RESCATES
Kay Freeborn (?-2012)
› Por Marisa Avigliano
Durante décadas, los reyes de la metamorfosis facial de las estrellas de Hollywood fueron hombres. Sólo ellos depilaban cejas, alargaban pestañas y metían sus manos en la batea para crear las máscaras más famosas de la industria cinematográfica. Feudo de los Westmore (gobernado por los seis hijos varones de George Westmore, el peluquero inglés que fundó el primer estudio de maquillaje de Hollywood), de Max Factor, de Cecil Holland, de Lon Chaney y Dick Smith. Prisión de huellas dactilares masculinas en pinceles y delineadores dibujaban la cara del artista salvo cuando la celebridad (Liz Taylor era una de ellas) prefería hacerlo sola frente al espejo antes de que su majestad el maquillador diera el visto bueno definitivo. Los virtuosos del retoque combinaban postizos y prótesis y se adueñaban de las nuevas criaturas (desde las mejillas de Scarlett O’Hara hasta la giba del pupilo de Notre Dame) mientras las mujeres miraban desde afuera y casi no figuraban ni como ayudantes desvanecidas en la lista de empleados. Hubo excepciones, claro, y Kay Freeborn, que estaba casada con Stuart Freeborn, una de las leyendas del maquillaje artístico, fue una de ellas y sí pudo formar parte del dominio tiránico de rubores y cisnes de talco empuñado por varones. Una green card cosmética facilitada por un matrimonio conveniente. Los Freeborn (él nació en 1914, para ella no hay datos certeros, sólo que murió unos meses antes que él) vivieron en la Londres bombardeada por la guerra, tuvieron hijos –George fue maquillador y una de sus nietas, Michelle, continúa con la dinastía– y formaron parte de la historia grande del cine; él como mito, ella en la sombra que no consigue ni obituario de extra. Trabajaron juntos durante años (Stuart creó personajes a lo largo de siete décadas) y la lista de películas compartidas despilfarra latex y tinturas –aunque Kay sólo aparece en los créditos de doce de ellas. Para explicar las razones de pertenencia a la estirpe de manos mágicas basta con citar dos títulos: 2001: Odisea del espacio y Star Wars. Que Stuart fuera el creador de Yoda y Chewbacca y demás criaturas galácticas hizo posible que Kay formara parte del territorio vedado, desarrollara una vocación prohibida para su género y creara algunos de los inconfundibles rasgos de los asiduos a la cantina de Mos Eisley. George Lucas apenas delineaba los rasgos generales de estos personajes y el dream team del maquillaje hacía el resto. En los álbumes del recuerdo la señora de las pulseras –con una taza de té cerca a cualquier hora del día– está siempre trabajando en el set de Star Wars alisando los pelos del altísimo Chewbacca (Peter Mayhew), pintándole los labios a la princesa Leia Organa (Carrie Fisher) o añadiendo espesura en el rictus de Grand Moff Tarkin (Peter Cushing). Kay es la maquilladora del futuro y el prólogo biográfico de las contemporáneas y premiadas Lisa Westcott, Julie Dartnell, Yolanda Toussieng y Ve Neill –por nombrar sólo a sus herederas hollywoodenses. En las mismas horas en las que mujeres indias le piden al Tribunal Superior que les permita trabajar en Bollywood (hace más de sesenta años que el departamento de cosmética es zona de hombres), las mujeres sin marido imprescindible en el set sumergen la astronomía del cielo en brebajes enmascarados, le pudren de sangre los dientes a Anne Hathaway y le dibujan los bigotes al Ed Wood de Johnny Deep tan dueñas de sus creaciones –un fan podría lamerlas para llevarse sin destruirlas el souvenir a casa– como lo estaba Jack Dawn de su infalible vinylite, aquella resina maleable que pretendía que un norteamericano diera chino en pantalla.
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