Vie 26.09.2014
las12

DEBATES

La comunidad imposible

› Por Agustina Pérez Rial

Una película y una obra de teatro sobre un grupo de mujeres. Una película y una obra de teatro sobre un grupo de mujeres en su devenir cotidiano. Una película y una obra de teatro sobre un grupo de mujeres en su devenir cotidiano en una época de crisis. Una película y una obra de teatro sobre un grupo de mujeres en su devenir cotidiano en una época de crisis que se acuestan al sol mientras, afuera, la historia pasa. Las insoladas, de Gustavo Taretto, y Almas ardientes, de Santiago Loza, con dirección de Alejandro Tantanian son esa película y esa obra de teatro. Verlas en la misma semana no puede menos que enfrentarla a una, espectadora, con una pregunta que insiste: ¿por qué este volver al pasado reciente a través de personajes femeninos que oscilan entre la frivolidad, la violencia de clase y la tilinguería? Como si algo de lo manipulable les permitiera al dúo Loza-Tantanian y a Taretto convertirse en los perfectos demiurgos de esos quince (catorce, en verdad, si tenemos en cuenta que obra y film comparten una actriz, Maricel Alvarez) cuerpos femeninos en escena que entre película y obra teatral se acumulan como disponibilidades de un discurso que aparece escrito en otra parte. Alguien me dijo alguna vez que en las malas películas el texto se convierte en guión declamado. Y creo que esto se extiende por metonimia a cualquier arte performática. Los textos de Loza y Taretto, lejos de la potencia de las afectividades femeninas y cerca del lugar común, muestran a grupos de mujeres que, imposibilitadas de elevar sus pensamientos en un intercambio sobre la gestión de lo común que las rodea, encarnan los más gastados estereotipos. “Flor es la ideóloga. Sol la tiene re clara. Vale tiene problemas. Kari es la psicóloga. Lala es re Susana. Vicky es muy Vicky”, así presenta el trailer de Las insoladas a las seis protagonistas, y una ya sabe lo que vendrá, y lo que viene es lo que una ya sabía. Una peluquera, una psicóloga, una empleada de un laboratorio fotográfico, una telefonista de una empresa de radiotaxis, una manicura y una promotora (y viendo a Carla Peterson se extrañan esas promotoras de Martín Rejtman en Silvia Prieto), son los exponentes con los que se busca resumir la idiosincrasia un poco decadente de la Buenos Aires made in Taiwan de los años ’90. Diálogos banales sobre lo banal: “¿Taiwan es una isla?” o “El comunismo fracasó en los países de clima frío, el sol es comunista” son sólo algunas de las sentencias que estas mujeres-jóvenes-bellas deben pronunciar para completar el sintagma con el fallo de tontas-frívolas que los diálogos insisten en confirmar. Y del calor asfixiante de ese 30 de diciembre de 1995 al calor de diciembre de 2001, del 19 de diciembre de 2001. Un calor que atraviesa los cuerpos de las nueve mujeres en escena en Almas ardientes que, encerradas en sus monólogos internos o sujetas a interacciones limitadas a sus convivencias de borde de pileta o a las reuniones del improvisado taller literario, quieren hacer del corte que les inflige el cuchillo con el que pelan las verduras en la soledad de sus cocinas, la alegoría perfecta de la ruptura del tejido social. En una entrevista disponible en Internet en el canal oficial del Teatro General San Martín, Tantanian dice sobre las mujeres (no estos nueve personajes, tampoco estas nueve actrices, sino sobre ese colectivo difuso pero compacto que imagina) que “comúnmente, socialmente, parecieran ser portadoras de emociones más puras que los hombres. Los hombres parecieran estar más armados para la gesta heroica o para la épica” (www.youtube.com/watch?v=Ip_3gaprBx0). Y en este enunciado, que parece volverse premisa de su dirección, se condensa una obra que oscila entre la megalomanía visual de la puesta en escena (con sus toques de kitsch-barroco, ángel incluido) y la necesidad de ligar a las mujeres a un interior claustrofóbico en el que todo relato histórico es imposible, y con ésta imposbilidad, también, toda comunidad.

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