Vie 30.01.2004
las12

CINE

en nombre propio

Talentosa y original, Sofia Coppola no necesita apoyarse en su prestigioso árbol genealógico, aunque adora a Francis Ford, su progenitor. Con su segundo largo, Perdidos en Tokio, que se estrena el próximo jueves, viene acaparando alabanzas y premios –entre ellos, tres Globos de Oro– y acaba de recibir tres candidaturas para el Oscar, entre ellas, la de Mejor Directora.

› Por Moira Soto

Con apenas cuatro millones de dólares, la chica Coppola está consiguiendo lo que pocos/as, muy pocos/as cineastas en el mundo: gustarle al gran público y a la crítica más exigente, a los cronistas que regalan pulgares hacia arriba y a la industria representada por los heterogéneos miembros de la Academia de los Oscars (que ha considerado su último film para tres posibles Oscars gordos). Esto sin contar los principales Globos de Oro ya obtenidos, y los incontables premios y candidaturas a Mejor Dirección, Mejor Actor, Mejor Actriz y Mejor Guión votados por diversas entidades que agrupan a críticos (e incluso directores) en Estados Unidos, y más allá. Ella, modosa y sonriente, agradece los halagos hacia una película, Perdidos en Tokio, que –al igual que la anterior que realizara, Las vírgenes suicidas, 1999 (en nuestro país sólo editada en video, también se pudo ver por cable)– no fue concebida pensando en el suceso comercial y menos aún en los Oscars. Sofia Coppola –según se la vio en la entrega de los Globos de Oro– pareciera tomárselo con calma, sin exteriorizar emociones como otros/as galardonados/as, quizá rumiando todavía que algunos de los que ahora la aclaman, la despedazaron –injustamente, sádicamente– cuando en 1990, a pedido de papi Francis Ford Coppola, reemplazó a Winona Ryder en el papel de Mary Corleone, en la tercera y última parte de El Padrino. No era ésta por cierto la primera aparición en cine de Sofia: además de haber estado en los dos Padrinos anteriores, también figuró en The Outsiders y Rumble Fish (ambas de 1983), Cotton Club y Frankieweenie (1984), Peggy Sue Got Married (1986) y Anna (1987). El Padrino III fue su primer y último casi protagónico, si bien se dejó ver en un par de películas más (Inside Monkey Zetterlan, 1992, y Star Wars, Episodio I, 1999).
A los 32, la bella Sofia Coppola podría considerarse una mujer realizada, por más que ella se crea a mitad de camino: la niña que a los 6 dibujaba helicópteros, explosivos y palmeras en el set de Apocalypsis Now y que muy pronto empezó a hacer películas caseras, no estudió en vano pintura en la Escuela de Arte. Esa base la aplicó a la fotografía después de encandilarse con revistas europeas de moda, y a los 15 ya estaba en París trabajando para Karl Lagerfeld. Más adelante, la joven de boca naturalmente pulposa, se metió con buen éxito en el diseño de indumentaria para varias firmas (en el cine hizo el vestuario de Vida sin Zoe, de Historias de Nueva York, 1989, y de Spirit of ‘76, 1990). También participó en el guión de Vida..., antes de dedicarse a escribir sus propios films: el notable corto Lick the Star (1998), el magnífico largo Las vírgenes...; la serie de TV Platinum (2003), que también produjo, al igual que su última obra, Perdidos en Tokio y algún que otro video clip. “Trato de hacer todo aquello que me interesa”, se excusa con cortesía y cierta cortedad Sofia. “No querría llegar a los 50 y preguntarme qué habría pasado si hubiese hecho tal o cual cosa. Prefiero intentarlo.”

Virgenes enigmáticas
La hermosa novela de Jeffrey Eugenides Las vírgenes suicidas llegó a manos de Sofia gracias a Thurston More, de los Sonic Youth, y ella se enamoró perdidamente de ese texto, “de su intensidad, su fuerza visual. Empecé a imaginarla hasta tener toda la película en mi cabeza”. Entonces, aunque los derechos estaban comprados, Sofia se puso a escribir el guión. “Fue difícil porque evidentemente no podía incluirlo todo. Intenté captar lo más importante, la esencia de la historia.” Vaya si lo logró, tanto que al ofrecer el guión a los productores les encantó, y cuando falló el director asignado y ella se propuso: su compromiso con Vírgenes... era tan fuerte y evidente (“amaba el libro y quería protegerlo”) que la aceptaron. Es que S. C. había comprendido profundamente el miedo a crecer, el difícil pasaje a la adolescencia de las hermanas Lisbon, y conocía personalmente el dolor de la pérdida (su hermano Gian Carlo, murió en un accidente, cuando ella aún era una niña). Por otra parte, su familiaridad con las artes plásticas le proporcionó referentes como los fotógrafos Bill Owen, William Eggleston, Francis Zsabo, y en cine, ella reconoce la influencia de Matar a un ruiseñor, de Rotbert Mulligan, y Badlands, de Terence Malick, mientras que los críticos citaron a Goethe (Werther) y Silvia Plath (La campana de cristal) y no faltó quien la asociara con Salinger (Sofia aclara que no pensó en él, aunque le parece un bonito cumplido que se le encuentren parentescos).
Las vírgenes... transcurre a comienzos de los ‘70 en un barrio residencial suburbano de jardines prolijos y vecinos a tono. Pero algo funciona mal detrás de esa cáscara de normalidad: una de las cinco rubias hermanas Lisbon, la menor, de 13, ha hecho un intento de suicidio que sus padres se empeñan en llamar “accidente”. Sin embargo, Cecilia reincide y esta vez lo logra. Con un resabio piradelliano la narración va registrando distintas voces, desde el recuerdo idealizado de los chicos (ya crecidos) del lugar que intentan despejar el misterio de esa tragedia inicial que al cabo del verano se multiplica por cinco. Acaso las chicas Lisbon, con terrible lucidez y valiente determinación, eligieron –entre una vida de insoportable hipocresía y una muerte anticipada– convertirse en leyenda.
Sofia Coppola declaró al estrenar Las vírgenes suicidas que no se identificaba con ninguno de los personajes, aunque la atraía Lux (la mayor, interpretada por Kirsten Dunst), “porque es la típica chica rubia americana, cosa que yo nunca he sido. Lo que más me impresionó de la novela fue la figura de los narradores, esos hombres que fueron jóvenes, miran hacia atrás e intentan recuperar momentos de la adolescencia, deseando que duren para siempre. Ese sí es un sentimiento con el cual puedo identificarme: la nostalgia del momento perfecto”. Perdidos en Tokio, tan distinta en el tratamiento visual y en la historia que narra, se relaciona con ese sentimiento tan humano, tan fecundo en las artes: la evocación idealizada.

