LETRAS En una trama que conjuga suspenso y sadomasoquismo, la escritora feminista Chris Kraus estuvo en nuestro país presentando su última novela, Verano del odio, donde la protagonista hace polvo el ritual del encuentro amoroso y huye de sus propias ansias inflamadas de probar la petitte morte justo antes de la muerte, sin metáforas.
› Por Dolores Curia
“Es rabiosamente feminista” se ha dicho de su pluma y habría que ponerle un subrayado especial a esa rabia. Sus protagonistas (alter egos que llevan cuando no su nombre, señas particulares que apuntan en dirección obvia: la misma Chris Kraus) no sólo son sujetas de deseo muy bien plantadas, sino que están más cerca del rol de cazadoras que del acercamiento con tacto. Van desde proveedora a distancia de su novio (la figura de “la querida” se encarna aquí en masculino) hasta stalker hambrienta, muchas veces con telón de fondo bovarista. A los 17 Chris Kraus fue redactora precoz del Sunday Times y del Evening Post, antes de mudarse a Nueva York para dedicarse al arte conceptual. Filmó películas como Gravity & Grace, How To Shoot A Crime y Repression, que le dieron un papel influyente en la escena del cine experimental y la performance en los ’80. Multirrubro, nómada y mundialmente conocida por su primera novela I love Dick (de 1997, pero que en español puede leerse recién desde hace unos pocos meses y gracias a Alpha Decay) desde los ’90 es, además, editora de Semiotext(e). Allí se concentra en el rescate de escritoras pasadas por alto por la crítica mainstream (Kathy Acker, Fanny Howe, Eileen Myles).
El origen de Amo a Dick es un trabajo de recorte y modelaje de un material real, una prosa a la que ya queda viejo llamar “confesional”, idea a la que Kraus le ha declarado la guerra. El contenido del libro es en gran parte una colección de cartas escritas entre la catarsis y un monolingüismo compulsivo. Dick, el objeto de su amor, es un amigo de su marido. Este último se involucra en el affaire de Chris casi como facilitador, también escribe misivas que empiezan con “Querido Dick” y no es el vértice más desorientado de este triángulo. Chris es Chris y su presa tiene un referente muy concreto, el académico Dick Hebdige, que intentó frenar la publicación de este libro, que consideraba un ataque a su intimidad. Es necesario aclarar: todo el contacto con Dick ha sido una cena para tres y una llamada balbuceante. La locura algo arbitraria por Dick, está claro, es la excusa para algo mucho mejor. En el libro, Kraus analiza el lugar marginal de las mujeres en el campo del arte (Hannah Hoch, las dadaístas, la posición de Hannah Wilke en relación con su marido, el artista pop Claus Oldenburg) y hasta revive una anécdota cuando allá por los ’80 Louise Bourgueois le recomendó a la joven Kraus, en confidencia, que se casara con un académico o se preparara para el hambre. Con todo lo dicho, Kraus no simplifica a la hora de pensar las perspectivas de género en su obra: “Jamás negaría ni cuestionaría el feminismo, pero creo que es desafortunado que prácticamente a toda mujer que escribe sobre la experiencia femenina se le pregunten si se reconoce como feminista. ¿Por qué es que a Jonathan Franzen, a Ben Lerner, etc., etc., nunca les preguntan sobre el tema del género o si se reconocen como ‘masculinistas’? El verdadero feminismo se alcanzará cuando la experiencia femenina sea considerada igualmente universal”.
Kraus estuvo en Buenos Aires invitada por el Filba. Vino a presentar Verano del odio, la novela recién salida del horno de Eterna Cadencia, que dibuja un clima que pela durante los meses en los que la protagonista (que si bien esta vez no se llama Chris sino Catt, nuevamente se presta al juego de las coincidencias entre autora y ¿anti?heroína –profesión, estilo de vida, dramas existenciales–), deambula por el suroeste de los Estados Unidos. Catt huye del miedo que le ha provocado su propia calentura, nada metafórica, con quien llama “su asesino”. “Todo es cierto. Aunque está editado. O, más específicamente, les di forma de historia a algunos eventos que había presenciado y a sucesos de mi vida personal de 2006 a 2008”, dice Kraus aprovechando el fetiche que hay en el “basado en hechos reales”. Su asesino es un hombre que conoció en un sitio virtual de encuentros BDSM, y a quien estuvo a punto de firmarle un contrato para dejarle todos sus bienes una vez que éste, por consenso, más que darle una petite morte, la ultimara en serio. Su asesino le concedería eso que Catt ha venido buscando y que luego ha podido redondear con la idea de “deseo de muerte”. El BDSM aquí no es un sadomaso para amas de casas soñadoras como el de 50 Sombras de Grey, sino un juego irónico y el puntapié para contar el trayecto que hará Catt, de esclava a dómina. Al llegar a Alburquerque, Catt entablará una relación de amor con un hombre que estuvo preso. La fórmula de melodrama de “chica universitaria con hombre de la clase trabajadora” no desembocará en frase de señalador –el amor puede más–, sino en una crítica corrosiva al sistema penitenciario estadounidense y un paisaje opresivo pero sutil en tiempos guerra de Irak, criminalización de la pobreza y nacionalismo al estilo suburbios.
