HISTORIAS DE VIDA
La precarización laboral que afecta sobre todo a las mujeres –más cuando se trata del primer empleo o de aquellos que se buscan después de los 45– tiene una gran oferta en tareas que se desarrollan en la calle: promotoras, volanteras, mensajeras, vendedoras, artesanas y un largo etcétera en el que también se mezclan algunos trabajos formales, pero imponen la misma dificultad para apropiarse del espacio urbano que no fue diseñado con perspectiva de género. El acoso callejero naturalizado, el temor en las zonas mal iluminadas, el acceso a sanitarios –complicación extra para mujeres que menstrúan–, la anquilosada aunque viva creencia de que la calle es lugar de los varones aparecen en estas historias de mujeres que hicieron de la intemperie su lugar y que, más allá de todo, han sido capaces de apropiarse de la libertad que da acotar las horas vividas entre cuatro paredes.
› Por Natalia Gelós
Es un día de semana a la hora del almuerzo y la tarde agobia. Los que pueden buscan refugio en algún bar o están puertas adentro, en sus oficinas. Los turistas aparecerán más tarde. Por la peatonal de Lavalle circulan algunas pocas personas, pero todo se ve algo desierto. Mónica Almada barre con delicadeza. Dice que le gusta estar arreglada: tiene el pelo sostenido con invisibles, los labios bien pintados, las pestañas rizadas. Hay una prolijidad sobria, que queda de sus años de estilista en provincia. Siempre tuvo su peluquería, cuenta, pero un día decidió que quería más estabilidad y la encontró hace seis años en este trabajo como barrendera de Cliba, y en este sector que conoce como si fuera el living de su casa. “Acá estás en blanco... estoy conforme –dice–. La gente se acostumbra a verte... Yo tengo que barrer y vaciar los cestos de la basura. Renegás, claro, con la gente que no está acostumbrada a tirar la basura. A mí me han respondido: ‘Si estás para eso’. Te duele. Me costó mucho adaptarme a la calle: pasar tantas horas fuera de casa. Yo tengo mis hijos ya grandes, soy abuela y todo. Vengo de Berazategui. Al principio, hasta viajar en subte me asustaba.”
Las urbes se han moldeado para el patriarcado y las mujeres históricamente fueron relegadas al ámbito de lo privado. En una ciudad, por ejemplo, conformada con el pulso de horarios laborales que, en su origen, fueron exclusivamente masculinos, la ciudad femenina queda como una red algo enmarañada: el viaje a casa, el viaje al colegio para buscar a los hijos o hijas, el viaje al lugar del trabajo, incluso, los espacios para transitar con carritos de bebé: todo parece un gran campo que todavía no termina de ser surcado. Basta ver las publicidades: todavía se construye una mujer, por lo general, en la casa blanco-ala, o en el shopping. La ciudad, todavía, es un territorio que necesita ser ganado; sobre todo, si es ahí, en la esfera pública, donde las mujeres tienen que desarrollar su trabajo.
“Todavía piensan que la mujer debe estar en la casa. Todo trabajo de la mujer en la calle es embromado”, dice Mónica Almada, sin soltar la escoba. En una oración resume algo que señala Michelle Perrot en Las mujeres en la ciudad, donde devela recorridos, circuitos que hicieron las mujeres a lo largo de la historia, con la lógica de una antiquísima idea de que para ellas los hombres destinaban el reinado de lo doméstico.
Esa zona de peatonales cerca de Lavalle y Florida condensa un ecosistema en el que turismo y oficinas vuelven rentables distintos modos de subsistencia. Una gama de trabajos más o menos precarizados. Según un informe del Centro de Estudios Mujer y Trabajo de la Argentina, “el 40 por ciento de las mujeres trabajadoras tiene una ocupación informal, empleos precarizados y sin cobertura social”. Es en la vía pública donde se propicia este tipo de actividades. Volantear es un trabajo plagado de informalidades. En los espacios de masivo tránsito de personas, hay muchas chicas que reparten papelitos: para casas de comida, venta de celulares, agencias, gestoría, tarot. Varias se niegan a hablar. Apenas aparece la pregunta, cortan con un “No me interesa”. Laura Cerkez no tiene problema. Cuenta que viaja a Capital de lunes a sábado desde Temperley. Tiene que pararse en Lavalle con un cartel y promover los servicios de una agencia de turismo. Hace diez años que trabaja en la vía pública. Antes de ser promotora, vendió telefonía celular, también en la calle. Reconoce que no le queda otra que aceptar estos trabajos: “Por la edad... está jodido... –dice–. Yo tengo 51 años y piden hasta 45 años, por eso agarro esto. Acá estoy a comisión y tengo un viático de $400 por semana, en negro. Y tengo un objetivo que cumplir... ahora me faltan 225 para completar la semana. Igual, me acostumbré”.
