MEDIOS
Escuela para maridos es un reality donde las parejas son arengadas por Alejandro Fantino a mostrar la hilacha para después reenamorarse y celebrar la monogamia. Siempre respetando a rajatabla los estereotipos que mandan mujeres imbéciles, hombres con los huevos llenos (pero también imbéciles) y la esperanza de que la tele nos puede salvar. Un nuevo programa que escupe misoginia y promete machismo para rato.
› Por Marina Yuszczuk
Conmueve leer a Alejandro Fantino hablando sobre Escuela para maridos, el nuevo reality que conduce junto a la sexóloga Alexandra Rampolla por Fox Life: que él como hombre es muy “pro-mujer” (según le dijo a La Nación), que la felicidad implica entregarse en cuerpo y alma a una sola persona, que las mujeres somos más inteligentes y a los hombres les falta mucho para aprender a hablar, a comunicarse de verdad con nosotras. Suena al discurso empalagoso de alguien que quiere vendernos un electrodoméstico, pero hay más. Ahora que la agenda marca la violencia de género como trending topic y a algunos les empiezan a llegar rumores de que no estaría tan bueno tratar a las mujeres como putas con shorcitos, Fantino hasta es capaz de retractarse por haber puesto a bailar en el caño a algunas chicas en Animales sueltos. Sucede que de eso pasaron siete años, eran otros tiempos, dice en una entrevista el conductor en plan de exmachista compungido. Instalados del lado del bien, tanto él como Rampolla, unidxs ahora por una buena causa, les transmitieron a distintos medios su interés real en ayudar a ocho parejas a reencontrarse, siempre con la esperanza de que, si en la base está el amor, queda mucho camino por recorrer a pesar de vivir un presente de peleas.
Pero lo que se pudo ver el jueves a la noche en la primera entrega del reality fue bastante distinto. Escuela para maridos está armado efectivamente como una escuela, o la parodia de una escuela, donde ocho grandulones –porque el programa mismo los plantea como tales, niños que deben ser educados– reciben instrucción del director Alejandro Fantino, la coordinadora académica Alessandra Rampolla y una preceptora de minifalda y tacos interpretada por Cayetina. Los alumnos, que presentan distintos problemas de conducta marital, tales como andar todo el día en sunga, tener la pretensión de salir con los amigos o el clásico de los clásicos de no querer lavar los platos, son interrogados al respecto por el personal académico. A continuación, sus excusas balbuceadas a veces entre risitas infantiles, o proclamadas en otros casos con orgullo viril, se confrontan con las versiones de las mujeres o directamente con cámaras ocultas que muestran a las parejas en la “intimidad” cotidiana putéandose a los gritos, obstruyendo una conversación desde el principio con un “Ya empezaste” o “Me tenés podrido”, en una serie de imágenes que recargan a los matrimonios reales de tanta vulgaridad como suele tener la vida misma.
Sí, todos crecimos presenciando escenas semejantes, escuchando cómo discuten a los gritos lxs vecinxs, siendo testigxs de cómo la tasa de divorcios se disparó hasta afectar a la mitad de los matrimonios, en un resentimiento generalizado que empieza en la convivencia y se continúa en hablar mal de los ex, de sus nuevas parejas o familias. En eso Escuela para maridos no puede sorprender a nadie y no hace más que representar la idea de matrimonio que es moneda corriente en la actualidad: la pérdida de la libertad, la contradicción de soportar la insoportable carga que uno mismo eligió, una disputa entre hombres y mujeres que no tiene solución porque las diferencias entre sexos preceden, aplastan y determinan a cualquier pareja. Es por eso que Fantino se convirtió un poco en el vocero de unos cuantos espectadores cuando provocó a un alumno con la pregunta más hiriente: “¿Por qué no te divorciás?”.
Esa pregunta no fue respondida durante el capítulo y tampoco se volvió a plantear. La razón, quizás, es que la esquizofrenia reinante no admite otra cosa que finales felices, y cada una de las ocho parejas estuvo dispuesta, después de putearse y denigrarse mutuamente en público, a mostrarse conmovidos ante el mínimo gesto de ternura del otro. Y a llorar. Incluso los varones. Lo que se vio en una prueba donde todxs se vendaron los ojos y cada marido tenía que reconocer a su mujer fue la emoción de ese reconocimiento, el amor a la compañera, la adhesión al hogar y a la familia. Si Escuela para maridos se tratara de mostrar la tristeza de hombres y mujeres atrapadxs en los estereotipos que los preceden, interpretando sus papeles de “hombre pícaro que lucha contra su naturaleza para ejercer la monogamia” y “mujer hinchapelotas imposible de satisfacer” como autómatas, el programa podría tener algún interés.
Pero no: sigue la senda de Tinelli, ese modelo del mercenario de doble discurso que está dispuesto a todo con tal de ser más y más popular, más osado, más escandaloso. Alguien que puede armar un circo donde se exhiben amplificadas las bajezas humanas y, sin abandonar nunca la seriedad, fingir consternación real ante los desbordes que él mismo pone en escena. Por eso el momento seudoconmovedor de Escuela para maridos, que terminó con unos cuantos llorando, incluyó la posibilidad de besar, oler y tocar a las esposas de todos los compañeros, con los ojos vendados, mientras el resto de los maridos apretaba los puños, sacados ante la que representa la máxima amenaza para la masculinidad herida: yo y sólo yo puedo maltratar a mi mujer (que es una estúpida), pero que no la toque nadie, que me vuelvo loco.
Así las cosas, los avances del próximo programa quisieron tentar con una prueba donde los maridos deben sacarles fotos sexies a chicas con trajecitos fetichistas, mientras sus mujeres miran desde atrás de un vidrio y lloran. Decir que Escuela para maridos es misógino es difícil porque –si bien es tan machista como este mundo– la verdad es que nadie se salva en mostrarse idiota, y los varones aceptan de buen grado su lugar infantilizado, loser, chanta. Una escuela para hombres dirigida por Fantino no podía ser otra cosa que una bravata para escandalizar, y sentirse escandalizado no deja de ser algo previsible que se congela en una mueca incómoda, algo así como el equivalente de las fotos de gordas con calzas que hace pocos días invadieron las redes sociales impulsadas por una revista digital. Quizá la única opción para el espectador, aparte de ser marionetas de los medios, reaccionando frente a lo que está diseñado para hacernos reaccionar, es apagar la tele.
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