PERFILES > CAMILA VALLEJO
› Por Luciana Peker
Fue el rostro, la voz, el cuerpo puesto en el reclamo estudiantil que levantó, en 2011, al Chile domado por años de aceptar que la educación había que pagarla y que el futuro era una hipoteca. No pasó tanto tiempo. Ella creció con sus marcas generacionales a cuestas –un piercing en la nariz que no hace tono con el edificio añejo del Congreso– y su reclamo de un país con más justicia. Así llegó Camila Vallejo, el 11 de septiembre de 2014, más temprano que tarde, a la asunción de su puesto como diputada y a la toma del mando de otra mujer, Michelle Bachelet, a la presidencia de Chile.
Fue un hito que Michelle asumiera por segunda vez su mandato como jefa de Estado –después de ser la primera líder al frente de ONU Mujeres– y que estuviera acompañada de Dilma Rousseff y Cristina Fernández, en una foto que unió a las tres mandatarias sudamericanas. Ellas son el emblema de la llegada al poder de las mujeres. ¿Pero qué pasa con las jóvenes, con aquellas a las que la maternidad les cruza el cuerpo? ¿Qué pasa cuando la maternidad y la política no son parte de un equilibrio maniobrable, siempre con demandas infinitas –incluso como abuelas–, sino una urgencia que taja la agenda diaria? Y pasa, cuando se da la madre de todas las batallas, lo que pasó con Camila Vallejos: fue a la asunción presidencial con su bebita a cuestas.
Adela nació el 6 de octubre de 2013, con 3,355 kilos, a sólo 42 días de las elecciones de noviembre. Camila había hecho campaña embarazada. Y muchos creían, incluso tenía que aclararlo en las notas periodísticas, que se trataba de un embarazo por sorpresa. Ella tuvo que anoticiar que podía buscar a su hija y también un lugar de mayor decisión política. Por eso remarcó: “Estar embarazada es coherente con lo que creo”. Incluso su padre, Reinaldo Vallejo, descalificó a quienes pretendieron sacarla de la contienda electoral por estar embarazada con una frase tajante: “Me parece de un machismo cavernario”.
Camila superó ese machismo. Llegó a la Cámara de Diputados y no llegó sola. “Vine con mi bebé y mi familia porque este momento es importante”, declaró. Aunque, más allá de lo que dijo, lo importante es lo que mostró. Su pelo castaño se entremezcló con la tela bordó de su guagüita que hacía de su espalda y su pecho un solo nido para su hijita que, en las distintas fotos, se la veía poniendo su mano abierta sobre su mamá o durmiendo con un chupete amarillo mientras el presidente de Ecuador, Rafael Correa, la acariciaba.
Ya el diario norteamericano The Wall Street Journal había nombrado despectivamente a Camila, el 1º de mayo de 2012, como un “bebé de pañal rojo” por su militancia juvenil y comunista. Casi dos años después, apenas un tono más arriba, Camila redobló la apuesta y fue con pañales y entrelazada –en un sinfín bordó– con su hija.
Una pequeña y nueva gran revolución en el ceremonial político. Pero su primera vez y las razones de su surgimiento como líder fueron descriptas por el escritor chileno Pedro Lemebel, en su crónica “Compañera Camila”, del libro Háblame de amores, publicado en Argentina, por Editorial Seix Barral en el 2013: “Tal vez el verdadero mérito del desate estudiantil que ha remecido el reinado piñerín lo tiene la bella Camila, la roja Camila, la dulce y aguda dirigente a quien le apesta que la piropeen los periodistas simplones que tratan de frivolizar sus declaraciones políticas”. Y sigue: “Quizás a Camila le ha tocado muy duro por ser mujer, joven, inteligente y además hermosa. Tal vez, ha recibido consejos de no ser tan protagónica. “Es mal visto en la izquierda que una mujer sea tan visible.” (¿Y por qué no?) Quizá le dicen que “debe dar un paso al lado y permitir que sus compañeros opinen y ocupen la pantalla”. Y ellos lo hacen bien, son precisos y muy claros en sus discursos, pero no tienen la luminosidad de Camila, que hizo brotar la revuelta estudiantil con su impertinente primavera”.
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