Cumplir horario de trabajo en un territorio que históricamente fue pensado para la rutina masculina puede ser un vaso al medio: estarán quienes ven la oportunidad de independencia y libertad, hay quienes sólo sienten la intemperie. En el Fondo de Desarrollo de las Naciones Unidas para la Mujer han estudiado la urbanización desde la mirada de género y subrayaron esas cuestiones: la urbe se moldeó para los hombres y, para muchas mujeres, trabajar en la calle requiere de sortear miedos, resistir a relaciones de poder, armar lazos solidarios. Y entre la estabilidad de pertenecer a un gremio, trabajar en blanco, y la precariedad de trabajos tomados para pagar las cuentas, hay de todo: inspectoras, vendedoras de café, promotoras, encuestadoras, volanteras, cadetas, motoqueras; muchas de ellas huérfanas de reclamos que contemplen cuestiones de género. Un abanico amplio y dispar de mujeres que circulan y habitan el espacio público y tensionan, padecen o reinventan los tejidos de la ciudad.
Mónica Almada confiesa que aprendió “el código” de trabajar en la calle: “Esta es mi zona. Nosotras estamos divididas por cuadro. Somos todas mujeres barrenderas en la peatonal, por una imagen para el turismo: por eso el uniforme, que es diferente al del resto de los compañeros, que es amarillo. Fue idea de una delegada que tuvimos. El turismo te para y te comenta qué presentables que nos ven”. En todos estos años como barrendera, tejió su red. Logró, aunque dice que no fue fácil, habitar su cuadro con lazos casi maternales: cuando algún turista se acerca para darle la comida que sobró de algún restaurante, ella se lo acerca a la gente sin techo que se refugia por ahí; o le lleva bolsas de nylon al hombre que duerme bajo una marquesina para que se tape cuando llueve. “Ellos me cuidan también. Todos me saludan. Y la gente de los locales también: me dejan ir al baño, se preocupan. Acá está cada una en la suya, la que reparte volantes, la que está ‘cambio, cambio’... pero te vas conociendo”, dice.
Agustina Suárez es socióloga y tiene 34 años. Trabajó durante casi dos años en el colectivo Face to Face de la ONG Médicos Sin Fronteras (MSF). Tenía que ir a una zona (a ella le tocaba Barrio Norte) y la tarea era hablar con la gente, presentar la organización y conseguir asociados. Ahora coordina los grupos de quienes trabajan como lo hizo ella, en la vía pública. A la hora de elegir a alguien, cuenta que toma como prioridad la capacidad de comunicarse con el otro, la sociabilidad. Para Agustina, el trabajo en la vía pública fue muy enriquecedor. Ella venía de trabajar en investigaciones en la cárcel. La libertad de la calle fue un ventarrón de aire fresco. “Al entrar a trabajar derribé muchos prejuicios. Se puede pensar que el trabajo en la calle es descalificado, o que sólo importa la estética, pero no es así. Para mí, estar ahí resignificó todo. Además, cuando estás muchas horas en la calle tenés otra visión. Ves todo. Conectás con gente que quizá nunca conocerías”. El chaleco rojo, uniforme de MSF, para ella, da ventajas: “Nos diferencia del resto de quienes están en la calle, nos ayuda si tenemos que ir a algún baño, hasta alguna vez una situación de posible robo se suspendió porque se dieron cuenta de que éramos de la organización.”
Patricia Lucero, en cambio, no la pasó tan bien en sus años como inspectora de Aysa, la empresa de agua y saneamiento. Tiene alrededor de treinta años y, luego de dos en la calle, pidió que la pasaran a oficina. A veces le tocaban zonas despobladas o lugares en los que se sentía desprotegida, y pidió el cambio. Una inspectora debe llevar planos, comparar lo registrado en la oficina con la obra en construcción que le toca visitar. Cuando llega al lugar señalado, debe buscar los carteles de información de la obra y, si éstos no están visibles, debe darle golpecitos a la empalizada que da a la calle y, muchas veces, tiene que pedir entrar a ver los planos. En esos momentos, la chapa se corre y tiene que entrar al esqueleto de lo que será un edificio: columnas peladas, pocas luces, y un grupo de hombres que trabaja (la construcción es un universo masculino; el 97,2 por ciento del trabajo es realizado por ellos, según un informe del Centro de Estudios Mujeres y Trabajos de la Argentina). “Al principio, tenía que andar por Capital, zona oeste, zona sur, con planos grandes para ver si encontrábamos obras en construcción o indicio de ellas: arena, cemento... cuando veíamos algo, lo teníamos que anotar –cuenta Patricia–. Hasta ahí no había problema”. Todo cambió para ella cuando tuvo que pedir el ingreso a las obras para ver planos o carteles: “A veces me gritaban desde arriba de los edificios cualquier cosa cuando me veían llegar y yo tenía que ir y pedir entrar ahí. A mí, personalmente, no me gustaba. Yo no soy una persona miedosa, pero si estás sola en un lugar así, y pasa algo, ¿quién te escucha?”. Un día, cuando fue a una construcción y un hombre la amenazó, sugiriendo que tenía un arma, Patricia pidió que la pasaran a la oficina, que ahora transita con tranquilidad.