Verano del odio es de lectura veloz. ¿Cómo logra eso?
–Nunca me sentí una escritora especialmente “buena”, pero tengo una habilidad para ser clara. A veces me gusta leer prosa lírica, pero prefiero una escritura relativamente libre de metáforas. Cuando escribo, trato de capturar eventos, observaciones, estados físicos con la mayor exactitud posible. Como una declaración, pero más interna.
Tus personajes parecen estar muy lejos del amor romántico. Nada de monogamia clásica.
–Sobre ese tema no hace falta que diga que no hay una posición fija para tomar y que para cada persona es diferente y además puede cambiar muchas veces en la vida de una persona. Todo eso también les pasa a mis personajes. Al principio de Verano del odio, Catt Dunlop está tratando de sostener un vínculo fuerte con el marido del que se ha separado, que vive a tres mil millas de distancia, y a raíz de eso entabla amistades sexuales y aventuras BDSM. El presente de esa pareja está muy lejos de la monogamia pero también es claro que ése no fue un estado estático y consensuado de una vez y para siempre. Hubo una transición y en el medio podemos imaginar que entre ellos han pasado mil cosas, han probado mil formas. Yo creo que las opciones son diversas, personales y volátiles, y que hay tantas opciones para probar como personas. Los escritores norteamericanos Kevin Killian y Dodie Bellamy son, por ejemplo, un caso encantador. Están casados de forma no monogámica; él es gay y ella es bisexual. Entre ellos tienen una relación heterosexual que podríamos llamar “clásica”. En mi caso, yo viví sola por diez años cuando me mudé a Los Angeles. He ido y venido. Justo ahora vivo en pareja, con un arreglo bastante tradicional.
En Verano del odio se le da un lugar importante a la crítica del sistema penitenciario. De hecho, parte de lo recaudado con la edición en inglés fue para la fundación Middle Ground Prison Reform, que trabaja por los derechos de las personas privadas de su libertad. ¿Cómo comenzó a interesarte el tema?
–Hace bastantes años, cuando vivía en Nueva York, fui arrestada por manejar en Nueva Jersey con carnet de conducir vencido. Era un pueblo chico y me dejaron sentarme en la oficina del comisario, leer revistas y llamar a mi marido. Y mi marido fue al banco y trajo los quinientos dólares de fianza. Cuando fui a juicio, los cargos fueron retirados sin nungún tipo de multas ni sanciones. Pero mientras estaba sentada esperando que mi audiencia empezara, vi una grotesca caravana de gente de bajos recursos siendo sentenciada con encarcelamientos y multas por crímenes insignificantes que habían cometido precisamente por no tener dinero. A una mujer, por ejemplo, la sentenciaron a pasar treinta días en la cárcel porque en un supermercado le rebotaron un cheque. No es que fuese una novedad. Es algo que ya todos conocemos o intuimos. Pero ver la injusticia de esto tan concreta y en mi cara me afectó. En Albuquerque, presencié el mismo fenómeno más de cerca y en circunstancias más duras. Al igual que en la guerra en Irak, el sistema judicial es un enorme mal que parece incorregible y, en consecuencia, hablar sobre él se ha vuelto algo muy pasado de moda. Al escribir el libro, quise encontrar una forma de hablar sobre eso que no resultara automáticamente tildada de cliché liberal hueco. Quería que los lectores se sintieran igual de escandalizados que yo en la corte de Nueva Jersey o más.
Catt se acerca al BDSM. ¿Qué es lo que te interesa de ese tema? Podríamos decir que es un uso de esta subcultura que es tangencialmente diferente del que se hace en el naïf 50 Sombras de Grey.
–Te vas a reír pero nunca leí 50 Sombras de Grey. Fue a propósito. Y de alguna manera, estaba tratando de probar un punto al ignorarlo. Pero, como a mucha gente, a Catt le atrae el BDSM como juego, es decir, como una forma de tener un contacto sexual intenso de manera muy limitada y estructurada con gente con la que, en otras circunstancias, no tendrías mucho en común. No es sorprendente que el BDSM atraiga a muchas personas muy inteligentes, algunas de las cuales no han encontrado otros canales para desplegar esa inteligencia. En mi experiencia, el BDSM fue revigorizante porque demolió el mito de la “química”. Al decidir que podés tener sexo con cualquiera, estás liberado del agotador proceso de selección. Todos los protocolos tan pesados de las citas románticas que giran alrededor de un simple encuentro. Fue un tremendo alivio para mí descubrir que todos esos rituales tan detestables ¡se pueden saltear!
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