ARTE
El cruce entre arte y feminismo tuvo su época de siembra al principio de los años ’70, cuando la pionera Unión Feminista Argentina ponía en debate el modelo de domesticidad y la educación de las mujeres como zonas de amarre de la dominación patriarcal y lo hacía a través de imágenes, algunas tan potentes como las que entregaba el cine de María Luisa Bemberg. Y aunque siguieron años de asfixia, la primavera de esta relación fértil se instaló con la vuelta de la democracia, cuando el espacio público fue el punto de encuentro entre artistas, feministas y artistas feministas. Legados de libertad. El arte feminista en la efervecencia democrática (Biblos), de María Laura Rosa –doctora en arte contemporaneo e investigadora del Conicet–, recorre estas experiencias subversivas, las recopila y las hace visibles como genealogía particular de un arte militante que no fue incluido –ni quiere serlo– en la historia oficial.
› Por Laura Rosso
Una mujer con ruleros prepara frenéticamente la comida mientras atiende el teléfono con sus pies y se ocupa de dos niños y una niña que intentan hacer destrozos frente a la soga con ropa recién colgada. A su lado, el televisor transmite un aviso que dice: “Sea bella, use crema Sexy”. El epígrafe del dibujo señala: “Madre, esclava o reina, pero nunca una persona”. El folleto, de 1970, fue creado por el primer colectivo de mujeres de nuestro país, la Unión Feminista Argentina (UFA) para el Día de la Madre, y da cuenta de uno de los temas sobre los que aquellas pioneras decidieron crear conciencia: el modelo de domesticidad. Este colectivo de mujeres marcó el origen de la relación arte-activismo. En sus filas se encontraba, entre muchas otras, María Luisa Bemberg, quien con sus cortometrajes El mundo de la mujer (1973) y Juguetes marcó el inicio de una época que buscó generar debates. Durante los años de dictadura, las feministas de nuestro país iniciaron un proceso de silenciamiento, o trabajaron subterráneamente, o se exiliaron. Pero iniciados los años ochenta las actividades feministas comenzaron a tomar forma nuevamente y volvieron a la arena política. En 1981, Derechos Iguales para la Mujer Argentina –DIMA–, presidida por Sara Rioja, realizó un gran evento. Se producían reclamos sobre la patria potestad indistinta (cuya modificación se logró en 1985) y en el año 1982 se llevó a cabo el Primer Congreso Argentino “La mujer en el mundo de hoy”, organizado por Rioja, Bemberg, Susana Filkenstein y Leonor Calvera, con la participación de más de ochocientas mujeres. Jornadas, debates, mesas redondas, ponencias y talleres eran algo novedoso para la época. Lo que estaba claro era que las mujeres estaban adquiriendo una conciencia de sí, de sus derechos y de su lugar en el mundo.
En su libro Legados de libertad. El arte feminista en la efervescencia democrática (Editorial Biblos), María Laura Rosa vuelve sobre las artistas feministas de la década del 80 que plantearon temáticas inéditas para el campo artístico argentino. Y lo hace tanto a través de los archivos personales de Ilse Fuskova, Monique Altschul, Sara Torres, Leonor Calvera y María Luisa Bemberg, del Centro de Documentación de la Librería de Mujeres, como de las voces de las propias protagonistas, las que pusieron el cuerpo, la cabeza y la acción para crear conciencia durante la “efervescencia democrática”. Aquellas que avanzaron contra la invisibilidad y plantearon temáticas que marcaban el pulso de las mujeres, como la construcción de la sexualidad, los roles asignados a los sexos, el trabajo doméstico, la procreación como condición de lo femenino, el cuestionamiento a la heteronormatividad y la defensa de las libertades sexuales. Artistas que dejaron un legado que la autora se encarga de revisar. El libro es fruto –y resumen– de la investigación que María Laura Rosa emprendió para su tesis doctoral, un trabajo de más de seiscientas páginas que está disponible en la web con el nombre “Fuera de discurso. El arte feminista de la segunda ola en Buenos Aires”. Para María Laura también es una forma de activismo que su investigación circule, y con ese objetivo colgó su tesis en la web. Al respecto, dice: “Creo que no se puede hacer un trabajo donde se busca visibilizar, eligiendo quién lee ese trabajo”. Allí da a conocer experiencias del campo del arte feminista durante los años ’80 que estuvieron invisibilizadas. Porque, es sabido, la historia del arte fue una construcción con exclusiones y en esas invisibilizaciones está la producción y la acción de las mujeres.
–Por su carácter subversivo. El arte feminista fue y sigue siendo poco amigable para las instituciones artísticas y para el relato más canónico de la historia del arte. Sigue generando tensión poder integrarlas. Por otro lado, me parece interesante generar discursos que visibilicen el arte feminista, pero rechazo la idea de integrarlas en la historia del arte tradicional. La historia del arte como disciplina, con sus construcciones discursivas, tiene que ser revisada constantemente, y justamente lo que hace el arte feminista es ponerla en cuestión. El arte feminista apunta al activismo, a la interdisciplinariedad, a lo colectivo, al espacio público.
