RESCATES
Grisélidis Réal
1929 - 2005
› Por Marisa Avigliano
Algunos supieron de ella cuando estaba muerta y enterrada, sobre todo enterrada. El cementerio de Plainpalais, el cementerio de los reyes ubicado en el centro de Ginebra no muy lejos del Ródano, es tierra de muertos ilustres. No se cavan tumbas sin nombre cuando las lápidas colonizadoras se llaman Piaget, Musil, Jean Calvino, Ludwing Quidde, Sir Humphry Davy o Borges; no, no se cavan, sin embargo, Grisélidis Réal, “escritora, pintora y prostituta” (banderas en el sepulcro decorado con caracoles y flores) es desde hace algunos años tierra junto a ellos. Una infamia tanto para los calvinistas como para quienes dicen que ni él ni muchos otros vecinos merecen estar cerca de la inigualable Grisélidis. Su biografía parece un cóctel de vidas ajenas pero el resultado final es un trago único. Una infancia en Alejandría junto a sus padres –profesores suizos en la ciudad de la memoria de los siglos– y una adolescencia en Zurich estudiando Artes Decorativas dictaron el preámbulo de una vida narrada desde el imperio del vértigo que comienza con una propuesta inesperada y sigue con maridos, cuatro hijos, clientes transmutados en amantes y abortos que sus biógrafos se encargaron de contabilizar. Que durante la guerra y en tierra germana un alemán le ofreciera dinero para tener sexo en el asiento de atrás de su auto mientras ella caminaba sin rumbo alcanza para contar el primer capítulo de sus años de prostíbulo y es la pista de aterrizaje perfecta para que glamorosa, con sombrero de piel y ojos siempre delineados baje de la cama –o del auto– como quien baja las escaleras de un jet de lujo. Alemania, Babel de soldados durante la guerra, fue el campo ideal para que la políglota Grisélidis ganara fama entre las tropas británicas y norteamericanas. Casi se casa con uno de sus clientes, un amante negro al que le dedicó su primer libro, Le Noir est un couleur (1974). Celebrado por “la frialdad realista con la que describe la sombría vida de la calle”, el libro fue reeditado y traducido mientras su autora perfeccionaba su trabajo haciendo cursos prácticos de sometimiento sexual. “Aunque la esclavitud no era lo mío, quise aprender, porque hay que ser capaz de ponerse en la piel de cualquier tipo de sadomasoquista.” Unos meses en prisión por drogas alcanzaron para que conociera los problemas cotidianos de las prostitutas y decidiera trabajar en la reivindicación de sus derechos laborales. Herencia de madre y padre maestros hicieron que la alumna aplicada tomara otro curso, esta vez de psiquiatría analítica, dirigido a la experimentación orgásmica, un curso que marcó el estilo con el que escribió su diario de clientes: “Roger, calvo, una cabra vieja, mantiene su ropa interior el mayor tiempo posible, juguetón, Groper, precoz, 80 francos”. Con disección clínica hizo del diario íntimo un análisis sociológico de sadismo y erotomanía y lo convirtió en un nuevo libro, Carnet de bal d’une courtisane (1984). La escritora prostituta cerraba calles a modo de protesta cuando defendía sus derechos y los de sus compañeras atacadas por la policía, por los rufianes y los proxenetas. La “puta revolucionaria” colaboró en la fundación de Aspasie (una de las primeras asociaciones destinadas a ayudar a las prostitutas maltratadas) y en la de un Centro Internacional de Documentación sobre la Prostitución en Ginebra (base de datos para sociólogos e investigadores). Los que supieron de Grisélidis antes del foso rebelde conocieron sus obras de teatro, sus pinturas, sus cartas y sus otros libros, sus poemas, su cara bien maquillada dando cátedra en documentales fumando delante de una biblioteca propia en la que se destacaba el Jean Genet de Las criadas y su voz repitiendo que la prostitución es “arte, humanismo y ciencia”, mientras sonreía para la cámara y abrazaba a sus chihuahuas. El día de su muerte la zona roja ginebrina cerró por duelo.
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