Quien hace el trabajo que dejó Patricia y lo hace con gusto es Florencia Bernárdez, su compañera. También tiene unos treinta años y dice que elige estar fuera de la oficina y reconoce que sí, que tuvo que aprender a mantener una postura, un tono, para estar afuera, pero ganó seguridad y libertad. “Empecé hace cuatro años –cuenta–. El primer año hice trabajo administrativo, pero veía que algunos de mis compañeros salían a la calle y me gustaba la idea. Entonces, hablé con mi jefa. Soy arquitecta y antes de estar acá trabajaba e iba a las obras. No es lo mismo, pero estás en contacto con gremios, obreros, y la mayoría son todos hombres. Como inspectora empecé por Devoto. A mí no me dan zonas peligrosas, pero si me tocan, sé cuáles son las manzanas y pispeo cómo está el día o la zona. Voy y sé que no me va a pasar nada. Confío. Cuando tenía que entrar a una obra, antes me daba vergüenza. Ahora me siento segura. A veces tengo que entrar y subir un par de pisos porque el cartel de la obra está oculto. Yo me mando”.
¿Cuán libre es la circulación cuando aparece la frase no buscada, la mirada que intimida? Cada 15 de abril se celebra el día mundial contra el acoso callejero. En toda América latina se empezó a desnaturalizar ese tipo de violencia y fue varias veces citada la encuesta de la Universidad Abierta Interamericana que señalaba que el 72 por ciento de las mujeres encuestadas había sido acosada poco tiempo antes de hacer el estudio y, de ellas, el 60 por ciento se había sentido intimidada. Estos datos se suman a lo que informa “Paremos el Acoso Callejero”, de Hollaback/Atrévete Argentina: que las mujeres mantienen un comportamiento controlado, que tratan de evitar el contacto visual, que evalúan el entorno constantemente, que buscan evitar ropas que puedan considerarse “provocativas”. La idea de este movimiento es romper con esa situación que termina por limitar la libertad y la apropiación femenina del espacio público. Cumplir una jornada laboral a la intemperie implica aumentar la exposición a este tipo de situaciones que se repiten y generan diferentes actitudes.
Varias veces, desde las seis de la mañana a las dos de la tarde, Laura Tosso se para en la barrera del cruce de Nazca y Yerbal del tren Sarmiento, en el barrio de Flores. Las piernas bien plantadas, la mano en alto, el silbato en la boca. Lleva una bandana sobre el largo pelo negro, una remera al cuerpo y el pantalón del uniforme de ferroviarios. Parece una amazona, o alguna guerrera del Street Fighter. Levanta el brazo y detrás de la vía se detienen camiones, autos, motos. Alguien le grita algo, no se oye bien qué, aunque suena a susurro pegajoso. Luego de que pasa el tren, se refugia del sol que agobia en la garita, junto al paso a nivel. Todos los días es igual. Hace cinco meses que trabaja de banderillera. Su trabajo es en la calle, donde tiene que caminar y cuidar que ningún auto cruce cuando las barreras están bajas. “Como vengo con musculosa, arreglada, y soy mujer, dicen que yo desfilo por la barrera, pero yo no tengo complejos. Yo no desfilo, yo transito mi espacio”, dice en la garita que comparte con los otros trabajadores: un cubículo de techo bajo donde hay un ventilador, un televisor, un pequeño baño solamente.
Antes, Laura Tosso había sido recepcionista en un consultorio odontológico y, antes, había tenido su local. Es la primera vez que tiene un trabajo en la calle, pero le gusta. Tiene 31 años y una hija de cinco. Dice que no tiene problema ni con las miradas, ni con los gritos, que a veces son para halagarla, a veces, para putearla. Tampoco le preocupa la ropa. “Si porque soy mujer se creen que pueden pasar cuando estoy avisando que no, empiezo a las puteadas. Tenés que estar segura, si no, no servís para este puesto. Me gritan de todo, pero a mí me fascina este trabajo”, dice antes de que pase el próximo tren. Está maquillada, tiene aros grandes, no esconde la figura. No le gusta usar uniforme.
