Vie 17.10.2014
las12

ESCENAS

Chamana todoterreno

Dueña de una carrera sólida, Iride Mockert continúa despuntando en la escena teatral con ¡cantidad! de piezas
en variopinto registro, donde despliega sus habilidades camaleónicas

› Por Guadalupe Treibel

El nutrido presente de Iride Mockert toma distintas formas: algunas noches, es vernácula vengadora en tierras tucumanas (La Fiera, de Mariano Tenconi Blanco); otras, una productora de telenovela envuelta ella misma en tamaño culebrón (Las lágrimas, también de MTB). Eso cuando no se transforma en evangelizadora de almas perdidas (Un gesto común, de Santiago Loza) o en performer de un freak show (Meyerhold, de Silvio Lang). Nacida en Santa Fe y mudada a Buenos Aires para estudiar en el IUNA, la actriz, bailadora, oboísta y cantante también se hace el rato para interpretar a Iaia, la mucama de Viudas e Hijos del Rock & Roll, evidenciando un día a día claramente nutrido que la tiene a las corridas, “cansada pero feliz”. Artista de estirpe, dueña de una vocación irrenunciable, Mockert ya había mostrado sus habilidades como superheroína infantil (en La Leyenda de Lis Chi), como Electra de la descacharrante reinterpretación griega A mamá, Segunda parte de una Orestíada vernácula, o como una Cleopatra en verso (Los Aspides de Cleopatra), por mencionar unos pocos renglones de un currículum que incluye estudios con maestros como Juan Carlos Gené, Ricardo Bartís, Guillermo Cacace.

Consultado acerca de las causas que lo llevaron a elegir (y volver a elegir) a Iride, su actriz fetiche, dice Tenconi: “Escribí La Fiera pensando en algo que me dijo mi maestro Alejandro Tantanian, que los unipersonales deben expresar lo mejor que puede hacer ese/a actor/actriz. Pues lo mejor que puede hacer Iride es Todo. Puede actuar con intensidad, con profundidad, ser conmovedora, ser cómica. Puede cantar extraordinariamente bien. Puede bailar. En La Fiera se luce porque muestra su enorme catálogo de habilidades. Y es que Iride es un chamán en pleno acto sacrificial, absolutamente poseída. Es tremendamente artificial pero atrozmente verdadera; cada movimiento, cada gesto, tiene una verdad casi religiosa. Cuando volví a elegirla para Las lágrimas puse en peligro el idilio. Pero la decisión fue acertada. El proceso fue casi opuesto: una obra compleja, con una estructura compleja y una búsqueda titánica y llena de cambios de ruta. Sacamos escenas, agregamos otras, cambiamos de tono, de hipótesis escénica... Todo fue arduo y trabajoso. Sin embargo, Iride vuelve a lucirse. De ella ya habla medio mundo, y será –estoy seguro– una actriz importante de la historia del teatro argentino”.

Hecha la presentación, he aquí la palabra de la protagonista...

En Las lágrimas, el espectador asiste al rodaje de una telenovela donde el culebrón sucede on y off stage, y está íntimamente vinculado con la búsqueda de identidades como consecuencia directa de la dictadura de los años ’70. Como lo hicieran en La Fiera respecto del tema de la trata, vuelven a transitar un tema sensible con seriedad pero sin solemnidad.

¿Cómo se trabajó el enfoque?

–Es un sello de Mariano que, sin resignar un punto de vista político, corre a los espectadores de su lugar de reflexión habitual. Y aunque la gente se descoloca, se desorbita, la pasa muy bien, porque está hecho sin faltar el respeto. Es un riesgo, sin dudas, pero, a mi entender, lo más destacable es el tratamiento no trillado al que se asiste.

Como en todo buen culebrón, hay amores cruzados, romances frustrados, malvados de antología y heroínas que involuntariamente protagonizan episodios de incesto fraternal...

–Sí, y desde ese registro de las emociones donde todo está exacerbado –la exageración de lo novelesco– se cuenta todo esto: las hijas de desaparecidos, la madre ausente que vuelve, el genocida. En mi caso, interpreto a Victoria, una productora de tevé que arma pareja con Libertad (Violeta Urtizberea) pero, a medida que el pasado se hace presente, el vínculo se interrumpe. O más bien se interrumpe en esos términos. Mariano decide romper con todo, al punto que la obra se vuelve imposible de encasillar; un mérito, sin dudas.

Ahora habría que convencerlo de que haga una obra dedicada a las Mucamas Revolucionarias, la organización setentista de empleadas domésticas espías que creó para Las lágrimas y se menciona sucintamente...

–Sí. Bueno, de alguna manera yo ya soy una mucama revolucionaria en televisión (se ríe). O, al menos, una mucama que se va a rebelar, de armas tomar...

Claro, en Viudas e Hijos del Rock & Roll, la tira de Sebastián Ortega, donde interpretás a Iaia y tenés un sonado affaire con el personaje de Luis Machin, el pater familias de los Arostegui...

