HISTORIAS DE VIDA
En el sur, en la comarca andina, los incendios forestales no dieron tregua desde el verano. Se calcula que cincuenta mil son las hectáreas de bosque que arrasó. Entre sus pobladoras hay mujeres que lo combaten desde diferentes frentes, que sienten el llamado del fuego. Lo conocen de cerca; lo han visto, lo han escuchado, lo han olido y también luchan porque sus derechos sean reconocidos y sus reclamos sean escuchados. Las lenguas de llamas les despiertan fuegos interiores y las vuelven, entonces, ardientes defensoras del medio ambiente, pero también de sus derechos y de las vidas que han construido.
› Por Gabriela Leonard
En los peores días del incendio que azotó la Patagonia durante el mes de abril, el humo invadió las calles de Cholila y todo olía ahumado. Las mujeres que trabajan en el Servicio Provincial de Manejo del Fuego miraban con terror la montaña. Allá combatían sus compañeros y ellas lo hacían desde la base como operadoras de radio. Escuchar el incendio, lo que allá arriba sucede, es su modo de estar en el frente.
Vanesa Turra ingresó a la brigada en el 2006; se hizo brigadista, por necesidad laboral; al poco tiempo ya era su vocación. Combatió varios años y tuvo que pasar al área de comunicación por un problema de asma crónica. Ha visto de cerca el fuego; el naranja-amarillo de las llamas y el gris del humo se le han grabado en las retinas. “El fuego en un incendio es terrible y el comportamiento que tiene es completamente diferente al que puede tener en un fogón, en un asado. Es un monstruo, una bestia, da miedo, una no sabe hasta dónde lo puede manejar, es el cuco de los chicos; cuando lo combatía era otra cosa, me gustaba, me generaba mucha adrenalina.” Vanesa dice no acordarse del calor que hacía, que allá arriba ella y el fuego eran una sola cosa. Extraña esa unión, y más cuando le llega por la radio el frenesí del fuego danzando al compás del viento. “Siempre pasa que en un incendio no se quiere quedar nadie, todos queremos estar allá, combatiendo, y volver y gritar ‘lo apagamos’. Todos queremos esa parte.”
Yoryina Hernández entró en el servicio hace once años y la brigada se hizo parte de su familia. “En este incendio yo no me quería ir; ninguna quería irse. Hasta nos habíamos organizado para hacer campamento acá y traernos a nuestros hijos; después empezaron a llegar las donaciones, y ya no hubo espacio.” Ha adiestrado su oído y escuchar, para ella, es sentirse en la línea. Visualiza el escenario con los sonidos que llegan: las voces, las respiraciones, los pasos, las corridas. A veces se hace el silencio, “se han metido en cañadón y se pierde la comunicación porque no tenemos equipos de largo alcance; es desesperante”. Del fuego, el rugido es lo que tiene grabado en su memoria.
En Lago Puelo vive Verónica Edith Mansilla, la única brigadista mujer en la Brigada Nacional del Servicio Nacional del Manejo del Fuego. En ese mundo masculino, nunca sintió que la trataban diferente por ser mujer. Fue un brigadista más, dice, y siempre que hubo combate ahí estuvo. Pero agrega que la presencia de la mujer es un complemento necesario que todavía no se visualiza en su diferencia: “Los hombres le ponen la garra a la herramienta que raspa el suelo para quitar el combustible y formar un poderoso cortafuego. Las mujeres somos más intuitivas; la mente va muy rápido, y anticipamos cosas y formas de posible accionar; en diez minutos, podemos organizar una salida del incendio. Por eso, espero que algún día podamos desempeñarnos también en los mandos, tomar nosotras decisiones”, dice.
Estuvo en el frente por varios años; luego eligió combatir desde otra área y pasó a hacerlo como operadora de radio. Escucharla es comprobar que el alma de combatiente de incendios forestales nunca se apaga: “Siempre extraño la acción, recibir el llamado, salir corriendo. Me quedó grabado en las células”. A Verónica le gustan los desafíos y ver un fuego fuera de control la llama, la enciende. “El fuego es una parte de mí, es calor, es lo que se puede ir de las manos, es lo que quiero detener.” Se entrenó para adentrarse en el incendio, para ir hacia su interior, buscar sus debilidades. Se vio envuelta por el fuego, desorientada, cuando el viento lo lleva para un lado y para otro. “Después, cuando lo apagamos, nos vamos; sentís que te echa. Pero lo sabemos agazapado, sabemos que volverá a llamarnos.” Cuando el calor abrasa, como en este verano en el sur, y la sequía empalidece la naturaleza, el aire se tensa más en las brigadas. “Estamos a la espera de que suene el teléfono, como a la espera de que salga un fueguito.”
Verónica es dura, sabe lo que es ir al frente. Sólo se quiebra ante una pregunta: ¿qué es volver a tu casa después de combatir un incendio? Hace silencio, se disculpa, pide tiempo con los ojos cerrados. “Se siente mucha gratificación, los hijos te esperan con los brazos abiertos y es lo más lindo que te puede pasar. También me gusta reencontrarme con la cama, con la ducha, con mi ropa, poder pisar el suelo sin lastimarme, respirar el perfume de las flores, la comida caliente.”
