CINE
En Placer y martirio, José Campusano retrata un mundo frío y desafectado, donde las relaciones se rigen por el dios Dinero y las mujeres se usan y descartan.
› Por Marina Yuszczuk
Cuando apareció Vil romance (2009), José Campusano sorprendió con una historia de pasiones intensas que se desarrollaba en una casa sencilla del conurbano, entre lo excepcional y lo doméstico, protagonizada por dos varones: Roberto era más joven y abiertamente gay; Raúl se consideraba heterosexual pero se sentía seducido por el chico.
En un momento, sentados a la mesa de la cocina mientras compartían unos mates, Roberto le reclamaba por qué no se dejaba penetrar, como si fueran un matrimonio de años frente al típico reproche de “Por qué no me prestás más atención”. El cine de Campusano fue diferente desde el principio porque, aunque ambientó sus historias en el conurbano y con personajes de clase baja interpretados por actores no profesionales, nunca se privó de los grandes dramas, las pasiones intensas, las situaciones límite, coreografiadas en cuerpos que rompen todos los moldes del cine industrial, independiente y todas las etiquetas que a una se le ocurran.
Después vinieron otras películas, como Vikingo (2009) o Fantasmas de la ruta (2013), que fueron delineando un territorio preciso e imaginario, un conurbano sur de casas bajas, paredones sin revocar y vías de trenes, filmado como si fuera el escenario de un western. Placer y martirio, la última película de Campusano, trae una diferencia que determina todo el enfoque con que se cuenta la historia de Delfina (Natacha Méndez). Porque ella tiene plata y a través de ella el mundo de lxs ricxs –o, mejor dicho, el mundo imaginario de lxs ricxs tal como es retratado en el cine y las telenovelas– se despliega entre un departamento de Puerto Madero, Ezeiza, un bar elegante con strippers masculinos o exteriores donde las torres del barrio más caro del país aparecen insistentemente al fondo, como recordándonos con cierta ingenuidad que todo lo que pasa en la película está teñido por el dinero.
Delfina tiene una empresa de diseño más o menos exitosa y un matrimonio aburridísimo, con un marido medio pelado que usa chombas, además de una hija adolescente que tiene “rebeldía” escrito en todas partes, aunque no se sepa muy bien contra qué. También, una empleada doméstica que la juzga y la cuida. Y un amante, Kamil, de “Medio Oriente”, que parece la parodia de un empresario seductor, pero a Delfina la deslumbra y en poco tiempo la lleva a una situación en la que ella tiene que esperarlo todo el tiempo, a veces por meses, no molestarlo, no hacerle preguntas, mostrarle las tetas por Skype cuando él lo pide y no tener ganas de coger cuando no corresponde. A las amigas de Delfina no les va mejor: sus intentos de diversión consisten en dejarse enfiestar por desconocidos, un deporte riesgoso que a una de ellas le deja una lesión en la vagina. Ah, y en lugar de reuniones de Tupperware se juntan para escuchar a una sexóloga y aprender sexo oral con un modelo vivo. A la hija de Delfina tampoco le resulta satisfactorio el encuentro con el sexo opuesto, y hace cosas con un chico que la persigue, pero no sabe bien por qué.
Placer y martirio tiene poco de placer y mucho de otra cosa, sobre todo de insatisfacción femenina. Con un registro verbal engolado, de telenovela (el amante de Delfina le dice por teléfono “Encontrémonos en ese hotel cinco estrellas de la otra vez”, una frase que sólo podría imaginar un pobre), que fantasea con cómo hablan y se relacionan lxs ricxs, devuelve, como por un vidrio empañado, ese mundo elegante que tantas ficciones retratan como el único paraíso posible, el de la plata, los yates, los vuelos internacionales y las mucamas sumisas. Como una Madame Bovary, Delfina gasta hasta la plata que no tiene para complacer a un amante frío, en un universo donde siempre parece que ganan los varones y que ser mujer –acomodarse más o menos en uno de los roles del espectro posible que se ofrece o permite a las mujeres– es insoportable y no tiene solución.
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