Vie 17.10.2014
las12

PERFILES

La paz sea contigo

Malala Yousafzai

› Por Roxana Sandá

Cuando comenzó a escribir un blog sobre su vida en el valle de Swat, Malala Yousafzai tenía 11 años y asistía a una escuela de esa región del nordeste paquistaní. Con el permiso de su padre docente y de su madre, una mujer analfabeta que no quería lo mismo para su hija, la pequeña cerró trato con la BBC y se lanzó a redactar en la clandestinidad. Bajo el dominio del régimen talibán hubo que pensar un seudónimo: Gul Makai, que en idioma urdú quiere decir “flor de maíz”. Malala, en cambio, es triste y hasta premonitorio. Significa “dolor afligido”. El Nobel de la Paz que recibió la semana pasada quiso barrer algo de ese designio de cuna, casi una sentencia en 2012, cuando un miliciano talibán veinteañero le disparó a quemarropa, en la cabeza y la espalda. Pretendió ser una ejecución en nombre del Islam contra aquella hereje de 13 años, un futuro cuadro político al que además le gustaba la saga de Crepúsculo y Betty La Fea.

Ese demonio en cuerpo de niña denunció ante los ojos del mundo la sharia, el código islámico que establece la ejecución de infieles frente al pueblo, la obligación de las mujeres de usar velos, la prohibición de compraventa de música y el cese de cualquier estímulo cultural que se considerara contaminado. Pagó tanto desafío de la peor manera. En julio de 2013, ya recuperada y con una placa de titanio en la parte izquierda de la cabeza, dio un discurso ante Naciones Unidas que Youtube viralizó en la categoría de inolvidable. “Pensaron que las balas nos silenciarían a las mujeres, pero fallaron. Y de ese silencio surgieron miles de voces.” Ese día recordó el asesinato de catorce estudiantes tras un ataque en Quetta y la muerte de maestras en Khyber Pakhtunkhwa, “porque están asustados del cambio e igualdad que traeremos a nuestra sociedad”.

Para la experta en desarrollo y activista paquistaní de los derechos humanos, Zeenia Shaukat, las mujeres de los territorios sometidos por regímenes fundamentalistas son víctimas de “una sociedad patriarcal en la que la mayoría de los padres considera las funciones reproductivas y domésticas de las niñas más importantes que formarlas intelectual y profesionalmente”. La oposición de los talibanes a la educación es parte de una identidad impiadosa hacia las mujeres en general, aunque su dirigencia opte para sus hijas por una escolarización fuera de Afganistán o de Pakistán. “La religión es una excusa”, protesta Malala, que imagina un dios sin prejuicios ni miramientos, que no confina a las mujeres ni somete a las niñas a matrimonios vejatorios. Según el Banco Mundial, “educar a las niñas es una de las mejores formas no sólo de avanzar en la igualdad de género, sino de promover el crecimiento económico y elevar el bienestar general”. Por cada año más de escolarización, el salario de una mujer aumenta en un 10 por ciento, se reduce la mortalidad infantil al menos un 5 por ciento y también se extiende la permanencia de los hijos en la escuela.

Antes del Nobel de la Paz (el primero que se otorga a una adolescente), la chica de piel aceitunada y ojos profundos recibió el premio Sájarov con humildad, pero segura de saberse un emblema del derecho a la educación, proyectada a formatear nuevas inclusiones y equidades, siempre negadas a las mujeres de su geografía. Hace unos días volvieron a amenazarla. Ya no tiembla: “Hay que morir una vez en la vida”.

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