–Eso es lo sano, que no encajen. Mi hipótesis de por qué ha sido totalmente olvidado en los años ’90 tiene que ver con el proceso que vivimos con el regreso de la democracia a principios del ’80. En ese momento se vivían situaciones de muchas libertades, libertades sexuales, políticas, el regreso a la calle, que a nivel internacional –como en Estados Unidos y Europa– no se estaban viviendo. Allí se estaba viviendo un proceso de conservadurismo, marcado por las políticas del eje Reagan-Thatcher y Bush padre. Eso va a llegar a la Argentina una vez que la efervescencia de la primera mitad de los ochenta se vaya apagando. En el caso del feminismo empieza a haber un proceso de institucionalización, empiezan a aparecer las ONG, institutos para la mujer, y los movimientos feministas se van institucionalizando y se van apagando esas reivindicaciones que se hacían en la calle desde el campo político-artístico. También la llegada del concepto de género al campo académico se adoptó como una noción extranjera, haciendo caso omiso del estudio precursor de Leonor Calvera, que en su libro El género mujer, de 1982, ya reflexionaba sobre su construcción social. O sea, todas situaciones que van apagando la fuerza, la efervescencia, la búsqueda de subversión que tenían las manifestaciones de arte feministas. No es que dejaron de existir, quedaron absolutamente invisibilizadas. No tuvieron lugar donde exhibirse.
–Sí, es paradójico. A principios de los ’90 el género va a ser una categoría de estudio, pero la fuerza de denuncia y subversiva de los movimientos de mujeres a fines de los ’80 y principios de los ’90 empieza a disminuir. Muchas actúan dentro de instituciones. Las artistas salían a la calle en los ’80, pero en los ’90 comienzan a hacer un arte de género que va a ser exhibido en instituciones. Según mi mirada, disminuye mucho la crítica directa al patriarcado. Se pasa de un arte feminista de denuncia y subversión del patriarcado a un arte de género que enuncia pero no busca subvertir el sistema. Esa es la diferencia.
–Muchas de ellas, al sentirse totalmente ninguneadas pero preocupadas por la situación de las mujeres, pasan al campo de lo político. Abandonan lo artístico, se van del campo del arte. Un caso bien claro es el de Monique Altschul, quien, junto con Safina Newberry y otras mujeres que participaron en la muestra Mitominas, conforman la ONG Mujeres en igualdad, en la que siguen actuando en la actualidad.
Mitominas fue una muestra en la que participaron numerosas mujeres de diversas disciplinas, feministas y no feministas, y cuya coordinación general estuvo en manos de Monique Altschul, quien fue la convocante, el alma mater de la muestra. Esa muestra fue totalmente omitida de la historia del arte argentino aun cuando la visitaron más de 60.000 personas. El proyecto se concretó a través de tres exposiciones, dos en los años ’80 y una en los ’90, en lo que hoy es el Centro Cultural Recoleta (en esos años se llamaba Centro Cultural Ciudad de Buenos Aires) con el objetivo de revisar y proponer otras miradas sobre los relatos mitológicos. En Mitominas prevaleció el espíritu grupal, el nombre habla de un colectivo que reunió a Angélica Gorodischer, Liliana Maresca, Ilse Fuskova, Daniela Gutiérrez, Ebe Molinuevo, Beba Braunstein, Florencia Braga Menéndez, Silvia Berkoff, Nora Correas, Diana Raznovich, Silvia Estrin, Ana Luisa Stock, Josefina Quesada, Rosa Brill, entre otras, y a algunos varones como Emeterio Cerro, Norman Briski, Carlos Altschul y Carlos Fumagalli. Lo fundamental en Mitominas fueron las actividades, las mesas redondas donde se discutía y se debatían temas como el aborto, la violencia de género, el sida. El objetivo de la muestra fue generar conciencia a través del arte.
–Ella va a hacer por muchos años activismo lésbico. Se va a ocupar de enunciar una historia para las lesbianas y de investigar y visibilizar el lesbianismo. Primero se aboca a los Cuadernos de existencia lesbiana, y luego sistematiza sus estudios de arte. Pero aquel activismo callejero que ella había tenido en los ’80 se va como agotando y ella sigue transitando por otros canales, quizás un poco más silenciosos.
–Sí, fue bastante fuerte porque habla de los miedos y de la autocensura de las mismas lesbianas dentro del feminismo. Eso tiene que ver con los años de patriarcado donde las feministas se han visto históricamente como lesbianas, “las que son feministas son lesbianas”. Eso se transformó en un insulto del patriarcado hacia los movimientos feministas. Muchas feministas heterosexuales no querían ni que se las asociara con la posibilidad de ser lesbianas. No se hablaba del lesbianismo dentro de los movimientos de mujeres. Se tenía terror de que la muestra Mitominas fuera censurada por mostrar esas fotografías de Ilse. Entonces se llevó a votación y se votó que esas fotografías no ingresarían a la muestra.