–Sí, un amor medio “Olmedo, Porcel y sus chicas”. Pero, aunque bizarro el vínculo, a ella él le gusta de verdad. De todas formas, ya se va a rebelar... La idea es que después se ponga en contra de los patrones, que apañe a Paola Barrientos, al cuidador de caballos. Frente al maltrato reiterado de Verónica Llinás del que es víctima, su línea iría hacia el desacato. Y ojo que ella maneja información de identidades, de relaciones; sabe y escucha todo. De hecho, ¿sabés la cantidad de escenas que hago donde actúo de escuchar? ¡Ya no sé cómo ponerme! (se ríe). Para mí es un mundo nuevo el de la televisión; estoy aprendiendo que, por ejemplo, la novela también es repetición; son idas y vueltas, desencuentros. Y para mi estilo de actuación –más bien exacerbado, muy gestual– es una oportunidad que me permite trabajar desde el pequeño gesto, más allá de que la tira esté planteada en un registro subido de la actuación.

¿Esperabas las buenísimas repercusiones de La Fiera? En la última entrega de los premios Hugo te llevaste la estatuilla al Mejor Unipersonal Musical, mientras MTB sumó las de Mejor Dirección en Musical Off y Mejor Libro de Musical Argentino.

–Con Mariano estamos todo el tiempo que no lo podemos creer... Es bárbaro lo que se armó con La Fiera. La gente entra sin prejuicios, sin tabúes, a otros espacios de pensamiento de un tema tan importante como la trata y la violencia de género, contado desde un estilo Kill Bill, medio de comic. La fiera es una felina, una mujer-tigre que asesina a los hombres que matan a mujeres o abusan de ellas. Y lo interesante es que no es un personaje desquiciado o sanguinario: podría ser cualquiera; vos, yo, una vecina del barrio. Es una mujer que no necesita superpoderes; con convicción y decisión le alcanza. Un ser vulnerable que se reconoce bruto, que admite no entender muchas cosas, pero que tiene en claro que las verdaderas bestias, los verdaderos animales, son los hombres abusadores. En un punto, La Fiera es una obra escrita para concientizar sobre la trata; no por nada la acción transcurre en Tucumán...

Más allá de que sus móviles estén justificados, es curioso cómo, aun salpicada de sangre de los pies a la cabeza, no deja de inspirar ternura...

–Gracias a la poética de MTB, es un personaje tierno que está desnudo, en llagas, que no se protege. Tampoco tiene respuestas: sabe que está ahí para ajusticiar y, hasta que se muera, va a seguir en ese estado. Hace poco hicimos una función en la Casa del Bicentenario y, por el espacio reducido, adquirió un color de ritual, de confesión, y yo no podía parar de llorar. Aun habiendo estrenado hace un año, me sigue sensibilizando mucho. Mismo en la calle, al presenciar ciertas situaciones, siento que voy a perder la cordura y convertirme en esta mujer-tigre. Pero hasta que suceda la metamorfosis estoy en carne viva en una obra que me consume completamente con la intención de sacudir al espectador, de arengarlo para que salga del teatro con una posición contundente.

También actuás en Un gesto común, obra que Santiago Loza –su dramaturgo– ha descripto como la historia “de tres personajes con amores y temores cruzados en un diálogo sobre la culpa y la redención”, y que Maruja Bustamante –su directora– define como “un cuchillito sin filo que igual corta”. ¿Qué podrías contar acerca de la pieza y de tu personaje?

–Un gesto común es una obra que Santiago escribió inspirándose en Crimen y castigo, de Dostoievski. La obra transcurre en un sótano, con humedad, olor a rata, y habla acerca de un hombre (Diego Benedetto, de Adela está cazando patos, Trabajo para lobos) que mata a la casera de un edificio, huye y se encuentra con el personaje de José Escobar, que le ofrece asilo. Yo interpreto a una suerte de amiga enamorada del protagonista cuya meta es evangelizarlo, devolverlo al camino de Dios. De todas formas, la acción en escena no sucede, ya sucedió. Es decir: el relato es sobre lo ocurrido –algo muy propio de los textos de Loza– y su carácter sombrío se desprende del aspecto filosófico que propone: plantear qué está bien y qué está mal; hablar de Dios, del asesinato, de la culpa; de un asesino que no siente culpa. Es una obra hermosa, la primera que hago de Santiago, y tiene un final de una belleza superior. Aunque es difícil porque no hay acción, el nivel de imagen y poesía son increíbles.

¿Cuál dirías que ha sido el aporte de Maruja desde la dirección? Porque aun cuando el contenido de sus obras suele ser fulminante, son historias de ensueño que no renuncian al humor...

