Vie 02.05.2014
las12

TEATRO

Sístole y diástole

Como mecida por el ritmo del corazón, por sus oscuras razones sentimentales y su prístino mecanismo clínico, Analía Couceyro le pone el cuerpo y la voz a Nora García, protagonista de la novela El rastro, de Margo Glantz, que la misma actriz se ocupó de adaptar. Con la música de un cello –que hace sonar Rafael Delgado– marcando el tiempo, el cuerpo, el amor y la muerte aparecen en un entrañable monólogo que cada quien podría continuar cuando termina la obra.

› Por Laura Rosso

La tarde se apaga en frecuencia otoñal. Entonces, Analía Couceyro llega al bar de la esquina. Viene de la sala de ensayo donde prepara el reestreno de V. O., una ópera sobre Victoria Ocampo en el Centro de Experimentación del Teatro Colón. Se sienta y parece cargarse de una respiración intensa para comenzar a hablar de su versión teatral de El rastro, sobre la novela homónima de la mexicana Margo Glantz. Un proyecto cocinado a fuego lento y que ahora se puede ver en escena en el teatro El Extranjero. El encuentro con la literatura de esta escritora comenzó hace más de tres años. Mientras leía a Mario Bellatin, Analía dio por casualidad con el nombre de Margo Glantz. Buscó material y encontró que eran amigos. Buceando en esas lecturas, descubrió que el nombre de ella figuraba como personaje en una novela de él. Le gustó ese nombre, su sonoridad. Margo Glantz. Además, Glantz en alemán quiere decir brillo. Le sonaba a nombre artístico de estrella de cine de los años cuarenta. Inició la búsqueda y encontró dos novelas. Una era El rastro, la otra, Historia de una mujer que caminó por la vida con zapatos de diseñador. Compró primero una y se sumergió en el mundo Margo, con sus fetiches de tacos altos, pies a medio vestir y blusas de seda. Quedó fascinada. Vio rápidamente una pregnancia escénica en la novela. Subrayó, como hace siempre que lee, y al terminar fue en busca de la otra, aquella que había quedado en el estante de la librería. Durante algún tiempo, El rastro quedó guardado, pero Analía sabía que algo de la estructura de esa novela podía ser dicha. Así apareció el deseo preliminar de contar algo. Consiguió el mail de la escritora. Sin embargo no le escribió de inmediato. No le cerraba decirle “en algún momento quiero hacer tu novela”. El tiempo transcurrió y el devenir hizo lo suyo. Margo Glantz visitaba Buenos Aires para el Festival de Literatura del año pasado. Por esos días, Analía le había contado a Alejandro Tantanian (quien colaboró en la versión teatral) que quería hacer una adaptación de esa novela. Así las cosas, la contactaron y se encontraron. Luego fue Margo quien, encantada con la idea y con el esplendor de sus ochenta y cuatro años, inyectó el entusiasmo final para la adaptación de su novela. De nuevo en México, preguntaba vía e-mail cómo iba ese proceso. Y vaya coincidencia, Analía leía (como había hecho Margo en su momento) la novela en voz alta. Un extenso monólogo de un único personaje femenino, Nora García, que regresa a su pueblo al velatorio de Juan, su ex marido, en la que alguna vez fue su casa. Juan (eximio pianista, tal vez su gran amor) yace en el ataúd. Ese ataúd tiene una especie de ventana –¿podría ser una puerta?, se pregunta Nora– que deja ver parte del cuerpo. El rostro es lívido, la piel olivácea y el bigote ralo, plomizo. Lleva una cruz recargada sobre su pecho, describe. Nora siente curiosidad por saber lo que siente. “¿Qué sentirán los asistentes a este entierro? ¿Qué siento yo? ¿Qué pudo sentir Juan antes de morir, antes de que el corazón le estallara en mil pedazos?” De eso se trata esta obra, de hundirse en el mundo interior de Nora García, en su decir, en sus maneras de mirar y de oír, en las voces que la habitan. “¿Estarán hablando mal de mí?”, se pregunta.

El estreno de El rastro ocurrió en febrero. La iniciativa fue buscar en un lugar diferente. Surgió la posibilidad de utilizar los jardines del Museo del Libro y de la Lengua para hacer allí seis funciones. El placer de ver el atardecer mientras actuaba en el jardín, la magia de la luz natural que se funde (la función empezaba de día y terminaba de noche) hizo de esa experiencia una celebración teatral. Ahora Analía habita un escenario, siempre en compañía del cellista Rafael Delgado, que acompaña con su música el ritmo del relato. Dos contextos que producen grados de intimidad diferentes. No obstante, la capacidad de irradiación de Analía es la misma. Y el misterio que emana de ella también. La musicalidad de la obra y la imaginación verbal de Glantz es encausada a través de su voz, que indaga en esa acumulación recurrente del monólogo, la materia abstracta de una despedida.

¿Cómo fue el trabajo de adaptación de la novela de Margo Glantz?

