RESCATES
Denise Levertov 1923-1997
› Por Marisa Avigliano
En los años setenta una antología de poesía reunía a Denise con John Berryman, John Malcolm Brinnin, Barbara Howe, Marianne Moore y el hermano de la fotógrafa de monstruos Diane Arbus, Howard Nemerov. Denise enamoraba con voz despejada desde la belleza asistente. Hacía ya diez años que Levertov vinculaba su observación aguda con un juramento terrenal, poesía y política trenzadas en las palabras de una inglesa que había llegado a los Estados Unidos a los veinticinco años (se casó con el escritor norteamericano Mitchell Goodman y se fueron a vivir a Nueva York) sin educación formal alguna. Sus dominios literarios se remontaban a su vida hogareña en Ilford, un suburbio londinense donde Denise y su hermana Olga estudiaban las lecciones dictadas por una madre galesa que leía en voz alta la ficción del siglo XIX –la poesía, especialmente Tennyson, era feudo de la pequeña Denise– y por un padre ruso judío y políglota que se acercó al cristianismo y terminó convirtiéndose en ministro anglicano. Sí, ya en los sesenta Denise enamoraba como la planicie desde un helicóptero; hoy, una película de Lindsay Anderson o de Joseph Losey remite a ella y dibuja cadenas de imágenes deleuzianas primas hermanas de aquellas palas en movimiento aéreo.
La autora de El secreto: “Dos nenas descubren/el secreto de la vida/en un inesperado verso./Yo que no conozco/ el secreto escribí/el verso...” se despertó en medio de la noche con tan poca práctica natatoria del insomnio que tres días después ya lo atribuía al sueño en el que se ahogaba. No era raro que soñara cosas así. Soñar para ella tenía como clave despertarse. Memoria y deseo, decía Eliot, acostándose siempre temprano. Fue T. S. Eliot el lector ideal que Denise eligió a los doce años para sus primeros poemas. En un sobre cerrado el “poeta único” recibió las hojas manuscritas de la niña a las que le contestó con una carta de dos páginas escritas a máquina ofreciéndole su consejos. El movimiento puntual y rítmico había comenzado.
Trabajó en una librería y en una tienda de antigüedades hasta que se dedicó casi exclusivamente a la docencia. Durante la Segunda Guerra Mundial, y por más de tres años, fue enfermera en varios hospitales en el área de Londres. En su primer libro –publicó más de veinte–, La imagen doble (1946) resisten (demasiado sentimental para algunos) los restos de las batallas oídas. Vietnam enardeció aquel eco, D. L. formó parte de la protesta activa de escritores y artistas contra la guerra, manifestaciones que terminaban siempre con algunas horas de cárcel. Las décadas siguientes le dieron nombres nuevos –armas nucleares, tropas norteamericanas metiéndose en El Salvador, Golfo Pérsico– a las mismas luchas. Gerardo Deniz, que sobrevivió hasta el último 20 de diciembre, casi ciego, la hubiera admirado, de interesarse por quienes hacían lo mismo que él. Denise también murió un 20 de diciembre, tenía setenta y cuatro años.
Había en los lugares a los que Denise llegaba una ausencia alarmada que la poeta mudaba en fantasma benéfico no del todo parecido a ella, que confundía las imágenes con apariciones. El primer simulacro de su contemplación poética contenía ya tanto caudal como una visión de Blake o una pesadilla de Milton. Pero ella solía despertarse igual creyendo taparla cuando la dejaba a la intemperie.
Denise Levertov a la hora del poema se sentaba bajo la sombra sin bosque del lenguaje suficiente. Antes de soñar, había vivido un largo día en un laberinto de entradas sin salidas, esbozo apócrifo de una realidad amenazante. Las palabras laten de manera distinta cuando una poeta verdadera finge estar muerta.
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