Jue 30.04.2015
las12

CINE

Gracias por el fuego

Historias que se entrecruzan en la cabeza de un escritor atormentado componen la trama, un tanto retorcida, de Amores infieles, un film que se salva del olvido por sus buenas actuaciones.

› Por Marina Yuszczuk

Hay cosas que se prestan para la pretensión, que tanto en el cine como en la literatura son terreno resbaloso: las historias de escritores, siempre torturados, siempre metáfora del autor (y a veces, por su transparencia, metáfora un poco boba), y las tramas que cruzan historias de muchos personajes, rebuscadas y que pocas veces justifican la imbricación con alguna idea más interesante que alguna categoría de esas que organizaban las películas en los videoclubes: drama, romance, Cine Italiano. Amores infieles –que decididamente no se trata de amores infieles, sino que el título en inglés alude a la tercera persona que usan muchas veces los escritores para disfrazar lo autobiográfico– tiene los dos elementos, y por lo tanto todo el riesgo (de ser una pavada) concentrado en la figura de Michael (Liam Neeson), un escritor que se recluye en un hotel de París para tratar de terminar su nuevo libro, que viene mal. Michael produjo una primera novela brillante y después, según su editor, empezó a declinar. Ahora chapucea los hilos de una historia con varios personajes que jamás se cruzan, y a pesar de que se ganó un Pulitzer, como le dice repetidamente su novia, y que eso debería ser una especie de garantía de genialidad, está perdido.

Las razones son varias, y Amores infieles las administra como sorpresas a lo largo de más de dos horas mientras despliega la relación más extraña del autor con una periodista bastante más joven (Olivia Wilde) y competitiva, que le toca la puerta desnuda pero no quiere compartir la habitación con él, que le dice que se va ya mismo pero se entusiasma enseguida cuando él la agarra y la tira en la cama. La relación entre ambos es histérica hasta el punto de lo casi demencial, y se complica porque él tiene su esposa (Kim Basinger), asomando al otro lado de la línea telefónica con una historia inconclusa y dramática, y ella tiene a un tipo que la reclama todo el tiempo por el celular, y que guarda la sorpresa más truculenta de toda la película. Entre llamadas y salidas con su chica, Michael está escribiendo otras historias. En Nueva York, la de una madre (Mila Kunis) que lucha por que la dejen visitar a su hijo, a cargo del papá (James Franco) desde que ella casi lo lastima en un arranque de vaya a saber qué psicosis. Ella es terriblemente inepta –no puede ni anotar y guardar la dirección del lugar donde tiene una audiencia para pelear por el hijo– y podría trabajar de otra cosa pero se emplea como mucama de un hotel “para pasar desapercibida”. Mientras tanto y en Roma, un empresario de poca monta que se dedica a robarse modelos de trajes italianos (Adrien Brody) conoce en un bar a una rumana pulposa y seductora (Moran Atias) que se viste como una ciruja. Ella necesita miles de euros para rescatar a su hijita de un delincuente que amenaza con prostituirla, y él vacila, pero después de llevársela a su hotel por una noche le ofrece todos sus ahorros, enamoradísimo y jugados a pesar de ser consciente de que hay altas chances de estar frente a un engaño.

Las historias son tan absurdas como las de la peor telenovela, pero Amores infieles tiene la virtud –quizá la única– de hacerlas llevaderas a fuerza de cierta sobriedad, y de contar con actores y actrices que consiguen escaparle al ridículo. Por otra parte, si hay un hilo que las une entre sí, y con las del escritor, es aquel que representa el único movimiento que la película tarda dos horas en realizar, y que apenas resulta suficiente para darle sentido: se trata de un cambio de foco, en relatos que parecían tener como centro las cuestiones de pareja y luego resultan ser más que nada conflictos de paternidades, maternidades, y sí, su modo particular de afectar, de separar o reunir a las parejas. El planteo no estaría mal, pero la película sí. La prueba está en el nivel de truculencia que necesita arañar para ser intensa, y en que Michael no deja de explicar y etiquetar todo el asunto con una metáfora final que incluye flores blancas.

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