ENTREVISTA En Hacete hombre, historia personal de la masculinidad, de editorial Marea, Gonzalo Garcés relata un viaje con un padre y una mujer de Buenos Aires a Mendoza en donde las preguntas sobre un vínculo fallido dan lugar a la reflexión sobre masculinidad heterosexual apoyado en fuentes tan eclécticas como las series de televisión más populares, estudios de mercado, mitología griega y el uso de las nuevas tecnologías. El recorrido lo lleva a extrañar a la hombría como un valor y a revisar el vínculo con sus propios hijos frente a quienes se ve como un súper héroe que se ha enganchado la capa en un clavo que no sabe quitar.
› Por Luciana Peker
“El lugar del varón no está claro. Hace años que no está claro. Hace ahora sesenta y cinco años, Simone de Beauvoir escribió en El segundo sexo: ‘Nos preguntamos qué es una mujer; para un hombre la pregunta no se plantea; la masculinidad es autoevidente’. ¿Autoevidente? Mademoiselle de Beauvoir, si usted nos viera ahora”, le confiesa Gonzalo Garcés en el libro Hacete hombre, historia personal de la masculinidad, de la colección Ficciones Reales, dirigida por Cristián Alarcón, de editorial Marea.
La masculinidad ya no es autoevidente. ¿Qué es, entonces, la masculinidad? Lo más interesante de la pregunta de Gonzalo Garcés es retomar el diálogo y animarse a ahondar en la profundidad, ya fuera del breve diccionario del sentido común. Sus propias indagaciones no generan aceptación pasiva, sino un intenso e interesante debate.
“Me aburre el mundo ecuánime, cíclico, escolar, que asoma en el discurso de los sociólogos posmo, las diputadas de izquierda y los consejos sexuales de Ohlalá. A muchas mujeres les aburre también. Eso debe significar algo”, asoma puertas adentro de un libro con foto de un mítico pito de piedra. Pero él también se resiste a la masculinidad cervecera que encarna Coco Sily rasgándose las vestiduras de la trasnoche en reivindicación del tiranosaurio macho en extinción. Condena la violencia de género, pero cuestiona la eficacia del término femicidio porque considera que fomenta la concepción de la mujer como una entidad jurídica y social aparte; devuelve a la percepción de la mujer como “el otro”. Y, fundamentalmente, considera que en nombre de darles un mayor lugar a las mujeres se aceptaron estereotipos de feminidad pasivos y sumisos que se extendieron a toda la sociedad y que la creatividad, imaginación y coraje –que son valores de lo que denomina hombría– cayeron en desuso.
El relato de Garcés arranca con un viaje con su padre de Buenos Aires a Mendoza donde la relación con un señor que le daba panchos los domingos y le recriminaban que le pida más atención se pone a fuego con una mujer –que el hijo da por hecho que es prostituta– en el medio y pone en juego la competencia entre los dos hombres. Las preguntas y las reflexiones por la filosofía, las series pop, la historia, los mitos griegos y los estudios de mercado son las fuentes de sus reflexiones. No necesariamente llegan a destino. “Es difícil inventar el sistema Windows y también levantarte a las cinco para darle la mamadera al bebé. Y, por lo tanto, hijo mío, te voy a hacer cagar fuego. O dicho en el lenguaje mitológico: te voy a sacrificar en nombre de algo más alto”, escribe.
Garcés cruza justo la línea de los 40 años y tiene dos hijos de 8 y 11 años. Estudió Letras Modernas en La Sorbona, Filosofía en la UBA y dio clases en Barcelona. Volvió a vivir en Buenos Aires en el 2012 y escribe con la ciudad de vista a sus pies. Sin embargo, en la entrevista en su estudio la correa de la persiana se cae y la mesa en la que podía suceder el diálogo queda a oscuras. ¿Cómo se levanta ese engranaje destinado a dar luz cuando no hay un padre que pueda recoger la correa? El chiste pica: “Se necesita un hombre”. Y él, que indaga sobre la hombría, se ríe de esa soga que lleva a los mandatos masculinos de saber hacer y cuenta que en su pareja no cumple con los requisitos tradicionales para los varones como, por ejemplo, saber de tecnología. Su camisa de neovarón no lo perturbó para nombrar en su blog como “pichona” a su compañera de viajes y de noviazgo festivo –Agostina Dattilo– y arrima como un guiño de intimidad política la definición “Si no sos cursi al principio de una relación sos un hijo de puta”.
