de nosotr*s le gusta que le recuerden que tiene el privilegio de caminar, el privilegio de ver, el privilegio de estudiar o de trabajar, el privilegio de ser desead* por otr*s, el privilegio de estar san* cuando otr*s están enferm*s? ¿Quién de nosotr*s puede resistirse a la tentación de identificarse a un tiempo con todas las opresiones sabiendo que al final del día nos vamos a dormir sin que ninguna nos toque? ¿Hay acaso algo más reconfortante que encarnar un alma bella, un corazón que late al compás de todo lo precario y de todo lo excluido? Nada. Y, sin embargo, hay algo poderoso y transformador en animarse a encarnar lenguajes minoritarios, esos que dan cuenta de las relaciones de poder que nos atraviesan, nos distinguen y jerarquizan. Esos lenguajes, imperfectos e injustos como todos, dan cuenta, como pueden, de estados del mundo –de los que, de tal o cual manera, somos parte desigual y necesaria–.
La distinción trans/cis es uno de esos lenguajes. Opera distinguiendo dos modos posibles de existencia entre otros (por ejemplo, intersex), y el modo diferencial en el que se articulan en economías de privilegio. Del mismo modo en el que identificarte o ser identificado como hombre no te convierte en cómplice inmediato del patriarcado, ser cis o ser llamad* cis no te convierte en cómplice automático del cisexismo, pero, al igual que ocurre con “hombre”, “cis” es un llamado a desmontar los privilegios que le vienen asociados a un modo particular de existencia.
De la misma manera, siempre es posible decir “no soy hombre” o “no soy cis” como modo de rehusar la participación en esas economías, pero, no te olvides, las relaciones de poder operan no sólo cuando no nos damos cuenta, sino también, y sobre todo, cuando nos rehusamos a darnos cuenta y las declaramos inexistentes. Algo de ese gesto se reproduce cada vez que el compromiso con las cuestiones trans se articula en la expresión “tod*s somos trans” –la misma que da por cancelada las diferencias abismales que distinguen nuestras experiencias–. El problema de esa cancelación no es, como podría pensarse, un mundo sin diferencias –donde todos seamos “personas”– sino la continuación de un mundo donde esas diferencias siguen articuladas como indiferencia. Podés creerme o no, pero la verdad es que el cisexismo no deja de existir cada vez que una persona cis con las mejores intenciones, la actitud más progre, el ánimo más solidario, el mejor modelito de la fiesta o la voz más potente declara: “Yo también soy trans”. Lo que necesitamos, con urgencia, es más gente que se atreva a declarar “yo también soy cis” –y que podamos, entre tod*s, enfrentar las violencias que nos tocan por igual o desigual–.
Mientras tanto, en definitiva: importa poco, la verdad, cómo te identifiques –si lo tuyo es el “soy persona” o “ser humano”, hombre o mujer, “tod*s somos trans”, si te gusta la palabra cis o si te ofende y preferís no usarla–. Lo que realmente importa es lo que estás haciendo vos, te nombres como te nombres, en la lucha cuerpo a cuerpo por desmantelar el cisexismo.
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