“Los reclamos de Fuskova no pudieron cambiar lo votado”, señala María Laura Rosa en su libro. “Fueron catorce votos contra tres.” Esas fotografías de Fuskova –S/T– habían sido creadas para la exposición Mitominas 2. Los mitos de la sangre, a finales de 1988. Eran cinco fotografías que mostraban a una pareja de mujeres pintando su cuerpo con sangre menstrual. Fuskova buscó romper con las imágenes construidas para y por el deseo masculino, es decir, el empleo de las lesbianas como objetos sexuales para la masturbación masculina. La serie aún no ha sido exhibida desde su realización.
–Ilse junto a Susana Muñoz, una amiga cineasta de ella, hicieron una performance en la inauguración de la muestra donde repartían entre el público, como si fueran canapés, unos tampones envueltos en hojas de lechuga. Esa fue la forma en que terminó participando Ilse de Los mitos de la sangre, una forma de protesta, para hacer algo. La idea principal de su trabajo, esas mujeres pintándose con sangre, proponía una investigación de cómo una lesbiana ve a otra lesbiana, cómo una mujer ve el cuerpo de otra mujer, tratando de ir más allá de las miradas masculinas. Ilse proponía analizar otras miradas hacia el cuerpo de la mujer. Cómo funciona el deseo femenino hacia el cuerpo femenino. Esa serie nunca fue exhibida, lo cual habla del pacatismo que hay a nivel institucional. Sin duda faltan exposiciones de arte feminista.
–De María Luisa Bemberg, su absoluta claridad. Lo que ella hacía era para concientizar. El objetivo de sus cortos fue subvertir el patriarcado. Con humor y con mirada crítica y mordaz quiso llegar a mujeres y varones para reflexionar sobre el patriarcado. De Ilse Fuskova destaco la necesidad de dar voz a las lesbianas, de poner el cuerpo de manera activista en la calle para reclamar por los derechos y tener una historia. Las lesbianas estaban invisibilizadas dentro del feminismo. Hay una foto que Alicia D’Amico que le toma a Ilse en la que ella aparece amordazada... Y Monique Altschul tiene ese espíritu de congregar que es destacable. Ella vuelve a establecer vínculos sociales que estaban totalmente destruidos por la dictadura. Para Monique bastaba con querer jugar, querer preguntarse sobre los mitos y develar la trama del patriarcado. Eso generó una interdisciplinariedad que anunció lo más vanguardista del arte. Como la obra que realiza Liliana Maresca del Cristo transfundido. Aparece lo ideológico por delante para poner a la palestra problemáticas que eran ignoradas.
Hablar sobre la sangre en el contexto del sida es uno de los capítulos del libro de María Laura Rosa en el que reconstruye algunas obras de Mitominas 2. La autora indica que el VIH/sida fue una de las problemáticas trabajadas en la muestra. En esa oportunidad, Liliana Maresca presentó un Cristo pequeño con una herida en el pecho y un cañito por el cual circulaba sangre que volvía al Cristo, a modo de transfusión. Esa obra, de unos cuarenta centímetros, resultó controversial para un grupo de religiosos católicos a cuya cabeza se encontraba el párroco de la iglesia del Pilar (en la misma cuadra que el Centro Cultural Recoleta), quienes pidieron que se retirara la obra. Lo interesante, además de la cantidad de obras expuestas, fueron las numerosas actividades que se realizaron alrededor de las mismas. Hubo ponencias con invitadxs especiales y proyecciones, un total de diecinueve mesas redondas y veinticuatro talleres dedicados a temas como la violencia de género, la maternidad, la sexualidad femenina y las interpretaciones míticas y literarias de la sangre.
El mayor legado que dejan las artistas de los ’80 es la libertad. “El mundo de la intimidad fue llevado a la esfera pública y expuesto como un elemento político más”, observa la autora. “Por otra parte –continúa–, los elementos que marcaron el carácter herético de las manifestaciones artísticas feministas fueron varios: el trabajo colectivo es clave. El arte feminista planteó un arte en colaboración que contribuyó a fomentar la hermandad o cohesión bajo una ideología en común. También, la lucha por el espacio público, es decir, la conquista de espacios relevantes negados al género, como por ejemplo la recuperación de la calle. La interpretación política de la vida cotidiana, esto quiere decir que tanto las acciones callejeras como las exposiciones de arte tuvieron como objetivo no sólo criticar sino subvertir el sistema patriarcal. Además, el juego interdisciplinario que acompañó estas prácticas habilitó cierta desjerarquización de las artes. Se buscaron alternativas al lenguaje formal y las artistas feministas reivindicaron las artes tradicionalmente asociadas como ‘menores’ –tapices, bordados, textiles, artes de papel– y buscaron combinarlas con prácticas que comunicaran mejor lo que ellas querían decir. Entonces, las instalaciones, las artes escénicas, las performances y el videoarte se desarrollaron con fuerza.”
María Laura Rosa se propone con este libro hacer correr la voz de ese legado. Revela la cara oculta y pone sobre el tapete el linaje materno, que transcurre en otras disciplinas artísticas, que incurre en la desarticulación, que camina entre los pliegues del discurso, que nombra lo que está en sus bordes, que busca subvertir el sistema de inequidad que afecta a los géneros. Porque el arte feminista es un arte político.
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