PERFILES
Lidia Borda
› Por Roxana Sandá
Hace no tanto tiempo de una noche en el teatro SHA se presentaban las cantoras de La Jaula Abierta, esa reunión de artistas nacida de una presentación para el pueblo toba que había organizado Patricia Sosa. El grupo que formaron Rita Cortese, Teresa Parodi, Carolina Peleritti, Dolores Solá y Lidia Borda (más tarde con intervenciones poéticas de Fernando Noy) se gustó desde el principio; se desconoce si juraron amor eterno, pero aquella noche en cuestión estaba particularmente iluminado. Las acompañaba la uruguaya Ana Prada, recién llegada para otras presentaciones. Sobre el escenario, ubicadas todas en un gran sillón de pana roja –Noy y su abanico sentando reales sobre un apoyabrazos–, iban invitándose y provocándose para la actuación solista. Divinas, inmensas, se paraban frente a un público que agradecía con aplauso cerrado las melodías tan encarnadas en esas voces. Desde el sillón, con las piernas juntas y las manos entrelazadas de tímida irredimible, Lidia observaba a sus compañeras en silencio, sin intervenir (el clima de café concert –¿ahora debe decirse standapero?– de La Jaula permite el encime). Hasta que llegó su turno, pidió disculpas por un resfrío tremendo de última hora y comenzó a cantar frente a una audiencia que esperó con actitud solidaria la traición de algún carraspeo, la opacidad de una congestión, en fin, cualquier traspié que por supuesto iba a ser perdonado de antemano. Pero entonces hubo un viraje en el espacio, uno de esos instantes en los que se altera el orden de las cosas, y de su boca surgió una melodía de arrabal. Desgarrada, acaso heroica. Era un fuego líquido paralizando los corazones de gente que empezó a mirarse y a mirar a su alrededor, como buscando en el aire dónde estaban las chispas del hechizo que se les metía en las tripas. Abrió los ojos que mantuvo entrecerrados hasta el último acorde, juntó las manos sobre el regazo y miró hacia adelante y hacia la nada, como volviendo de algún lugar. Y la ovación se convirtió en una obviedad. “Trabajo mucho con la emoción y, sin embargo, no fue algo que me impuse. Con los años me fui dando cuenta de que había una gran comunicación emotiva desde mí hacia la gente, y desde ella conmigo. Siempre me emocioné: cuando era chica me ponía a cantar sola y lloraba. Creo que los bordes de la transmisión emotiva son notables”, dice cuando le preguntan por sus versiones de Manzi, de Cedrón, por el relato intimista que va tejiendo su voz cuando se escucha “Fruta amarga”, “Gricel”, “En un corralón de Barracas”, “Gota de lluvia” o “El aguacero”, “porque me meto por los márgenes también, para seguir buscando”. No le gusta definirse como una cantante de tango, pero logró lo que pocas: que sus versiones empezaran a pasarse en las milongas, territorios históricamente vedados a las cancionistas. “Me decían: ‘Olvidate, a los milongueros no les gustan las cantantes mujeres’. Bueno, hicimos ‘Vida mía’ y ‘Fruta amarga’, y comenzaron a escucharse en esos lugares. Fue como un pequeño triunfo.” Siempre fue propensa a los desafíos. De entender, por ejemplo, por qué las tangueras de los ’90 no homenajeaban el lirismo de los ’30, ni las encandilaban las luces de Azucena Maizani, Rosita Quiroga o Ada Falcón, acaso los espíritus y colores más cercanos a Lidia desde una dimensión propia y diferente de todo lo escuchado hasta el momento. En una entrevista con uno de sus admiradores incondicionales, el oído absoluto Héctor Larrea, reconocía que “en los devenires de una canción una puede ir como nadando o flotando sobre el tema, y eso me da un placer muy grande. Esas piezas de principios del ’30 transmiten la geografía y el paisaje de un pueblo. La quietud, la soledad, la austeridad”. Acaso por la genética del Lincoln materno, ese mismo trío de cuerdas vino a conmoverla para reproducir Atahualpa, su último disco dedicado a Yupanqui. “Su poesía pasa por el existencialismo como pensamiento, y a mí me gusta el silencio, la soledad y esa mirada introspectiva, pero universal.” Mujer astuta, conjugó un repertorio coherente y entrañable donde transcurren la “Chacarera de las piedras”, “El arriero”, “La pobrecita”, “Guitarra dímelo”, “La flecha” y “Camino del indio”, algunos de los doce títulos que completan la experiencia. Esta noche, con la mística de su voz y sin falsas promesas, la mujer volverá a alterar el orden de las cosas más queridas, aquellas que necesitan estar en movimiento para seguir manteniéndose vivas.
Lidia Borda presenta Atahualpa en Sala Siranush, Armenia 1353. Esta noche, a las 21.30. Informes y reservas: 4899-4101.
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