COSAS VEREDES
La nueva moda del aftersex selfie sigue sumando adeptos. ¿Mero gesto anecdótico o turbadora sintomatología de los nuevos tiempos?
› Por Guadalupe Treibel
Como en cualquier tópico digno de análisis, cuando de redes sociales se trata, las veredas están enfrentadas. Nada nuevo bajo el sol: para variopintos expertos, ejemplares como Instagram, Facebook, Twitter –como emergente de aldea global– son la gloria democratizante; para otros, un demonio que acentúa soledades y aislamiento. Están los que aseguran que es una oportunidad para engordar las relaciones sociales; otros, una simple posibilidad de engordar vanidades ya demasiado saludables. Sea como fuere, la tecnolatría es trending topic, las masas curiosas comparten intereses viralizados, la Big Data continúa explotando, cada uno tunea (y habita) su propio escaparate, aparecer es ser y la única habitación del pánico posible –afirman por allí– pareciera ser la desconexión. No extraña, entonces, que la bestia mute y su última manifestación sea la indiscreción erótica. Indiscreción que haría ruborizar al sexting o las opiniones subidas de tono. Porque, oh, sí: los millenials han ido más a fondo y, embriagados por la aparente transparencia, han instaurado una nueva tendencia.
“Sacarse una autofoto o selfie después de haber tenido sexo es posiblemente el nuevo cigarrillo poscoital. A menos, claro, que lo sea chequear tu celular para ver qué te perdiste mientras estabas... ocupado/a”, chichonea la revista norteamericana Time al dar cuenta de una nueva moda en redes sociales (en Instagram, más precisamente): la #AfterSex selfie. Tal como su nombre indica (y, a decir verdad, no deja nada librado a la imaginación), el asunto involucra a personas de ambos sexos, jóvenes en su contundente mayoría, que apenas han finiquitado el asunto carnal toman su teléfono y se autorretratan con cara de dicha plena o relax absoluto.
Colmo del exhibicionismo extremo, dispuesto a ceder uno de los últimos espacios de privacidad vigentes (léase, la cama), el nuevo hype de la web parece llevar la sintomatología de la “selfitis” (sí, es una palabra e indica la obsesión alrededor de las autofotos, quién las mira, cuántos les da el visto bueno, etcétera) aún más lejos. A tal punto que la noticia recorrió el planeta entero –a pesar de que la tendencia esté en boga fundamentalmente en Estados Unidos– y prácticamente ningún medio se perdió la oportunidad de horrorizarse al referirse al fenómeno viral: “¿Esta gente tiene sexo por el placer de tener sexo o por el placer de levantar imágenes en Instagram?”, “¿Las personas realmente tienen el teléfono encima todo el tiempo?” o “¿Acaso los millennials necesitan documentar absolutamente todo?”, se preguntaron las voces críticas sobre el floreciente asunto cultural, sumando epítetos del tipo: “Acto odioso” o “Ridiculez”.
Sólo unos pocos, como el medio Salon, pidieron que se frenara el sopapo constante a lxs usuarixs adheridos a la práctica, al son de: “Registros de gente enamorada, muchas veces preciosos, son expuestos y nosotros los avergonzamos públicamente, a tal punto que muchos han borrado las fotos o han convertido sus perfiles en perfiles privados. Son tomas sugerentes, y considerablemente más interesantes que ver foto tras foto de manicura. Respiren profundo y tranquilícense; es sólo sexo”. Pero, a saber: no es el sexo lo que perturba; es la necesidad de tener que mostrarlo (o sugerirlo) públicamente.
Porque sea durante funerales, incentivados por la NASA (Global Selfie), durante los premios Oscar, capturados por altos funcionarios (Obama, sin ir más lejos) o con fines benéficos (la campaña brit #nomakeupselfie pidió a mujeres posar sin maquillaje y donar plata para la lucha contra el cáncer, sumando cantidad de imágenes y 8 millones de libras), hace rato que los selfies son una realidad ineludible. Y si bien ahora es poscoital, la necesidad de publicar lo impublicable pareciera seguir tomando casilleros. Si hoy es el post, ¿qué será de mañana?
Pocos meses atrás, el filósofo español Manuel Cruz, catedrático de la Universitat de Barcelona, reflexionaba acerca del exhibicionismo en los tiempos actuales, de la sociedad del espectáculo, de la realidad instalada a partir de las redes sociales. Hablaba de una idea, la de “Dráculas a la inversa”, es decir, personas incapaces de soportar la oscuridad y, por tanto, de habitar “el recogimiento de la reflexión, el silencio del pensamiento en soledad, la paz del momento creativo”. Anotaba que “para ellos no existe otra posibilidad de existir que la de estar en permanente exposición. De ahí su agitación sin fin, su gesticulación incansable, su exasperada necesidad de permanecer en todo momento a la vista”.
A su entender (y la de tantos otros), del brazo de Internet se ha promovido la exhibición obscena, hasta indecorosa, de aspectos de la vida que no hace tanto tiempo se consideraba de buen gusto estuviesen apartados de la mirada del mundo. Para colmo, muchos no sólo son inocentes portavoces sino acérrimos propagandistas del narcisismo que se desprende de estas prácticas. Porque el constante derrotero de frases o imágenes de la esfera privada puestas en la vidriera de lo público (o semipúblico) se interpreta como narcisismo, como jactancia y como nueva normalidad. Al grado de que no participar, según cuantitativos estudios de la era virtual, enfrenta con el riesgo de la exclusión (al menos, en las jóvenes generaciones). ¿Aggionarse o reventar? Hoy más que nunca... que viva la resistencia.
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