Persiguiendo a Bill
A propósito del próximo estreno local, Perdidos en Tokio, unos cuantos críticos mencionaron Brief Encounter (1945) de David Lean, Before Sunrise (1995) de Richard Linklater y In the Mood for Love (2000) de Wong Kar-wai. Todo porque en Perdidos... un maduro y cotizado actor y la joven mujer de un fotógrafo fashion se encuentran en un lujoso hotel de Tokio, se atraen, se acompañan, discurren, se divierten, la atracción crece pero se separan sin hacer el amor.
Contrariamente a los que algunos productores suelen creer, sobre todo en Hollywood –que el final feliz es el principal ingrediente de la fórmula para el éxito–, el público ha demostrado en ocasiones su rotunda preferencia por lo que no fue, o fue un poquito y después se frustró: ahí tenemos a Rick renunciando patrióticamente a Ilsa (y condenándola a la desdicha matrimonial) en Casablanca, o a Rhett y Scarlett O’Hara separados al final de Lo que el viento se llevó, por no hablar de las incontables gargantas que anudó La princesa que quería vivir, es decir, Audrey Hepburn cuando desistía de concretar su romance con el galante periodista Gregory Peck. Y ya que estamos ¿cómo no recordar a dos memorables historias de amor en suspenso más recientes: Jackie Brown y Los puentes de Madison? También la tele se aprovechó de este encanto de lo que no fue pero podría ser, y tuvo a Mulder y Scully durante años deshojando margaritas intergalácticas en Los expedientes X.
De todos modos, lo que Sofia Coppola sabía de entrada era que quería a Bill Murray para el protagónico, la perseguía una imagen del actor sentado en una cama, con una bata tipo kimono (“ya el hecho de imaginarme su expresión me divertía”), imagen que finalmente no sólo filmó, sino que aparece en los avisos. Pero ese enorme actor que siempre fue y es Bill Murray (Hechizo del tiempo, Rushmore, Los excéntricos Tenembaum, etc.) resultó una figurita difícil: tuvo unos meses el guión sin responder mientras que Sofia lo llamaba, lo volvía a llamar dejándole mensajes persuasivos (“Es de hierro esa chica”, sonríe él ahora, bien contento de haber hecho el film). “En mis sueños tenía que ser con Bill Murray y en Tokio, no había otra opción”, reconoce la directora. Después de ocho meses de hacerse desear, el actor accedió, sin firmar contrato. “Nunca sería tan desenfadada para conseguir un chico como lo fui para tener a Bill en Perdidos...”, sonríe ella recatada.
Bill Murray es, pues, Bob Harris, el actor famoso que, escapando por unos días de una situación matrimonial desventurada pero que soporta porque hay hijos de por medio, está en Tokio sin entender media palabra ni un cuarto de ideograma. El hombre, además, se siente en crisis con su profesión, sabe que debería estar haciendo teatro en lugar de vender whisky desde los afiches. Scarlett Johansson, joven actriz de 18 que nos hace creer que tiene 25, está a la altura de su partenaire en el papel de Charlotte, la casada con un descontento de Bovary posmo, que vagabundea por las dependencias del hotel. Su marido, embebido en su trabajo, apenas la ve, no la oye, sólo le dispensa algún mimo distraído. Y claro, Charlotte repara en Bob, Bob repara en Charlotte, ambos encuentran reparo mutuo en medio de las luces de neón, el gentío, las canciones que cantan uno y otra (y otros/as). El hombre y la mujer perdidos sin traducción y con jet lag se encuentran y consiguen intimidad sin sexo.
Al igual que en Las vírgenes..., Sofia Coppola –con tanto oído como sentido visual– recurre a los franceses de Air (Alone in Tokio) y a Kevin Shields y Brian Reitzell para la música incidental. También usa otros temas de manera dramáticamente expresiva: Murray haciendo, por ejemplo, More Than This; Anna Faris (perfecta como una modelo maniaca), enfatizando Nobody Does It Better o Scarlett Johansson flechando a Murray con Brass in Pocket. No es de sorprender que de regreso en Nueva York S. C. haya dirigido, como quien se toma unas vacaciones, un video de White Stripes, donde se le ocurrió poner a Kate Moss bailando.

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