–Yo tengo como un vicio. Todo lo que leo siempre lo leo con un lápiz en la mano. Y siempre subrayo. Cualquier texto que agarre lo subrayo. Tengo todos mis libros subrayados. A veces, simplemente una frase, o fragmentos, o un diálogo. No todo encuentra un paradero teatral, claro. Lo que me pasó con El rastro fue que empecé a leer y empecé a subrayar bastante. Me parecía que había algo de la situación donde estaba embarcada la novela, la situación velatorio, que ya tenía algo ganado en cuanto a claridad. Entonces fue leer la novela, subrayar, volver a leerla, pasar el subrayado y editar. La adaptación fue eso.

¿Qué te convocó especialmente del mundo de Margo Glantz?

–Creo que una mezcla de emoción y distanciamiento. Eso me parecía muy convocante y al mismo tiempo me identificaba mucho. Como si algo del mecanismo de la actuación, que tiene conmoción y distancia al mismo tiempo, estuviera ya presente en el imaginario de ella. No solamente en cómo escribe, sino también en cómo piensa. El personaje puede estar muy conmovido con la muerte de su ex marido y distraerse con la ropa, el pelo, los zapatos. Tiene eso de femenino. Ella está en muchas cosas al mismo tiempo.

Los tacos especialmente, ¿no?

–El fragmento de los tacos es el único que no está en la novela. Es de otra novela de ella: Historia de una mujer que caminó por la vida con zapatos de diseñador. Es un tema que le interesa mucho, es muy Margo.

Y mientras desfila por el escenario, Nora García dice: “Los tacos altos son una paradoja, son una tortura para quienes los usan y a mí me han ocasionado enfermedades gravísimas, empezando por la formación de juanetes, la deformación de la bóveda del pie o la dislocación de la columna vertebral, y también son –y ésta es la verdadera paradoja– instrumentos que realzan las cualidades femeninas: las mujeres se vuelven seductoras, sensuales, fascinantes: su porte (también el mío) se endereza, aumenta su estatura y el busto se estiliza”.

¿Cómo te imaginaste a Nora García?

–Es raro. Había algo del color, de la base de ese personaje, de la música que ya estaba. Creo que tiene que ver con el decir, con cómo está escrito y cómo lo trabajó musicalmente, desde el ritmo. La obra permite un trabajo muy técnico, como de partitura, eso me entretiene, me entusiasma. Nora se va envalentonando y todo el tiempo se va por las ramas. Quiere pensar, incluso quiere sentir, quiere conectarse con algo pero se distrae. Y eso la hace pensar en otra cosa. También tiene algo muy paranoico el personaje. Un lugar ocupado y al mismo tiempo no del todo.

¿Qué te conduce en ese monólogo?

–Algo que está al principio de la obra y que me propuso Alejandro fue que esa primera descripción del cuerpo tuviera algo muy emocionado y muy horrorizado también. Muy trágico. Y que de ahí ella cortara a algo mucho más superficial, divertido. Hay algo de esa tensión entre ensimismarse o dejarse llevar por el dolor y ponerse más seductora, o más obsesiva y hasta clínica, donde hay cambios en las direcciones del texto y en ella. Ella se va para diferentes lugares. A veces recuerda, se le vienen encima esos momentos en que estaba con él. Otras veces se distrae con cosas que ve de la gente que está en el velorio, o se obsesiona con cómo funciona el cuerpo, el corazón, y trata de dar explicaciones fisiológicas a algo más inexplicable. A veces se pone puntillosa... Es un texto que está lleno de enumeraciones. Nora enumera tipos de bigote (ásperos, rígidos, crecidos, despeinados, alineados, chiquitos, rizados, castaños), gente que está presente (pianistas, cantantes directores de orquesta, compositoras, eruditos, académicos, críticos), prendas de vestir, la ropa bien cortada que le gustaba a Juan (corbatas de Balenciaga, camisas, sweaters de cashmere, trajes, medias). Enumera las actividades que se hacen en un hospital, las cosas que va a dejar el muerto. Hay mucha lista.

Y siempre está volviendo a esos estados, los retoma.

Sí, eso está todo el tiempo. Se conecta y se desconecta. Sólo el final es como más entregado. En el final se entrega a eso, como un epílogo de conexión pura con el cuerpo, con ese cuerpo.

Como actriz, ¿hay algo a lo que te aferrás para actuar?

–Hay algo que es previo al personaje, a la acción y tiene que ver con estar, con una forma distinta de estar. Para actuar hay que pararse de otra forma. Tiene que ver con cómo una se planta en el espacio más ritual de la actuación. Te colocás distinto, como de manera erotizada, y tiene que ver con la conexión con el público. Te conectás con algo superior, con una energía o algo así que es como una está. Eso es previo. Luego durante la obra aparecen conexiones más biográficas pero no voy a buscarlas, aparecen. Es estar disponible a que eso aparezca. El laburo para empezar a actuar es estar lo suficientemente disponible para lo que aparezca. Sorprenderse con las particularidades de lo que está pasando en el momento. Por otro lado, es un entrenamiento. Abstraerse y mitificar el momento. Yo cuando actúo quiero eso, es algo de mucho disfrute, porque es un vínculo superior con la gente. En la vida no se podría tener ese grado de intensidad todo el tiempo.

El rastro
Con Analía Couceyro y Rafael Delgado
Dirección: Alejandro Tantanian
Teatro El Extranjero, Valentín Gómez 3378
Sábados a las 18 hs.

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