Vie 13.02.2015
las12

RESCATES > NANCY CUNARD 1896-1965

La descocada

› Por Marisa Avigliano

Blanco de una broma tilinga de lady Asquith, “¿qué esta vez, tragos, drogas o negros?”, Nancy Cunard hizo del siglo XX timorato la glosa que se merecía. Y podría haber satisfecho el pedido tripartita de la abadesa de la sensatez con ecuánime circunspección, si la circunspección le hubiera sentado. Sin ella no hay historia intelectual completa, si ella no aparece, si de ella no se habla, entonces nadie está contando nada de lo pasó, dictaminó Louis Aragon. Los ojos celestiales que la heredera cerraba para apaciguar tanta realidad copiada (era bisnieta del fundador de la naviera trastlántica más grande de Inglaterra) le sirvieron para seleccionar la necesaria intervención del negro en la cerrada y casta proporción de congoja y clausura anglosajona. Negro se llamó esa antología. Negro, a secas, para una antología de ochocientas cincuenta páginas que editó y en la que colaboraron más de cien artistas contando la situación africana y la vida de los negros en América y Europa. Negro era Henry Crowder, el pianista de jazz con quien se escapó (antes se había casado con Sydney Fairbairn, un oficial de la armada británica) y con el que vivió siete años y el motivo –el color– por el que su madre (Maud Cunard, la anfitriona en las veladas intelectuales de Nevill Holt, su mansión londinense) la dejó sin un peso. La desheredada que había sido centro en todas las fiestas y que escribía poemas mientras marcaba tendencia entre los diseñadores de moda ahora hacía campaña por el mundo contra el racismo. Amantes como pulseras podría llamarse el capítulo amoroso en el que Nancy posa como cuando lo hizo para Man Ray. En este retrato no aparecen aquellos marfiles redondos que cubrían sus antebrazos sino una lista de nombres propios perdidos de amor: Tzara, Pound, Lewis, Eliot, Aragon y Huxley, quien obsesionado la convirtió en la heroína de sus historias. Hemingway y Neruda también escribieron pensando en ella. La generosidad ireemplazable de Nancy Cunard tuvo que rendir cuentas a la sociedad especulativa que la rodeaba, y cuando el propio trabajo de ella –los poemas propios, ligeramente alérgicos– debieron ser evaluados, lo que encontró siempre fueron exclusiones, prejuicios o remilgos. Nadie más propensa a cambiar las cosas porque pasaba –doxa de Asquith– por descocada. Nadie advertía que en ese dominio céreo de la ropa interior considerada como una filosofía indirecta había tanto de ceremonia como de celebración y que la protagonista directa de las anécdotas de Aldous Huxley y de Michael Arlen era esta iconoclasta afectuosa, cuya flacura prefiguraba (en tiempos en que “feúcha” era un adjetivo esperado sólo por Puig) a la Patti Smith que llevaba en andas a Rimbaud rumbo a su comunión.

Editó a Beckett en Hours Press, la editorial que fundó a fines de 1927; fue corresponsal durante la Guerra Civil Española y activista de Francia Libre durante la Segunda Guerra. A duras penas llevó una caudalosa caravana de misiones, que fue cumpliendo, cumpliendo a medias o dejando atrás, en el estilo esporádico de las heroínas más emprendedoras.

Algo de arbusto indeterminado y de borzoi –esos galgos rusos que, solícitos de belleza, inspiran nostalgia– había en Nancy Cunard, tal vez porque la nostalgia propiamente dicha había sido extirpada de cada una de las escenas que se dignaba mostrar y se había adherido a su figura. La cadera rota, excesos de alcohol y una internación en Surrey alimentaron el desvarío con el que la atrapó la muerte en la cama de un hospital público. Père Lachaise guarda sus cenizas.

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