–Sí, totalmente; el universo de Maruja suele estar más vinculado a lo delirante, lo surrealista... Pues, en este caso, eso no está presente. El texto es tan fuerte que hubo que adaptarse al planteamiento de un espacio oscuro, muy astero, incluso realista. Nosotros mismos, los actores, tuvimos que evitar sumar desde la propuesta actoral para dejar que el texto se escuche, para evitar que haya ruidos. Lo importante era bajar a la nada y que el decir estuviera por sobre cualquier otra cosa. Para sostener el decir, Maruja ayudó creando situaciones, como por ejemplo una contundente que tiñe el final de la obra. Y que, por supuesto, no te voy a develar (se ríe).

Actualmente, y como si fuera poco (¡¿cuántas horas tiene tu día, Iride?!), participás de Meyerhold. Freakshow del infortunio del teatro, de Silvio Lang.

–Sí, y no sabés lo mucho que me entusiasma este proyecto. Como el nombre indica, es sobre el director y teórico ruso Vsevolod Meyerhold, que me encanta. Especialmente sus postulados acerca de lo biomecánico, lo físico... El mecanismo de la obra ubica al espectador como si estuviera espiando los procesos de los actores al momento de la escena. Y con diferentes materiales, porque hay ópera, tango, canciones rusas; está lleno de instrumentos. Entre bailarines, actores, un cantante de ópera, pianista, gente del teatro musical, somos alrededor de veinte artistas. Una troupe de pista de circo, donde se suceden performances delirantes pegadas casi mágicamente, cual números o cuadros. Entramos y salimos. En mi caso, hago de Clitemnestra en un momento, canto un tango ruso (en un ruso-alemán inventado), toco partituras en el oboe (de Stravinsky, por ejemplo) e interpreto –junto al resto de mis compañeros– “Yo soy aquél”, de Raphael, por darte unos ejemplos. Meyerhold es un freak show, un pastiche medio trans donde se sucede cabaret, music hall, Otelo, Edipo Rey... Guillermo Vega Fischer, el director musical, hizo unos arreglos increíbles, y el trabajo de Alina Folini, a cargo de la coreografía y el trabajo físico, fue genial. Vale aclarar que la obra es parte de un ciclo, Invocaciones, creado por Mercedes Halfon, con producción general de Carolina Martín Ferro. Ellas convocaron a cuatro directores para que dialogasen con cuatro directores, dramaturgos, teóricos del teatro (Jarry, Brecht y Artaud), con la premisa de que cada montaje involucrase algo de la vida del artista, su pensamiento. Silvio habla del teatro, cuestiona los métodos de creación.

Una buena excusa además para reencontrarte con tu instrumento de mil amores, el oboe.

–Para mí está buenísimo; es algo que no hacía desde hace rato.

En 2013, tocaste para uno de los temas de A todas partes, disco de Fernando Samalea, donde también participaron Javier Malosetti y Rosario Ortega, entre otros.

–Sí, y me dio mucha alegría dejar el sonido inmortalizado. Porque el oboe tiene un sonido muy especial, muy dulce; yo siempre digo que suena a pato. Cuando vine a Buenos Aires a estudiar teatro tuve que relegarlo, porque la convivencia del teatro y la música era complicada. Para hacer algo bien, no podés dedicarle dos horitas; necesita un tiempo, un desarrollo.

Las canciones son una forma expresiva que bien podría decirse te llegan de herencia. Tu papá, Jorge Mockert, fue un reconocido pianista y compositor, y tu mamá, Marcela Sabio, también es música.

–Mi mamá, mi papá y mi hermano Jorge. La música tiene una presencia muy fuerte en mi vida. Desde niña fui siempre a verlos tocar, al teatro, a ver ópera. Mi mamá, en verdad, es un poco de todo: actriz, régisseuse de ópera, compositora, directora de orquesta. Todo con títulos, ¿eh? No para de estudiar. Ella vive en Santa Fe; hizo de nuestra casa una biblioteca gigante y un centro cultural abierto, para la gente, que se llama Biblioteca Juglares y queda en Colastiné. Hace poquito le llevé unas telas que tenía (de cuando hacía disfraces para chicos y muñequitos tipo Barney o Mickey) para un festival internacional de narración oral escénica que organiza y que este año homenajeaba a Cervantes, incluida una feria estilo medieval-renacentista. l

Las lágrimas, de Mariano Tenconi Blanco, se presenta todos los viernes y sábados a las 22.45 hs en el Centro Cultural de la Cooperación (Corrientes 1543).

La Fiera, de MTB, vuelve al teatro El Extranjero (Valentín Gómez 3378) el martes 4 de noviembre, con funciones los martes y domingos a las 21 hs. durante todo noviembre.

Meyerhold. Freakshow del infortunio del teatro, de Silvio Lang, se presenta jueves, viernes y sábados a las 20 hs., domingos a las 18 hs., en la sala A-B del Cultural San Martín (Sarmiento 1551). En cartel hasta el 2 de noviembre.

Un gesto común, de Santiago Loza, los lunes a las 21 hs. en Abasto Social Club (Yayat 666).

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