Florencia, la inspectora de Aysa, también dice que la ropa para trabajar no es un problema para ella: “Trato de ir supertranca, no llamar la atención. Me pongo más seria, claro. Cordial, pero con cierta actitud de seguridad. Al principio no era así, con el tiempo lo fui adquiriendo, porque te tratan distinto, te respetan un poco más. Ir con presencia. Cuando entro a mi trabajo no pienso en la ropa, pienso en lo que necesito”. En el edificio de la avenida Córdoba, donde ella cuenta esto antes de salir a la calle, está Patricia, su compañera, que se mantiene firme: “No me importa no salir. Estoy más tranquila. No me preocupo ni por la ropa. Cuando salía a la calle, en verano, era remolesto. Andaba en musculosa, pero si tenía que entrar a algún lugar en el que me habían dicho una guarangada me tapaba con las carpetas que llevaba, era muy incómodo.”
Trabajar en la vía pública implica ciertas situaciones por demás comunes, por demás terrenales, que pueden leerse como connotaciones de la intemperie. Hay algo que va más allá de géneros. El trabajo que se realiza en la calle, por ejemplo, sólo se suspende por lluvia. A los otros caprichos del clima hay que aguantarlos. “Con el calor se hacía difícil – recuerda Mariana Parra, que era promotora de una agencia–. Yo estaba cansadísima del olor a jabón del McDonald’s. Por eso me ponía contenta cuando tenía cerca un Starbucks, porque los baños son más limpios que el resto, y no te exigen consumir algo para usarlos. Cuando llegás a una zona, lo primero que hacés es detectar los lugares a los que vas a poder preguntar si te dejan usar el baño”.
A principios del siglo XX, en la ciudad de Buenos Aires había baños públicos. Los usaban los turistas, las personas que no tenían hogar, gente que trabajaba en la calle. Incluso, ofrecían toallas y jabón. Muchos, en los parques más grandes, eran subterráneos. Se pueden ver las entradas todavía, aunque no funcionan. El último baño público se cerró en 1999. Hoy por la ciudad circulan a diario cientos de miles de personas, que trabajan, que pasean, que van de un lugar a otro. Los baños públicos con los que se cuentan están en algunas estaciones de tren, en oficinas de gobierno, en estaciones de subte. Si eso no está disponible o, como suele ocurrir, muestran ese paisaje de posguerra: inodoros que no funcionan, falta de papel higiénico y jabón, piso mojado, ir a esos espacios es la última opción, de ser posible, sobre todo, en los días de menstruación. Quedan entonces los bares, y la ruleta del buen humor que a veces toca, a veces no, para poder usarlos sin la condición de consumir algo. Para cambiar esa situación hay algunos proyectos de ley, con diferentes matices, que se acercan o se alejan de una realidad, otorgar baños públicos es una obligación del Estado. Por el momento, pasar muchas horas en la calles implica, por lo general, buscar el McDonald’s más cercano.
Agustina Suárez se fascina cada vez que recuerda la experiencia en la calle. Para una socióloga, poder ver el lado de adentro de ese mundo es tentador. “Hay lugares regenteados por volanteros. Hay áreas de disputa, hay puertas de locales que los dueños piden liberar. Hay que armarse de un carácter”, dice.
A veces, con trabajos más informales, esa dinámica puede adquirir otros matices. Erica es boliviana y tiene diecisiete años. Pide no decir su apellido. Por estos días, vende remeras con estampa de superhéroes para niños sobre una manta en la avenida Avellaneda, en Floresta, otro punto de movida multitudinaria. Se calculan más de 650 puestos en las calles por la zona, un gran porcentaje es atendido por mujeres. Los sábados el lugar es un hormiguero repleto. Apenas hay espacio para caminar. Se las ingenia, cuando alguien pisa su mercadería, pide que por favor tenga cuidado. Hace dos años que trabaja para ayudar a sus padres. Conoce a las dos manteras que hoy están a su lado y, si alguna tiene que ir al baño, se cuidan entre ellas la mercadería. “Igual, nos ayudan los hombres, que son los que bajan todo de las camionetas”, cuenta Erica. Al baño va a los bares de sus paisanos. Muchos hacen lo mismo, en las calles que cruzan la avenida. ¿Y qué pasa cuando vienen los gendarmes a correrlos? ¿Hay diferencia en el trato con hombres y mujeres? “No, ahí sí para los gendarmes somos todos iguales”, dice la chica que desde los quince vende en la calle, en ese territorio que para muchas es intemperie y, para muchas, un mapa ganado o a ganar.
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