HOMENAJE > PEPA GAITáN 1982-2010
› Por Marta Dillon
“¿Qué les pasa?, ¿nunca vieron a una mujer macho? ¡Déjennos de joder!” Graciela Vázquez tuvo que agacharse desde el asiento del acompañante para mirar de frente al policía que tenía el registro de conducir de su hija y lo observaba como quien descubre un incipiente bulto que será la quinta pata del gato. Pepa no registraba. Mandaba mensajitos por celular, aseguraba la rotación de la noche entre la casa de una de sus ex, Norma Yáñez, para ver al muchachito que cuidaba como a su hijo y el boliche de “ambiente” donde le gustaba ir con su hermana, la Lore, con la única condición de que jamás, en ningún caso, le dijera en público cómo le decían en su casa.
¿Así que Natalia Gaitán?
¿Qué sos, ciego, no le ves el tatuaje? La madre seguía contestando. Pepa, nada. Tal vez se le tensara la carótida, tal vez latiera el símbolo chino que tenía en el cuello convocando a la paciencia que recomiendan las artes marciales. Recogió el documento que le devolvían, puso primera y le pidió a su madre que no se calentara, ¿para qué? Pero la madre no podía evitarlo, no toleraba que toquen a su prole, menos a su Pepa. Si hasta le había propuesto a una psicóloga que la atendió a los trece, después de un intento de suicidio, que se meta su matrícula en alguna zona cubierta pero que se deje de joder con su hija. Porque ella ya se había dado cuenta, antes de enfrentarse a la psicóloga lo había hecho con su marido: “¿Sabés qué, José? La Nati es un varón”. Y aunque él no lo aceptara del todo, aunque sufriera porque pensaba que así no se podía vivir, la madre le puso un punto a la discusión y dijo que Pepa iba a ser como quería y listo. Y a los hermanos que una vez la fajaron, la primera vez que la vieron besándose con una chica, los puso en vereda rapidito. En esa casa todo el mundo tiene derecho a hacer lo que quiere mientras no lastime a nadie, y los únicos que retan son mamá y papá.
Pepa adoraba a su padre, que se murió muy rápido, lo suficiente como para no ver, no escuchar cómo el barrio se quebró en un aullido el día en que un tipo le disparó a quemarropa una bala de perdigones que se desparramaron por su pecho. En la moto en duro que montaba estaba escrito su nombre, José, y un escudo del club de sus amores, Belgrano de Córdoba, que la alojaba en la popular cada vez que había partido y donde se hizo un minuto de silencio después de su asesinato en honor a esa presencia maciza y regordeta iluminada siempre por una sonrisa canchera. El Chori, la Pepa, el Gordo, así la conocían y así quería ser reconocido. En masculino, aunque no todo el mundo escuchara su deseo y a su familia le permitiera incluso que la llamaran con el diminutivo de su nombre legal. La Pepa estaba bien, no podía cuestionar el artículo, si así era como le decían a Reinaldi, uno de los once de Belgrano.
Si se les pregunta a las amigas cómo se reconocía a la Pepa, alguna dirá que “como el Gordo”, otra dirá “lesbiana”, pero enseguida la ataca la risa porque lesbiana no es una palabra que se use en el “ambiente”, como dice Fabiola, “se supone, no lo andás diciendo”, como tampoco hace falta explicar demasiado de qué se trata ese ambiente. No eran los lugares que más le gustaban a la Pepa, pero eran los que le quedaban más allá de su barrio Parque Liceo, en los suburbios de la ciudad de Córdoba, ahí donde el asfalto se pierde y se puede bailar en la calle levantando polvo con el cuarteto que sale de cualquier casa y tomar cerveza del pico. Con la Lore les gustaba cuartetear, les gustaba ir a ver a la Mona y a alguna otra banda también. Pero les pegaban mucho, cuenta Lore. Una vez le pegaron tan fuerte en los pechos a su hermana que ella saltó a defenderla y la policía las terminó sacando a ellas de la pista. Así que elegían los lugares protegidos, donde no había nada que decir y se podía bajar de la moto, tirar de la entrepierna del pantalón hacia abajo como acomodándose y despertar suspiros entre las chichis que la adoraban, que quedaban amigas del alma después de terminada la relación, con la Pepa y entre ellas, y que lloraron un mar en la provincia mediterránea cuando el cortejo fúnebre dejó el barrio precedido por una decena de motos, más de una decena, dirá Norma, no sabe cuántas eran pero eran muchas, rugían, decían: ésta era La Pepa, le gustaban las motos y pelear en el “vale todo”, andaba con nosotras que tampoco andamos con puntillas.
Dicen que el tipo que la mató, Daniel Torres, la pareja de la madre de su última novia, con la que tenía cientos de planes a futuro, quiso ocultar el arma y escaparse después del disparo mortal, pero fue el barrio el que no lo dejó, lo buscó y lo obligó a entregarse. Dayana, su novia, no era la única enamorada de la Pepa, también su madre, la pareja de Torres, soñaba con un romance con ella y que por eso el tipo se sintió doblemente amenazado, porque Pepa había puesto en cuestión su lugar de hombre de la casa. Y si se escucha a las amigas de la Pepa, ellas dirán que la mató porque “no se atrevió a agarrarse a piñas con ella y salir perdiendo, por eso tuvo que buscar un arma”. “Las chicas más masculinas siempre la pasan mal –dice Norma Yáñez–, porque nunca tienen trabajo, porque es como si los varones les tuvieran... no sé si miedo, pero sí bronca. Es como si sintieran que les están robando algo, desde las chicas hasta su lugar de hombres.” En el juicio que terminó con una condena a Torres a 14 años de prisión, ese juicio en el que la defensa insistió en preguntar una y otra vez a los y las testigos si la Pepa daba miedo, su hermano mayor, Mauricio, declaró: “Siempre fueron los hombres en el barrio los que la insultaban y la trataban de machona. Porque además, como ella era tan entradora, tenía su levante y eso era como que molestaba más, como que no tenía derecho a eso”.
A pesar del alegato de Natalia Millisenda, que construyó con la ayuda de algunos militantes y amigos, en la condena no quedó plasmado el hecho de que se trató de un crimen de odio. Los diarios de Córdoba hablaron entonces de una “riña que terminó en homicidio”, ignorando que no medió ni una palabra entre Torres y la Pepa, ningún contacto más que el de la bala con su cuerpo. Pero más allá de la verdad jurídica su historia habla y dice que la mataron por ser quien era. Por lesbiana o por chongo, por lesbiana masculina, por visible, por hacerse llamar el Gordo, el Chori o Pepa, en masculino, sí, invadiendo el territorio de quien se creyó habilitado a terminar con ella. A Pepa Gaitán le dispararon por ser quien era, y de eso y no de otra cosa se trata un crimen de odio. Un crimen que se cobra una víctima pero que envía un mensaje más allá de esa sangre derramada y les habla a todos y a cada uno de los que no se cuadran bisbeando al oído la advertencia: cuidado, cuidado, no todas las formas de estar en el mundo tienen la misma jerarquía y algunas son más prescindibles que otras.
Nadie les pide permiso; desde los márgenes, sordos ruidos oír se dejan.
4ta Jornada de Visibilidad Lésbica Pepa Gaitán, desde las 17 y hasta la 0, Plaza de los Dos Congresos.
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