RESCATES
Ruth Sobotka 1925-1967
› Por Marisa Avigliano
Se movía sin hacer ruido por los pasillos de la Opera de Viena esperando salir a escena. Aquella tarde –Ruth era una de las pequeñas bailarinas clásicas del elenco– esa ciudad y ese teatro parecían ser suyos para siempre. Pero la pertenencia cósmica se deshilvanó cuando a los trece años tuvo que dejar Austria junto a su familia para escapar de la invasión nazi. El destino del destierro fue Pittsburgh, Estados Unidos. En la ciudad del acero, la adolescente de ojos verdes, hija de una actriz y de un arquitecto y decorador, guardó sus zapatillas de punta y estudió escenografía y drama. Una vez más lo que parecía eterno se volvió fugaz, bastó que un ballet ruso llegara de gira a Pensilvania para que el demi-plié del pasado abriera la caja de las zapatillas y Ruth volviera a la barra. Esta vez se mudó sola; se fue a Nueva York. Pronto la austríaca de pelo castaño y piernas largas, la bailarina que sabía montar decorados y diseñar vestuarios completos, formaba parte de un nuevo elenco, el elenco del New York City Ballet, dirigido por George Balanchine. Cuando Jerome Robbins, coreógrafo de la compañía, la conoció, le pidió que fuera la vestuarista de The Cage, (La jaula, 1951) un ballet propio con música de Igor Stravinsky inspirado en el mundo de los insectos (en los cuadros las hembras matan a los machos después del apareamiento), que provocó discusiones y críticas psicoanalíticas y para el que Ruth había diseñado adherentes trajes color piel con líneas oscuras que marcaban el contorno de los cuerpos y emulaban el vigor de los invertebrados. Un cóctel de revuelo, fama incipiente y pobreza marcaban los días sin dinero de Ruth, que compartía cuarto con otro bailarín, el londinense David Vaughan, daba clases de danza y era moza en el Limelight café en el Greenvich Village. Fue ahí donde conoció a un novato director de cine clase B, Stanley Kubrick, con quien se casó en enero de 1955 (segunda boda –habrá una tercera– para Stanley Hubris, como lo llamaba el cubano difunto de La Habana; primera y única para ella). El binomio Ruth+Stanley explotaba en inspiradas combinaciones: cine y literatura, ajedrez y danza. Quién si no ella le dio a Kubrick las llaves de un reino que gobernaban Zweig y Schnitzler (el autor de Relato soñado, Traumnovelle, la novela que el maestro del cine adaptó para filmar en 1999 Ojos bien cerrados), ¿Quién si no ella? Un año antes de casarse filmaron juntos El beso del asesino, una película de bajísimo presupuesto en la que Ruth compone a Iris, la bailarina suicida en el flashback que narra la voz en off de Gloria, la protagonista. En radiante tutú, Ruth –con coreografía de su amigo Vaughan– interpreta a la hermana de Gloria en una secuencia de expiación y falso consuelo. Dos años después de aquellas creativas escenas conyugales, ya estaban separados. Detrás de El beso..., y cuando aparece en sus vidas Jimmy Harris como socio y productor estrella, el matrimonio decide mudarse a Hollywood para trabajar en la próxima película, The Killing. En la Meca sólo hay depresión y oscuridad para Ruth, que ve cómo su rol se apaga con puntual desidia en el set y en la casa. La pareja breve, cada vez más breve, toma distancia. Kubrick se queda en California y Sobotka acepta una gira europea con su Balanchine ballet. Un año después la bailarina vuelve sola a Nueva York mientras él filma La patrulla infernal y conoce a Christiane, la futura señora Kubrick. El binomio de los años cincuenta estaba definitivamente pulverizado. Diez años después, cuando él era cada vez más famoso, ella, que había abandonado la danza y había vuelto al teatro, enferma de cáncer y muere. En un rincón del primer departamento neoyorquino, en el que guardaban las escenas de El beso..., habrá recuerdos, otros, los que con respiración lerda quedan reconcentrados sobre una superficie de papel secante.
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