Vie 12.12.2014
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COSAS VEREDES

Torre de control

En el virulento contexto del GamerGate, una periodista australiana de videojuegos encontró una solución (parcial) para que varios trolls frenaran sus amenazas: avisarle a sus madres.

› Por Guadalupe Treibel

De agosto a la fecha, Internet se ha vuelto un campo de batalla sin cuartel para las mujeres –fundamentalmente norteamericanas– dedicadas a la crítica o el comentario de videojuegos. Ocurre que, con la excusa de poner sobre el tapete la corruptela del periodismo especializado en la materia, cantidad de varones gamers comenzaron una cruzada virtual que, en vez de evidenciar la falta de transparencia en la industria, se volvió una despiadada persecución contra las damas dedicadas a esa especialidad. En un campo tradicionalmente masculino, que ellas denunciasen misoginia en productos, productores o usuarios –o, para el caso, que simplemente hablasen de juegos– generó tremenda ola de odios masculinos. Y, sexismo mediante, los odios devinieron en un movimiento, el GamerGate, una auténtica caza de brujas donde el bullying y las amenazas de muerte contra periodistas femeninas (o, para el caso, contra cualquier chica que se refiriera al tema) se volvieron moneda frecuente.

En palabras del periodista Víctor Navarro, bloguero de El País: “Si lo que se reclama es ética en la prensa, ¿qué sentido tiene centrar los ataques en personas que ni siquiera son periodistas? ¿Por qué se ceba especialmente con las mujeres? La actriz Felicia Day firmó un artículo bastante moderado contra el GamerGate y al día siguiente se difundieron sus datos personales. El jugador de la NFL Chris Kluwe publicó otro texto criticando el movimiento y demostrando una habilidad sobrehumana para el insulto y ni siquiera se plantearon atacarle de forma similar. ¿Qué clase de protesta contra la corrupción es ésa?”

Pues, una protesta que cuenta entre sus “logros” el acoso masivo contra la desarrollista independiente Zoe Quinn, la cancelación de una ponencia de Anita Sarkeesian sobre videogames y estudios de género por amenaza de tiroteo; el pánico total de Jenn Frank, una periodista freelance premiada que decidió abandonar su área de expertise gamer al son del tuit: “Por favor, por favor, por favor, déjenme en paz”; la renuncia de la crítica Mattie Brice... También está el caso de Brianna Wu, otra desarrollista que se manifestó contra los gamergaters y terminó escapando despavorida de su hogar al advertir que su domicilio circulaba en redes, que la llamaban a su teléfono particular con (más) intimidaciones, que le decían que la iban a violar, a matar a su perro, entre otras desgraciadas cuestiones. Eso, por citar unos pocos ejemplos y sin hacer mención del deseo –explícito, escrito, multiplicado– que los atacantes anónimos han manifestado porque estas damas finalmente abandonen el oficio, el campo, se rindan y “se suiciden de una buena vez” (sic).

Volviendo a don Navarro, acaso “el GamerGate está funcionando como una corriente reaccionaria que intenta frenar la entrada de ideas feministas (y progresistas, en general) en la industria del videojuego. De hecho, algunos ya lo han definido como el Tea Party de los videogames. Y luego: “Aquí estamos hablando de ataques contra mujeres por el simple hecho de expresar su opinión”. Es más que censura, es política. Política de hombres en belicoso intento por mantener el privilegio de un campo que nunca antes habían tenido que compartir. Evidentemente, que el 48 por ciento de las personas que juegan hoy sean mujeres –acorde a un estudio de Entertainment Software Association– no ha caído demasiado en gracia. Que mujeres se dediquen a hablar o profundizar en la materia, aún menos.

Por fortuna, ha habido algunas lucecitas al final del túnel: cobertura de medios de renombre denostando la virulencia; un joven gamer arrepentido pidiendo disculpas a Wu; actores como Seth Rogen solidarizándose; Sarkeesian promoviendo la igualdad en late night shows de amplia divulgación; miles firmando una petición llamada a “parar el odio” o incluso mejorías –directa o indirectamente vinculadas– en redes sociales como Twitter para que cualquiera pueda denunciar fácilmente que está bajo fuego cruzado.

Luego, está Alanah Pearce, australiana de 21 años, autora de artículos y blogs, además de comentarista radial dedicada –de lleno– a los videojuegos. Amén de su actividad profesional, ella también fue atacada y amenazada vía Facebook. Pero, a diferencia de algunas de sus colegas, decidió contraatacar y puso manos sobre el teclado para averiguar quiénes eran los acosadores. Su supuesto –erróneo– era que se trataba de hombres de mediana edad; pero no: resultaron ser adolescentes. “Al enterarme, comprendí que responder de forma racional no resolvería el problema. Y la escalada de agresiones llegó a un punto en el que los comentarios me hacían sentir muy, muy incómoda”, relató a The Guardian. Entonces, ¿qué?

Pues, Pearce no tuvo mejor idea que localizar a las ¡madres! de los muchachos y contarles la actitud inapropiada de sus pimpollos. En una oportunidad, la conversación (más tarde, viralizada) se desarrolló así: AP: “Hola Anna, no te conozco, pero me preguntaba si X es tu hijo”. Y la mamá de X: “Sí, lo es. ¿Por qué?”. AP: “Nunca he hablado con él antes, pero me ha enviado un mensaje que quizá te interesaría discutir con él” (aquí inserta una captura de pantalla donde se observa cómo el pibe había anotado: ‘Te violaré si alguna vez te cruzo, zorra’). Y la mamá de X: “Oh, dios mío, qué pendejo de mierda. Lo siento mucho. ¡Por supuesto que hablaré con él!”. ¿Acaso Alanah dio con la gran solución? ¿Un tirón de orejas y a otra cosa, mariposa? Claro que no, pero el gesto no deja de robar una sonrisa en plena batalla campal. Y entonces... los refuerzos, ¿cuándo llegan?

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