Vie 09.01.2015
las12

MONDO FISHION

Víctimas (y musas) de la moda

› Por Victoria Lescano

En El Espejo de la Moda, el texto de crónicas del fotógrafo de modas, retratista y diseñador de vestuario sir Cecil Beaton (de lectura obligatoria para todo aspirante a seguidor de la moda y cuya edición en español publicada por Parsifal se consigue en el Parque Rivadavia y prolifera además en las bibliotecas de mercado libre), desfila una galería de estilos de las mujeres más innovadoras de la primera mitad de siglo XX. Lejos de la levedad y el estudiado desgano de las actuales it girls, los personajes descriptos con extrema gracia y representados por fotografías e ilustraciones en 1954 siguen resultando innovadores. “Entre las mujeres notables que han influido en la vida y costumbres de los pasados cincuenta años existen algunas que desafían los intentos de clasificación, bien porque no pueden ser adscriptas a una profesión determinada o porque van más allá de la misma al expresar una personalidad que sería injusto querer limitar en fronteras cerradas. Son figuras que han ejercido una influencia tremenda en los múltiples aspectos de la moda tal como ésta”, esgrimió Beaton entre uno y otro de los dieciocho capítulos de su tratado de estilos rara avis. Si bien afirma que “estas páginas están dedicadas a ellas, norteamericanas o inglesas sin distinción”, corresponde destacar los cruces con mujeres y estilos de Chile y Bolivia. Un apartado especial corresponde a los ardides estéticos de su tía Jessie en “Una dama distinguida”. “Tía Jessie era la hermana mayor de mi madre. Durante el curso de su existencia, y especialmente en la primera mitad de su vida, fue una ardiente devota de la moda, andando a saltitos con un paso rápido y corto para mantenerse firme con los sombreros llegados de París al estilo de la reina Roja. Tía Jessie había escandalizado a la familia casándose con un boliviano y había partido para Sudamérica, donde fue considerada la primera mujer blanca que había embarcado en una canoa en el Amazonas y que había conseguido mantenerse en los lomos de una mula mientras atravesaba los remotos pasos de la cordillera de los Andes, que seguro debieron resultar estrechos para su sombrero y su peinado. Cuando reapareció en Londres lo hizo con la posición oficial de esposa del embajador de Bolivia. Se convirtió en la anfitriona de toda una tribu de sudamericanos que la rodeaban con sus lenguas replicando como castañuelas en su español nativo o rugiendo de risa ante todo lo que hace reír a la América del Sur.” Entre sus arbitrariedades destacó un zoo doméstico que incluía un mono tití apodado “Chinchilla”, como su piel favorita, una ardilla roja llamada “Tango”; para Beaton, su adorada tía fue una mártir de la moda y describió sus rituales y paseos de compras del siguiente modo: “Los días de fiesta, para reducir su volumen, se empaquetaba en un corsé de caucho, empuñaba la raqueta y salía a jugar agitados partidos de tenis. Se pasaba horas embadurnándose la cara con un ungüento blanco, manteca de pollo a cáscara de limón. Le gustaba vestirse de punta en blanco; por motivos más de capricho que de economía no frecuentaba los más famosos modistas de París, prefería comprar seis modelos antes que un buen vestido. En su alcoba adicional había un taller provisional donde extrañas mujercitas, que parecían criarse en el mundo de la aguja, el hilo y los moldes, venían a reproducir en colores cada vez más rimbombantes sus vestidos de uso diario”. Como los dandies, la tía Jessie quedó en la pobreza, pero nunca renunció a sus baúles con viejas ropas. “El guante de terciopelo” recala en una fabulosa descripción de Diana Vreeland: “Con la pelvis proyectada atrevidamente hacia adelante en un grado que produce asombro y con el torso doblándose hacia atrás en un ángulo de cuarenta y cinco grados, Mrs. Vreeland invita a la comparación con una dama medieval y, en efecto, necesita sólo el alto cucurucho sobre la cabeza con su velo pendiente para verse proyectada al pasado y a seiscientos años atrás. Pudo haberse matriculado en aquella era de ‘Great Gatsby’ cuando las mujeres querían que sus cuerpos se parecieran a espárragos hervidos, adoptando la forma de cualquier sofá en el que pudieran sentarse”. La descripción de la editora de modas de Bazaar y de Vogue se complementa con un perfil de Rita de Acosta Lydig, quien en Nueva York a comienzos de 1900 vistió de un modo muy extraño y fue “víctima de la moda” antes de que se acuñara ese término. Se mandaba a hacer trajes por dos docenas, mucha veces del mismo modelo, encargaba los zapatos a Yantourny, un zapatero célebre por sus listas de espera y quien solía demorar un año en entregar los modelos forrados en brocatos y dispuestos en baúles ad hoc.

En el apartado “La dama de Chile” se refirió al interés por la música y el arte de Eugenia Errázuriz e hizo hincapié en sus singulares modos para el interiorismo. “Desde un principio su gusto fue diametralmente opuesto a las chucherías, baratijas y oropeles en los decorados eduardianos y victorianos. Detestaba los juegos de muebles a base de un sofá y sillones idénticos. Apreciaba la calidad de los objetos individuales prescindiendo de su categoría y de su precio y con frecuencia disponía sobre su valiosa mesa un cesto de mimbre.” Entre las creadoras de estilo –además de Coco Chanel, la Garbo y Audrey Hepburn (cuyos manuales y dictámenes de estilo resultan más conocidos)– destacó a Phillis Boyd: “Podría haber estado en el harén de un sultán o haber sido una belleza cortesana en tiempos de Carlos, pero encajó tan perfectamente en la silueta de los años veinte que no se sabe si fue ella quien la creó o viceversa. Cuando se trasladó de Normandía a París cambió la manera de vestir un tanto pintoresca que había adoptado de una joven estudiante de arte por los vestidos ultraelegantes de la casa Patou, para quien trabajaba entonces y fue considerada como la mujer más elegante de Francia”.

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