La entrevista termina y la persiana sigue baja. El interrogante sobre quién va a poder arreglarla también. Igual que las nuevas preguntas sobre masculinidad, el libro de Garcés no se puede tomar como un camino con final sino como una nueva pregunta en construcción y a él como un escritor con quien disentir, conversar, enojarse, polemizar y/o diferenciarse: “Es un fenómeno típico de mi generación descubrir la hombría en forma tardía y como una opción justamente porque no fue parte de nuestra formación y, por lo tanto, no la vemos como un hecho autoevidente como diría Beauvoir. Es interesante descubrir esos códigos de la hombría cuando tenés cuarenta años y fuiste criado principalmente por mujeres porque tus padres estaban separados y tu padre desaparecía. Te criaron con la idea, esta sí autoevidente, de que ninguna mujer está para levantarte el plato ni para hacerte la cama, que naturalmente a trabajo igual corresponde un salario igual cualquiera sea tu género. Esos son los hechos autoevidentes y naturales. Por eso, para la gente de mi generación, la hombría es un concepto un poco lejano, un poco abstracto y, quizá, un continente nuevo por conocer”.
¿Cuándo empezaste a pensar la relación con tu padre como algo más de un análisis de errores y aciertos, como la pregunta más amplia de quién te enseña a ser hombre?
–Mi padre siempre me enseñó de chico códigos de honor muy cercanos al amor cortés. La ética que él transmitía, de la boca para afuera, era muy parecida a la que codificó Andreas Capellanus en el siglo XII: el servicio de la dama, la castidad, la idea que si la relación amorosa es imposible, mal parida y sin gollete es más hermosa por eso. Y, cuando sos chico, lo que cuenta más es el discurso de los padres. Cuando lo ves con ojo crítico se superpone el arquetipo y la versión heroica con la triste realidad y es imposible decidir cuál de las dos es la más real. Un día mi padre, el de los grandes ideales caballerescos, se olvidó de venir a buscarme al colegio y cuando llegó le dije que tenía frío y él se enfureció y me dijo que la gente no lo deja vivir. Me dio en un bollo la plata que tenía y las llaves del auto. Yo tenía ocho años y no podía ni usar la plata ni manejar el auto.
Tu papá dice “No me exijan más” que es un reclamo fuerte en muchos varones actuales...
–Para el hombre adolescente del modelo contemporáneo de masculinidad toda exigencia de su padre, su madre, su mujer, sus hijos, sus amigos, cualquier exigencia de estar a la altura de cualquier código de comportamiento es intolerable. Pero, probablemente, el lugar desde donde puede sentir con más fuerza el dolor de ese plural es desde la infancia. Vos como hijo le decís a tu papá: “¿Por qué no podés ser mejor?” Y él te contesta: “Ustedes me exigen”. De repente te convertiste en un plural: uno de los pesados que le impiden a ese hombre seguir siendo hijo, básicamente, irresponsable.
En el libro decís al pasar “seguramente mi mamá me vino a buscar” cuando tu papá te dejó solo en la calle. ¿Ese lugar de muchas mujeres de tener que salvar las papas de la omisión masculina está contado a un costado a propósito?
–El tema es la experiencia masculina con mucho acento en la relación entre padre e hijo. Tanto mi padre como mi personaje suelen descubrir su propia insuficiencia al ser medidos por una mujer. En otros libros hay personajes femeninos bastante fuertes. Este libro tiene algo de salón de fumar.
¿Qué libertades da el discurso de salón de fumar? ¿Considerás que la corrección política, en la que se incluye la defensa de los derechos de las mujeres, implica un corset para la voz de un escritor?
–Creo que a veces la corrección política merece tomarse al pie de la letra, porque es lo que yo considero correcto. El uso irónico ya se convirtió en un juguete para un discurso reaccionario muy tosco.
¿Cómo te parás frente al feminismo?
