Vie 27.06.2014
las12

MUNDIAL

Hay que pegarle de zurda

La vida es eso que pasa entre Mundial y Mundial reza una frase futbolera más de tantas que existen para intentar explicar la pasión, el universo de la pelota y todo lo que encierra. Una pretensión de ponerle palabra a tanta emoción y sentimiento mezclado.

Remontándome a la infancia y al recuerdo de las Copas del Mundo el primer registro es fotográfico y corresponde a imágenes del torneo disputado en Alemania en 1974, las melenas largas del Ratón Ayala y el Loco Houseman, la elegancia del Inglés Babington y el seguimiento de algunas jugadas en un libro que había lanzado la revista El Gráfico de tapas verdes como el césped que se llamaba El maravilloso mundo del fútbol. Ahí, con sólo nueve años y ya peleando por el derecho a jugar a la pelota en la calle, me fui hermanando con esos jugadores a los que les cabía la tamaña misión de ponerse la albiceleste, cantar el Himno poniendo un rostro serio a sabiendas de que miles, millones de personas te miran por televisión en ese instante donde te pasa por la cabeza la vida entera como una gigante moviola.

El único Mundial que tuve oportunidad de presenciar en vivo y en directo fue el del ‘78, el que se jugó en casa, el que nos deja el dolor irreparable de la dictadura militar haciendo un uso macabro de una pasión popular y adueñándose del triunfo en la cancha para tapar muerte, persecución y sangre. Cumplo años en junio y mi abuelo me regaló la posibilidad de entrar a la cancha para ver los tres primeros partidos de Argentina en River. Ahí estuvimos esas noches frías, para ver a Kempes, Fillol, Bertoni y el brazo lastimado de Luque. Para esa época también juntamos con Diego, mi hermano menor, las chapitas de la gaseosa más famosa que te invitaba a coleccionar la historia de los mundiales. Recitábamos de memoria a los campeones del mundo desde 1930 para acá. Ya sabíamos lo que significaban los mundiales.

Luego es la irrupción de Diego, y ya los mundiales pasaron a ser cosa más seria aún. Inolvidable la carrera que hicimos todxs juntxs en el memorable gol a los ingleses, acompañando las gambetas del Diez desde la mesa de la cocina en casa hasta la punta del living y gritar el gol en la puerta de calle. Sublime, único.

Desde ese momento hasta hoy cada torneo máximo de fútbol es la renovación de la esperanza, de que puede volver a pasar, de que esta vez lo conseguimos de nuevo.

Brasil 2014 viene entregando mejores partidos más que malos y aburridos, selecciones sudamericanas y centroamericanas que despiden a los dueños del circo, a casi todos los campeones del mundo que arman sus valijas y vuelven a casa.

Nos está dando la posibilidad de escuchar a más mujeres periodistas deportivas opinando de fútbol, aunque se las siga poniendo a prueba. Provoca orgullo y cobra dimensión tanta lucha cuando veo a Angela Lerena todas las noches desparramando fútbol en la mesa de 6,7,8.

Me lleno de fútbol una vez más escuchando opiniones de las que juegan en los barrios y de las que no, claras, precisas, sin la intervención de ningún cronista de TV fácil que recurre a la vieja táctica patriarcal de preguntar por la abstracta ley del offside que dicho sea de paso pocos varones pueden explicarla con eficacia.

Vuelvo, como en otros mundiales, a emocionarme con jugadas, a reivindicar un estilo de juego que me gusta, que me identifica. El de la pelota al pie y el de privilegiar el esfuerzo colectivo por encima de las individualidades que te pueden resolver un partido pero que seguro no alcanza para volver con la Copa a casa.

Vuelvo a tener un sueño. Imaginar a la Selección Argentina de fútbol femenino victoriosa en un mundial de mujeres. Lucho para que mis hijas y mis nietas puedan vivirlo. Vamos a camino a eso.

Y no puedo soslayarlo: amo a Maradona, lúcido en sus opiniones contra los poderosos, a puro corazón futbolero tirándose paredes con Víctor Hugo recordándonos a todos que estamos a la izquierda del planeta que tanto en la cancha como en la vida siempre es mejor pegarle de zurda.

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