RESCATES
Charlotte Perriand 1903-1999
› Por Marisa Avigliano
Jugaba con la escuadra de madera de la madre y las sedalinas del padre ¿o era al revés?, nadie lo sabe. En la casa de Charlotte (madre costurera, padre sastre) las cortadoras de hilacha se compartían y los zapatos abotinados y los de taco se confundían en el punta talón del pedal de la máquina de coser. Las entretelas y los centímetros eran cómplices ideales para armar los trompos que Charlotte construía después de hacer garabatos en los recortes de papel molde usando como lápices las tizas chatas y cuadradas con las que sus padres anticipan el pespunte. La nena de la casa armonizaba el mundo material con su ocio y mejoraba su entorno, era sin saberlo, una arquitecta de interiores. Después, con la naturalidad de lo anunciado, vino la escuela de artes decorativas parisina, los profesores y un tiempo de academia para que la revelación de la diseñadora intuitiva portara título y maqueta. Las entrañas de algunas casas ya habían experimentado la metamorfosis de sus diseños cuando llamó a la puerta de Le Corbusier, quien la cerró demasiado pronto dejándola afuera después de decirle la frase de aquella primera cita que se convirtió en leyenda: “Aquí no bordamos almohadones”. El pedido de disculpas de CharlesEdouard llegó cuando descubrió el altillo –fue Pierre Jeanneret (socio y primo) quien organizó la excursión–, un bar privado que Charlotte había creado con vidrio, metales y aluminio en los altos de su casa. Después del perdón y antes de que se pusieran de acuerdo con los porcentajes y los créditos –que nunca favorecieron a Charlotte–, trabajaron juntos diseñando muebles. Ella sabía más de sillas que él, conocía el placer de estar sentada o sutilmente recostada en la chaise longue del confort (palabras claves en la primera serie del que incluye las piezas ya clásicas: “el gran confort”, “el pequeño sillón basculante” y “la chaise longue”). Ahora, y gracias a la hija de la costurera, eran lo geométrico y el acero quienes desterraban a las sempiternas sillas Thonet y se imponían puertas adentro en el infinito y moderno cosmos de Le C. Después de unos años el trío Le Corbusier-Jeanneret-Perriand se disolvió y Charlotte se fue a Japón, allá la esperaban la liviandad del bambú y el candor de las formas naturales, vacío omnipotente que todo lo contiene y que descubrió a los diez años cuando su apéndice la llevó al quirófano: “de vuelta a casa la leonera de muebles y objetos saltaba a la vista y lloré. La sobriedad del hospital me convenía”. Los martirios de la guerra la sacaron de Japón y la llevaron a Vietnam (tierra y tiempo para un segundo matrimonio y una hija; del primer marido se quedó sólo con el apellido). La mujer afín con las organizaciones de izquierda, una de las fundadoras de la Unión de Artistas Modernos y un emblema en el diseño moderno de muebles, estudió carpintería y tejido, volvió a Francia, remodeló estaciones de esquí, oficinas de Air France en diferentes ciudades del mundo, cruzó varias veces los trópicos del globo, fotografió la lenidad del espacio montañoso, aprovechó sus dotes de escaladora y nadadora (solía zambullirse desnuda en los lagos) y, seducida por la flexibilidad de lo efímero en armonía, trabajó en el diseño de casas prefabricadas elegantes y sin artificios. Sabía que la arquitectura, arte y ciencia de la construcción es el recipiente que conforma la vida humana, un cóctel preparado especialmente para modificar el comportamiento de quien lo toma, bueno, de quien lo habita.
Murió en París en el mismo mes en el que nació, octubre, y cuatro años antes de cumplir los cien.
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