RESCATES
Louise Weber 1866-1929
› Por Marisa Avigliano
Es la bailarina rubia con lunares en la blusa, pierna en alto y calzones blancos en el poster eterno de Toulouse-Lautrec, la misma que después fue cara de taza, de agenda, de posavasos y de cualquier otro objeto que la tienda de un museo pueda vender. Louise es La Goulue (La Gorda), la glotona del Moulin Rouge que el célebre cartelista del postimpresionismo hizo ilustre. La leyenda de tintas cuenta que su sobrenombre –todas las chicas del cancán lo tenían– no acarreaba sólo comida sino innumerables copas vacías, huellas etílicas que la francesa les confiaba a sus pasos. Era una adolescente que lavaba ropa en la Rue de la Goutte d’Or cuando empezó a bailar en la calle y en algunos bares circenses con zapatos y vestidos que sacaba sin permiso del magro ropero de su madre o de las bachas de su trabajo. La noche que el afrancesado catalán Josep Oller inauguró el Moulin, Louise ajustaba su corset y exageraba el maquillaje en camarines. La lavandera de escenarios itinerantes lo había conseguido, era elenco estable.
Tan desnuda como permitiera la noche, tan desnuda como para dejar que las manos de las otras mujeres y los sombreros de los hombres, a esas horas, devenidos en árboles indiscretos que tendían –como en los versos de Rimbaud– al cristal sus ramas con malicia, cayeran cerca. Cuando la piel no aparecía como el deseo pedía, el dibujo de un corazón rojo bordado en la ropa interior negra (un diseño simbólico que sabemos se parece más a la vulva que al césar del aparato circulatorio) salía a escena cada vez que lanzaba sus piernas al aire. La ilusión de éxtasis era perfecta, de inmediato y suspendiendo alaridos La Goulue caía al piso en un promisorio grand écart (apertura total de piernas). Nacía la noche.
Cuando los caballos tiraban de los carros que cruzaban las calles de París y había más de cuarenta molinos de viento en la colina de Montmartre, el bebedor de absenta, el artista de huesos débiles, se sentaba en uno de los rincones del Moulin Rouge y dibujaba a Louise y a sus amigas. Pero aquella protección de colores duró un suspiro y no alcanzó para alimentar a la bailarina cuando sus piernas y su cola ya no entretenían a los sombreros de copa. El intento de una carrera como solista de show propio completó la frustración y fortaleció el olvido de la vigilia. Durante años vivió en un remolque estacionado en el Boulevard de Clichy, muy cerca del escenario de su fama, vendiendo cigarrillos y firmando autógrafos perdidos. Cuando murió la enterraron en un despintado cementerio suburbano sin bronces. En aquella tumba estuvo durante más de sesenta años, hasta que la imagen de la golosa del cancán –ahora sin cuerpo– volvió a ser atractiva y una comisión trasladó sus restos al cementerio de Montmartre. El segundo cortejo tuvo placa, homenaje, turistas y flores de ocasión. Aquel día el resplandor de unas piernas se apoderó de todas las grutas de Montmartre avizorando el aire de los sepulcros y cruzándolo de piruetas, posiciones perfectas para un erótico baile improvisado diluido en la herencia de un tiempo maldito.
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