No conforme con pasar buena parte del rato mirando por la ventana, el niño –que bien podría ser una niña simulando ser un niño y, de hecho, es probable que lo sea– da un paso hacia afuera y, con las seguridades del caso (arnés, casco de moto, reloj karateka, binoculares), se instala en la cornisa de su segundo piso. Le escapa al adentro, a los 31 metros cuadrados que comparte con papá golpeador, mamá alcohólica, hermana embarazada, hermano de poco vuelo. Una familia que, por cierto, piensa que es sordomudo/a, aunque el niño –de imposible voz ronca– diga a más no poder. Dice, por ejemplo, que en Rumania hay muchos suicidios “por la depresión global”, que acorde con los científicos los pollos son felices (“y no sufren de depresión global”), que lo único que no lo aburre en la vida es el pollo con papas. Como en el colegio le contaron que un chicle seco aguanta más de 80 kilos de peso, puso 49 gomas de mascar y pegó una sillita en la pared externa; ahí se sienta a ver el viaducto. “Se ve todo mejor desde ahí”, convida en este negrísimo –y exquisito– monólogo interior, obra y gracia del brasileño Leo Mendonça, escritor instalado en Buenos Aires, cineasta, dramaturgo y, desde Perro que fuma –la obra en cuestión–, director teatral.

“Como todo niño, el personaje tiene sus obsesiones: los números, el cálculo, sus gustos. Si vuelve reiteradamente sobre el pollo con papas es porque es su único contacto con el placer..., aunque lo coma sobre cajones de gaseosa porque ni siquiera lo dejan sentarse en una mesa”, aporta a Las12 Manuela Fernández Vivian, la actriz que, con desenfado, entrega y talento, da cuerpo al pequeño protagonista. Pequeño de fisonomía, porque sus ideas, la ocurrencia, el involuntario humor recontranegro, su cínica mirada sobre las circunstancias que lo rodean, crecen y crecen con el correr de la obra. “Más allá de la gracia, lo que él relata es terrible. Una naturaliza o desliza la mirada para que las imágenes no duelan, pero, desde el vamos, vemos a un nene de 11 prendiéndose un cigarrillo colgado de un edificio”, comenta la artista que estudió en el IUNA y se perfeccionó con Claudio Quinteros y Ricardo Bartis, entre otros.

Sobre la ambigüedad del protagonista, Manuela explica que –originalmente– la idea del director era que un hombre hiciese al nene (Rodrigo Noya, más específicamente). Pero como la había visto en Desasosiego, de Luciano Suardi, la invitó a hacer el casting lo mismo. “Le robé ropa a mi novio, fui y quedé. Los tipos de veintipico no pasaban por chicos; una mujer daba más. Después pasó que, al comenzar a ensayar, no encontrábamos al personaje; entonces dije: ‘Claro, es una nena que cree que es un chico’, y ahí enganché. Porque inconscientemente el personaje cree que la mejor manera de armarse contra su realidad es bancársela como un varoncito”, explica quien trabaja creativamente con Mendonça en la versión final de la obra.

Pero, ¿cómo actúa su varoncito? Con cacareados manierismos, con gestos subrayadamente masculinos, queriendo resaltar esa supuesta virilidad. Sólo un perro (que, en sus sueños, fuma) le empezará a derretir la carcasa a este destacable protagonista que, en la piel de M. F. V., saca lustre a un texto tragicómico de elevada invención poética. Aunque hay que decirlo: no es la primera vez que la actriz se destaca notablemente. Ya lo había hecho como Ellen Terry, la actriz victoriana, en la excelente puesta de María Emilia Franchignoni de la casi inédita Freshwater, única obra teatral de Virginia Woolf. Lo hace ahora mismo, en la pieza (en cartel) Hijas, de Bárbara Molinari. Y todo indicaría que hará lo propio en su debut cinematográfico con Un dorado brillante, de Roberto Corvatta, con estreno en junio.

Las últimas dos funciones de Perro que fuma serán el domingo 4 y 11 de mayo a las 17 hs. en Timbre 4, Boedo 640. Reservas por www.alternativateatral.com