VIOLENCIAS II
› Por Flor Monfort
Cuatro tipos arrinconan a una mujer en una fiesta y se intercalan para violarla mientras ella pide ayuda sin ser escuchada. Un hombre mete en el baúl de su auto a una nena de nueve y cuando la policía lo detiene dice que creyó que era su hijo de tres. Una adolescente de doce años desaparece de su casa y los medios hurgan en la trama familiar: que es adoptada, que es hija única, que está deprimida; la chica aparece al día siguiente y el hombre señalado como secuestrador queda detenido por abuso sexual agravado. Una mujer denuncia a una famosa banda de rock por drogarla y violarla en una camioneta después de un recital. La tertulia que sigue a la noticia en cualquier portal le habla a la mujer: para qué te metiste, qué buena manera de hacer guita, si lo buscás, lo tenés. Discurso repetido pero no gastado, surte efecto porque el público siempre se renueva. Y no es sólo masculino.
Son muchos los signos que operan en la cultura de la violación: el merecimiento de las loquitas, el peligro de la circulación en soledad, la certeza silenciosa de que las abusadas son disciplinadas. Ya lo dijo el padre de Magalí Hermida: los que tenemos hijas no podemos vivir tranquilos. Porque el estatus de una identidad flotando en una marea de anónimxs que pide autógrafos es “disponible”. Y porque el ídolo, en este caso Juanse, declara cosas que encantan a la audiencia como “yo pertenezco a la comunidad cristiana. Y nosotros, los cristianos, no hacemos esas cosas, en ningún ámbito. Lo tenemos prohibido. Y hasta me da vergüenza sacarme fotos con las fans. Hace veinte años que estoy casado”. Hace rato que la comunidad cristiana pide perdón por las atrocidades cometidas contra la sexualidad de miles de niños y niñas en todo el mundo. Sin embargo, su fe mueve montañas, porque los comentarios lo bancan. El, que quería verla en el show como un gato siamés, pero sólo en el show porque después se iba a la parroquia a pulir las rodillas.
Hace algunas semanas, Zulma Lobato declaró haber sido violada y golpeada por varios sujetos. Casi no tuvo cobertura. ¿A quién le importa ese cuerpo maltrecho? ¿Esa identidad desviada? ¿Esa peluca torcida? ¿Quién se rasgaría las vestiduras al escuchar sus gritos, si ni siquiera los de la chica de la fiesta fueron atendidos por sus pares de danza? Porque no es cuerpo de descarte solamente, merece ajusticiamiento, doctrina, disciplina por exponerlo, venderlo, intervenirlo. ¿Por qué si no fueron salvajemente violadas y rematadas a tiros las turistas francesas en Salta? ¿Y cómo se explican los comentarios que siembran sospecha en la ya desaparecida hace tres años, María Cash, al verla deambular por la ruta? ¿Qué pensaron los mortales que se cruzaron con la chica en cuatro patas, gritando de dolor y miedo, en el rincón oscuro del boliche? Tal vez esa es la representación de “tener sexo” que muchxs se figuran como placentera, la misma que muestra un agite rápido de bragueta, cero tacto y un ahhhhh compartido en menos de un minuto en casi todas las ficciones del mundo. Las mujeres gozamos con el arrebato, decimos no cuando queremos decir sí, somos boludas para manejar pero, para subirnos a la combi, bien rapiditas. Animalitos complejos, que encima ahora nos animamos a denunciar.
Esta semana el abuso fue la moda mediática, que elige puntas de lanza para que los tags no se mezclen en la marea informativa y todxs hablemos más o menos de lo mismo en la cena: la chica violada. Sobre por qué seguimos criando varones bien cristianos, que se animan a violentar esos cuerpos como si les pertenecieran, no hay pregunta ni debate posible. Sobre por qué los cristianos y no cristianos del mundo siguen estando entre todxs nosotrxs, jurando que van a misa mientras nos hacen creer que viajar, caminar solas, subirse a una camioneta o tener una foto de perfil con un puchero es motivo suficiente para que la lección sea aprendida, también, de rodillas.
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