PERFILES > ROCíO GIRAT
› Por Roxana Sandá
¿Puede una carta salvar tu vida? Parece que sí. ¿Y un juego escrito de preguntas y respuestas, donde la que pregunta es la víctima y el que responde su victimario? En el caso de Rocío Girat, tuvo un resultado contundente: despertó a su madre para que pudiera ver los abusos sexuales sistemáticos a los que la sometió durante cuatro años su progenitor, marido violento y jefe autoritario de un hogar partido en mil pedazos. Distinto efecto (potente, sí, pero distinto) obtuvo en algunos espacios televisivos, donde por lo general se esperan ciertos requiebros o balbuceos que permitan borronear las fronteras discursivas de quienes padecen cualquier tipo de tormento. Es cierto que frente a cámara Rocío argumenta sin fisuras, hace una especie de operación a corazón abierto que no admite juicios de valor ni observaciones prejuiciosas. Ella misma recuerda que salía alcoholizada de las matineés cuando su progenitor, Marcelo Alberto Girat, iba a buscarla para llevarla a la Base Naval de Mar del Plata, donde la violaba. “Lo hacía para soportar los abusos”, dice, haciéndose cargo de esos mazazos de responsabilidad mal direccionada que siempre, inevitablemente, se estrellan contra las víctimas. O cuando después de ser abusada por su padre iba a encontrarse con algún chico, “porque no quería que él fuera el último que me había tocado”. Quiso volver a desarmar esos laberintos el sábado (ya lo había hecho en la semana con un Alejandro Fantino que nunca interrumpió), pero, craso error, frente a Mirtha Legrand. Sobrevino lo que era de esperar: una cadena desprolija de interrupciones demostrando la estrecha predisposición de ciertos espacios a escuchar y escucharse, antes sí porque los delatan las hilachas culturales de que están hechos, más que por mediciones de rating.
Rocío suele detallar el horror con una serenidad que los tiempos televisivos no soportan. La noche de Mirtha, ese apéndice de los almuerzos paleolíticos pero de gala (porque es una cena y hay que vestirse de largo, dice su conductora), pareció por momentos un viaje alucinado entre el relato estremecedor de una chica de 20 años que afirmaba sin sobresaltos “papá es un violador serial” y el aturdimiento de unos comensales farandulescos que nunca soportaron semejante anticlímax. Que se mantuviera lejos de victimizarse fue un acto de desubicación para el que no estaban preparados Mirtha Legrand ni los invitados Loly Antoniale, Catherine Fulop, Paz Martínez y Rifle Varela. Quisieron atenuar la incomodidad con preguntas vergonzantes, alérgicas al sentido común. Las de ML: –¿El tenía relaciones con vos en la base? –Eran violaciones –corregía RG. –¿Por qué no lo denunciaste al principio? –Es muy difícil hablar, Mirtha. –¿Pero vos le decías “papá, no lo hagas”? Antoniale (mujer de Jorge Rial, que también se apersonó en el estudio del 13 para esperar a su señora y “darle un abrazo grande a Rocío”) lanzó otras imprudencias del tipo “¿Por qué elegiste trabajar en la base? ¿No te da miedo que él está preso y que te mande a alguien para que te haga daño?” (sic). Qué interesante, esta vez no pudieron, resulta que a esa chica no le entran balas. Sucede que Rocío no es cualquier sobreviviente, tiene respuestas –¡tan jovencita!, se emocionan las mirthas–. “El terror es silencio y el dolor en la piel se siente. Por eso hay que hablar, primero para salvarse una, y después para salvar a otras. Es el primer paso hacia la libertad.” Ella parte de una tragedia personal con la certeza extraordinaria de estar viva, libre y sentirse justiciera. Sabe que ese montón de mierda no puede ser la materia prima que modele su futuro. Y eso al gran monstruo mediático lo desmorona, más entrenado en descuartizar a Miley Cyrus y su hipotética influencia lesbiana-porno-ambigua sobre las futuras Melina Romero –Chiche Gelblung dixit– o en escarbar sobre un tipo muy diferente de pulsiones emocionales como, por caso, las de Ivo “corta la bocha” Cutzarida.
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