–El feminismo de la primera y la segunda ola, representado por las sufragistas británicas y el primer congreso feminista de 1878, por Simone de Beauvior, era un feminismo de la trascendencia. Beauvior dice en El segundo sexo que la especie humana se caracteriza por proyectarse hacia el futuro. En algún momento descubrimos que si en lugar de recolectar plantamos la semilla y esperamos un tiempo, la tribu prospera y esto produce una revolución ética en la especie. Acá tenemos la llave de todo el misterio. ¿Por qué todas las culturas valoran al que lega algo a las generaciones siguientes en vez de consumir sus bienes? ¿Por qué hasta ahora cualquier político berreta que habla de futuro promueve algo ancestral? Beauvior dice que hombres y mujeres participan de modo exactamente igual a la construcción del proyecto. Pero la mujer en la práctica pasa la mayor parte de su vida embarazada o criando hijos y el varón acapara roles que se consideran más valiosos: el liderazgo político, la función sacerdotal, el arte, la guerra y eso crea lo que llamamos patriarcado. Pero Beauvior reclamaba como mujer salir a la aventura, a la ciencia, al arte y planteaba como horizonte a una mujer liberada de la inmanencia de la condición biológica para acceder a la trascendencia exactamente igual que el varón.
¿A qué llamás el feminismo falopa?
–Es el discurso que dice que la experiencia femenina de por sí es un horizonte que es como decir que la experiencia masculina de por sí es un horizonte. Por ejemplo, las campañas que muestran a mujeres de diferentes aspectos físicos: altas, bajas, lindas, feas, jóvenes y viejas y dicen que todas son hermosas. ¿Cuál es mi querella? La valoración por el género en sí retoma todos los mitos que se generaron en el patriarcado. Por ejemplo, el mito de la belleza femenina como algo omnipotente o que se diga que la mujer es más espiritual, más compasiva o más bondadosa que el hombre.
Pero no es lo que el feminismo reivindica...
–Bueno, depende de cuál feminismo estamos hablando. Hay quienes dicen si la mujer tuviera el poder no habría crímenes y guerra y avalan una mitología de la mujer como un ser más dulce. Esta mitología se genera en una época en donde la mujer estaba despojada de la posibilidad de ejercer el poder de forma directa. Las cualidades de dulzura y espiritualidad son formas edulcoradas de nombrar las cualidades del subalterno. Yo no lo vincularía con el feminismo con mayúscula.
¿Te parece un riesgo de la reflexión sobre la masculinidad partir de la base de oponerse al feminismo?
–La masculinidad cervecera, de Coco Sily, sí. Nace de la oposición a la mujer y me parece otra forma lamentable de conformismo. Yo tengo admiración por el movimiento feminista en esta vertiente superadora. El feminismo de la primera y la segunda ola es uno de los grandes momentos de Occidente. Pero la sociedad de consumo contemporánea tiene una gran habilidad para apropiarse de determinados nombres prestigiosos o heroicos y adaptarlos a sus propias necesidades. El feminismo falopa es el discurso publicitario adaptado a la sociedad de consumo actual disfrazado levemente de reivindicación y tomando prestados sin demasiado derecho las banderas de un movimiento que fue y es de liberación y trascendencia.
¿Qué es lo que cuestionás como una exaltación del sometimiento?
–A mí me impresionó enterarme que se realizó una encuesta muy amplia por parte de los ensayistas Gerzema y D’Antonio, coautores del libro The Athena doctrine, para el cual realizaron su amplia encuesta, en varios continentes con la pregunta: ¿El mundo sería mejor si los hombres pensaran como las mujeres? La mayoría respondió que sí. Pero lo interesante es cuáles son las cualidades que los encuestadores asignan al modo de pensar femenino. Y ahí te querés tirar por la ventana. La idea es que las mujeres son pacientes, son ahorrativas, son razonables y son colaboradoras. Ninguna de mis hermanas o amigas o mujeres que yo conozca deja de sentirse insultada por la idea de que eso es la feminidad. Y yo me siento insultado por ellas. En realidad, no son cualidades femeninas, sino de un estereotipo de servidumbre que puede destinarse a la mujer de la era patriarcal, del negro en la etapa esclavista o de un empleado en una multinacional. Si yo fuera un CEO preocupado por mantener salarios bajos, tener empleados desmovilizados que no cuestionen la estructura de la empresa promovería esos valores y, para que no parezca infame, le adosaría un disfraz como la feminidad. La bandera feminista, que tiene los laureles justamente ganados, es usada para encubrir un discurso de patrones hacia empleados. En la encuesta, además, se nombran dos cualidades masculinas: son resistentes y son decididos. En cuanto a cualidades, como la crítica, el humor, la imaginación y el sentido de la justicia no son ni femeninas ni masculinas, dejaron de existir en el debate.
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