Vie 31.10.2014
las12

RESCATES

Señora huesos

Mary Anning (1799-1847)

› Por Marisa Avigliano

“Nada es más fácil para un coleccionista que burlarse de otro, seguramente lo que uno colecciona hace la diferencia”, dice Johnnie Slade, en La colmena de cristal, la irresistible novela de P. M. Hubbard. Mary Anning hizo esa diferencia. Era muy chica –siete u ocho años– cuando sola salía a recorrer la playa y serpenteaba acantilados en busca de cascajos. La nena de numerosa familia pobre (madre, padre y nueve hermanos) no juntaba marquillas de cigarrillos –lo que la convertiría, según Slade, en una enferma–, juntaba huesos. Sólo ella, “la más grande fosilista que el mundo haya conocido”, recuperó las osamentas del pasado y las transformó en invaluable antología. La coleccionista de huesos más sorprendente que la historia de la paleontología haya tenido alguna vez nació y vivió toda su vida en Lyme Regis, una pequeña ciudad costera británica del oeste de Dorset, en el sur de la isla.

Los herederos de la ribera cuentan que Mary era una beba de un poco más de un año cuando un rayó cayó sobre la mujer que la llevaba a upa. El rayo fulminó a la nodriza ocasional y, como la picadura de una araña en Peter Parker, dotó a la pequeña Anning de poderes inesperados. Tan inesperados como el gateo heroico y ornamental con el que aterrizó después de la descarga celestial. Ahora, más inteligente y vivaz que todos sus hermanos juntos, era Mary quien mantenía a la familia (la tuberculosis había matado a su padre) rematando sus tesoros calcáreos. Hueso encontrado, hueso vendido. Sin saberlo, la menesterosa disidente sin otra educación que la aprendida en los precipicios de sal era quien estaba montando por unos pocos peniques salas paleontológicas en los museos ingleses. Los científicos clasificaban lo que una huérfana curiosa recolectaba sin reconocimiento ni crédito. La descubridora del nuevo parque jurásico desenterró a los doce años el primer fósil completo de un ictiosaurio –un pez lagarto del Triásico Inferior– que vendió por 23 libras. Diez años después y por 200 vendió el esqueleto completo de un plesiosaurio –una especie de tortuga con aletas con cuello y cara de serpiente–. La lista de hallazgos no terminaba nunca. Ahora también París ponía los ojos sobre aquellos encuentros playeros. Cada vez que los reptiles marinos que sus manos descubrían llegaban a las mesadas de los laboratorios temblaban a ritmo las razones científicas y las interpretaciones bíblicas del Diluvio. Los años seguían ocurriendo y la mujer de la costa seguía resucitando restos para que los museos de historia natural continuaran ampliando sus salones sin siquiera nombrar a la genial excavadora. Fue recién a fines de la década del treinta cuando la científica autodidacta, lectora solitaria de libros de anatomía, logró cobrar su primera renta anual concedida por la Asociación Británica para el Progreso de la Ciencia. Coronada de gloria ósea, formó parte desde 1846 de la Sociedad Geológica (una institución que tardó más de cincuenta años en admitir a otra mujer en sus claustros). No tuvo hijos ni maridos, fue amiga de Elizabeth Philpot, una paleontóloga amateur londinense de clase media casi veinte años mayor que ella, con quien compartía la pasión por los fósiles y por las excursiones rastreadoras.

El 9 de marzo de 1847, después de soportar los dolores que provocó un cáncer de mama, Mary murió en Lyme Regis, cerca, muy cerca, de las plenitudes rugosas que dejaron los esqueletos que ella había desenterrado. Un enroque osteológico, una ruta redonda de marfil masticado.

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