EL MEGáFONO
› Por Soledad Deza *
Un laboratorio industrial, los compañeros de siempre, un supervisor, horas inhóspitas de trabajo propias de regímenes laborales especiales y una pésima decisión de parte de algunos varones: robar unas prendas íntimas del locker de una empleada, ponérselas en la cabeza, olerlas uno a uno en presencia de ella y así promover un descarnado espectáculo de violencia que tuvo al machismo como actor principal, a la pornografía como guión y a una mujer en soledad como víctima.
Lágrimas, agresión, ofensa, sexismo, humillación, hostigamiento y vergüenza son los ingredientes que se mezclan en las violencias sexuales ejercidas contra las mujeres.
Y si, como pasó en este caso, que además de linda e inteligente, ella obtiene mayores calificaciones que sus compañeros, las agresiones contra las mujeres recrudecen.
La creatividad de nuestra sociedad androcéntrica no encuentra límites para pergeñar violencia para nosotras. El capitalismo y el patriarcado son sistemas de poder que se nutren de la desigualdad de género. Detrás de la violencia contra las mujeres hay una relación jerárquica que busca reafirmarse en provecho del varón, y los lugares de trabajo no escapan a estas lógicas de poder.
Pero nuestra fuerza es a veces más grande de lo suponemos y aunque las princesas no existan, de vez en cuando se cuela un final feliz en algunas historias desafortunadas. Como pasó con esta mujer del anacrónico norte argentino cuando decidió que el sexismo de su trabajo no era natural y recicló en acción el estigma de pasividad que nos guarda el lugar de víctimas. Buscó ayuda profesional, denunció el episodio en la gerencia y vinieron dos meses de desgastantes negociaciones: identificación de los agresores, sanciones disciplinarias y hasta talleres de concientización en el lugar de trabajo.
También peleó su derecho a no volver donde no la respetan. Y aunque a veces se sintió tentada de ceder ante el manoseo empresarial y pegar un portazo, ella, finalmente, consiguió que se le compense por las agresiones sufridas en ese laboratorio. El dinero no vuelve las cosas al estado anterior ni hace que el sufrimiento desaparezca, pero es la forma en que nuestro derecho indica que se reparan los daños. Esas son las reglas del juego y nos debemos atrever a jugarlo.
Y si no hizo falta judicializar el caso es porque el patriarcado comprende perfectamente la criminalidad de sus actos aunque no siempre esté forzado a reconocerlo. No importa si quien tiene poder para someternos se disfraza de industria, Estado, imaginario social, marido, empresa, escuela o padre. Lo que de verdad importa es que las mujeres nos sepamos con poder para dar vuelta nuestras historias y para lograr, como en este caso, que quien las hace, también las pague.
* Abogada. Maestranda en Género, Sociedad y Políticas (Flacso). Directora del Centro de Estudios de Género de la Universidad San Pablo T. de Tucumán.
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