COSAS VEREDES
Tras meses de deliberación, la armada estadounidense volvió a permitir que sus conscriptas afroamericanas lleven trenzas y rastas. A continuación la historia de un conflicto que delata los prejuicios raciales que pesan sobre la imagen y la libertad de las personas. Y también sobre la vida misma, como lo exponen las revueltas causadas en Missouri por el asesinato de un joven negro bajo balas policiales.
› Por Guadalupe Treibel
Desde abril, las fuerzas armadas estadounidenses atraviesan un conflicto dentro de sus propios cuarteles, una guerra cuasi silenciosa que, aunque sin balas ni metralletas, se destaca por su simbólica belicosidad. Contra un signado enemigo, dicho sea de paso; némesis que, contrario a cualquier supuesto, yace en las cabezas de las propias reclutas. Y no, no son ideas rebeldes las que han puesto en el foco de la atención a mujeres soldado, infantes de marina y pilotos. El discutidísimo adversario ha sido... el pelo. Ocurrió así: cuatro meses atrás, los militares avisaron de nuevas –y restrictivas– reglas que prohibían determinados peinados acorde al brazo armado correspondiente. Con la excusa de garantizar la uniformidad en la apariencia de las tropas, el temilla del aspecto personal incluía además la prohibición de tatuajes sobre la cara, el cuello, las muñecas, manos y dedos, entre otras precisiones.
Empero, no fue la tinta la que generó revuelo sino el ya mencionado pelito, puesto que el ejército dio su negativa a trenzas y dreadlocks, populares (¡y pragmáticos!) peinados naturales entre señoras y señoritas afroamericanas, elegidos justamente por su practicidad. Acto seguido, la correspondiente indignación de dichas mujeres, lógicamente encolerizadas porque la norma no tomaba en consideración su realidad y las obligaba a tratar el cabello con químicos, usar peluca o básicamente raparse, amén de dar con el look demandado. Una incomodidad ciertamente ridícula para damas de armas tomar, más preocupadas en preservar sus vidas que en alisarse las mechas.
Quizás una de las más encolerizadas frente a los desconsiderados requisitos fue la sargento Jasmine Jacobs, de 25 años, ex integrante de la Guardia Nacional de Georgia, quien inició una petición online para que la Casa Blanca revisase y retirase las restricciones. Su argumento era claro: las regulaciones estaban basadas en “prejuicios raciales”; la referencia que tomaban las autoridades era el pelo de las mujeres blancas, deviniendo en la penalización arbitraria de más de 26 mil afroamericanas en actividad sólo en la armada. “Haya o no haya sido adrede, la norma da cuenta de falta de educación y conciencia”, refería entonces la joven, subrayando la dificultad de dejar suelto el rizado, atarlo con colita, entre otras no-soluciones sugeridas por las fuerzas armadas. En sus precisas palabras, la consecuencia resultaba evidente: “Tratando de volver al ejército más uniforme, nos aislaron”.
Para Tanya Todd, de 33, otrora soldado, la única manera de definir la flagrante política era con un epíteto: “absurda”. “Evidentemente la decisión fue tomada por gente que falla en comprender cómo luce nuestro cabello cuando no ha sido alterado”, explicaba en aquellos días. Hasta la congresista demócrata Barbara Lee habló de discriminación, destacando que la normativa “usa palabras como ‘despeinadas’ o ‘enmarañadas’ para referirse a estilos tradicionales llevados por mujeres de color”. Incluso Jon Stewart se despachó con un sketch que parodiaba la irracionalidad del tema en su late night show. Tarshia Stanley, una experta en imagen afroamericana consultada por variopintos medios, fue aún más lejos: “Incluso antes de que puedan articular qué significa, las niñas son bombardeadas con imágenes de belleza blanca y presiones sociales, políticas y culturales que emulan esos estándares”. Visto y considerando que, acorde a la Black Owned Beauty Supply Association, los productos cosméticos y de cuidado del cabello especialmente creados para mujeres negras acumulan más de 9 billones de dólares al año, es claro que las presiones logran su nefasto cometido. Nefasto además por la historia que lleva aparejada...
Y es que, tal como explicó a la BBC Lori Tharps, coautora de Hair Story: Untangling the Roots of Black Hair in America, “los antecedentes tienen larga data y son dolorosos”. “A los negros, fueran esclavos o libres, solía decírseles que su cabello los señalaba como seres inferiores, y habitualmente se lo referenciaba como ‘lana’, acercándolos más a la animalidad que a la humanidad. Generaciones y generaciones sintieron que había algo equivocado con su pelo y que sólo sería aceptable al alisarlo. No sólo era un tema de belleza, también de supervivencia, porque implicaba mejores oportunidades laborales y económicas”, explayó la escritora.
Afortunadamente el secretario de Defensa Chuck Hagel no hizo caso omiso a los reiterados reclamos que se sucedieron y manifestaron desde abril a la fecha y, tras decretar ¡tres meses! de deliberaciones (evidentemente las trenzas son un tema de Estado), zanjó el asunto. ¿El veredicto? Permitir los peinados tradicionales, entendiéndolos una necesidad y comprendiendo –enhorabuena– que no reflejan falta de profesionalismo o compromiso. Dado a conocer la semana pasada, el notición es una bocanada de aire fresco. Pero los que suspiran de alivio no se relajan del todo; después de todo, el racismo sigue siendo una realidad en Estados Unidos. Cifras recientemente compartidas por el sitio Mirror hablan por sí solas: los afroamericanos tienen seis veces más chances de acabar en la cárcel que los blancos, y el doble de probabilidades de estar desempleados. Las mujeres negras, sin ir más lejos, ganan el 70 por ciento de lo que gana un tipo blanco que realiza el mismo trabajo. Y casos como el de Michael Brown, el chico de 18 años que iba desarmado y fue acribillado por un poli blanco en Ferguson, Missouri, son definidos como “una versión de linchamiento en 2014”. ¿La historia de nunca acabar?
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