El fuego se apaga, el fuego se va, pero deja otras cosas. Se lucha contra algo inmenso. Las mujeres de las brigadas decidieron hace años ocupar otros flancos de ataque. Las de Cholila, aprovechando la fiesta del pueblo y la presencia de las autoridades provinciales, marcharon el último 15 de diciembre; llevaban pancartas que decían “Brigada en emergencia”. Vanesa Turra, delegada de ATE desde 2012, aclara: “Queríamos decir que con la indumentaria, con el calzado, con las herramientas, con los recursos con los que contamos es casi imposible un buen combate. Nos ganamos el título de quilomberas porque acá hacer una marcha con pancartas y con bombos es hacer quilombo. Pero bendito sea el quilombo si uno está peleando por la seguridad del brigadista”.
También Verónica es delegada de ATE. Sus compañeros la propusieron y primero fue el miedo, después la excusa de sus hijos pequeños y el poco tiempo que pasaba ya con ellos. “Pero bueno, arranqué; primero fue poco, irme asesorando tímidamente; los dos primeros años fueron tranquilos. Después llegó Jorge Barrionuevo y su idea de militarizar la fuerza. Ahí se puso duro, muy feo; quisieron, a la fuerza, cambiar algo que ya estaba formado y muy bien. Nosotras teníamos nuestros reclamos, pero no lo escuchaban.” Vanesa llegó a escribir la nota de renuncia al gremio, pero su alma de fuego se impuso y desistió de enviarla. “Abandonar hubiera sido lo más fácil, y acá estoy, pensando nuevamente en positivo. Hoy no me quiero bajar de acá.” Su compromiso es grande como imprescindibles los reclamos que lleva adelante: “El pase a planta permanente; que se amplíe el plantel; que se pague lo que corresponde; que todos los brigadistas tengan ropa ignífuga, cascos, todo tiene su vencimiento; una jubilación acorde al trabajo que realizamos; concursos internos. Nos han abierto las puertas nuevamente en Buenos Aires, en la Secretaría de Medio Ambiente. Este año, la sociedad nos ha visto como brigadistas. Ahora merecemos ser reconocidos como profesionales”.
Un incendio también es un enemigo feroz para las familias de los combatientes. Cambia la rutina y engendra la angustia en las mujeres que se quedan. Devora los bosques donde crecieron y pone en peligro la vida de los que lo aman. Enorme se les vuelve la impotencia frente al espectáculo de una montaña en rojo. No pueden sino imaginar lo que allá arriba se vive; escuchan las radios locales y desesperan. Sólo pueden construir otra base en los hogares, a modo de cortafuegos.
Elizabeth Decaro es madre de un joven brigadista. Se le nota en la mirada cierta memoria del fuego. En este último incendio lo experimentó bien de cerca, por primera vez en su vida. Estaba con su esposo en la cabaña que cuida en el Lago Cholila y una mañana amanecieron rodeados por el fuego. Sintió tan grande la impotencia como pequeño su cuerpo al tratar de apagarlo con baldes y mangueras. Cuando daban por perdida la batalla, fueron rescatados por una lancha. “Nunca imaginaba que fuera algo tan tremendo; es un consumidor imparable, brama, ruge, tanto por la naturaleza como por las vidas. Lo raro es que, cuando estás ahí, no le tenés miedo, querés hacer lo que está a tu alcance para destruirlo”, cuenta. Después lo vivió en los relatos del hijo y en la tristeza que traía. Elizabeth espera sólo una cosa de tanto fuego: “Que sirva para que los gobernantes tomen conciencia de lo necesario que es que los chicos tengan lo que necesitan: las herramientas para poder estar a la altura de semejante monstruo”.
Lorena Payalef ha desarrollado capacidad de lucha. De grande supo que era mapuche y empezó a entender por qué su abuelo hablaba y cantaba en una lengua que nadie en la familia entendía. Hoy está feliz porque su hija la aprende en la escuela pública. Vive en Lago Puelo, en el barrio 17 de Agosto, desde hace cinco años, cuando con un grupo de personas, en su gran mayoría mujeres, tomó la tierra para construir su casa. Su compañero es combatiente de la Brigada Provincial y hace diez años que están juntos. Como brigadista, él gana alrededor de 5000 pesos, aunque, aclara Lorena, tiene suerte de estar en planta permanente.
Lorena aborrece el fuego, hasta el punto que se ha vuelto su enemigo. La angustia le brota nuevamente cuando recuerda y la voz se le entrecorta mientras cuenta lo perdido. “Nací y crecí en Lago Puelo y no hay belleza más grande que el bosque; durante el incendio lloré mucho, me levantaba a las dos o tres de la mañana y me quedaba mirando el fuego en la montaña y no podía hacer nada. Sólo esperar no recibir noticias peores. Duele mucho la pérdida de tanta belleza, de tanta vida.” Por eso no entiende cuando su compañero le habla con ardor del incendio, de lo que en la montaña el fuego hace, de lo apasionante que es combatirlo. Dice escucharlo, mirar las fotografías y los videos que él trae y sólo sentir una inmensa pena por tanta tierra perdida.
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