Vie 14.08.2015
las12

HOMENAJE

Juanita

Ella, que se imaginó vendiendo joyas que nunca tuvo cuando le llegara la muerte, se despidió por fin de este mundo sin ningún ornamento pero al calor de quienes leyeron y releyeron sus poemas bellos y furiosos, fraguados muchos en los ’60, generación a la que pertenecía pero en la que se paró desde el borde, conservando cierta extranjería, tal vez como mujer entre la cofradía de amigos y compañeros, tal vez como quien añoró la revolución y la supo tempranamente perdida. Revulsiva hasta el final, interesada por todo lo que le alimentara el deseo de saber, escuchar, leer, ya no se verá esa figura imponente en festivales y lecturas de poesía, aunque por allí y por tantos otros lados seguirá andando su obra.

Por Marina Yuszczuk

No debe haber muchos poetas que sean míticos y contemporáneos a la vez, como Juana Bignozzi. Aunque circuló casi hasta el final de su vida por lecturas y festivales de poesía para escuchar a los poetas más jóvenes porque todo le interesaba. Había nacido en 1937 y su generación era la de Alejandra Pizarnik o la de Juan Gelman, la de esos hijos de inmigrantes que habían tomado posición frente al peronismo y que encontraron el estímulo preciso para su vocación literaria en los pequeños, pero muy renovadores, movimientos poéticos de la segunda mitad de los cincuenta, como El pan duro o Poesía Buenos Aires. Entre la modernidad y el compromiso político, Bignozzi se inclinó por lo segundo –aunque esa inclinación fue crítica y relativa: nunca escribió poemas con albañiles y la política aparece en sus poemas más como objeto de observaciones agudas que como emoción– y además de militar en el Partido Comunista se acercó, convocada por Gelman, al grupo El pan duro. Allí, el mismo Gelman, Juan Carlos Portantiero y Andrés Rivera fueron algunos de los compañeros de su primera formación poética, una que la tuvo siempre como la chica entre un montón de varones.

Probablemente ese dato haya tenido algo que ver con que la dicción sentimental de Bignozzi esté tan alejada del dramatismo de las voces de otras contemporáneas suyas, como Olga Orozco o la misma Pizarnik, que escribieron siempre con los mitos de la infancia a cuestas y con la vista vuelta hacia ese territorio perdido definitivamente. En cambio, si hubo un territorio tempranamente perdido para Bignozzi fue el de la fe política, la confianza en la militancia, y quizás esa pérdida que le trajo la certeza de que la revolución no iba a suceder ocupe en sus poemas el lugar que para otros delimitan la salida de la niñez o los amantes que quedaron por el camino. Porque Bignozzi era pragmática, y si algún tema la convocó apasionadamente fue el de lo que puede o no puede hacer una mujer adulta y consciente, con la historia y con su vida. Es que la generación de Juana Bignozzi , o la parte de su generación con la que eligió identificarse –ella que se definió alguna vez como una chica de barrio de los ’50– fue también la de muchos que como hijos de proletarios no recibieron la educación y la cultura como una herencia sino que tuvieron que ganárselas, y la poeta siempre contó en entrevistas que estaba agradecida de que mamá y papá hubieran tomado la decisión, que le cambió la vida, de mandarla al secundario. El feminismo, o mejor dicho la independencia en tanto mujer, le vino dada y a la vez impuesta por esa madre y ese padre antes que por una cuestión de época. Porque eran anarquistas y trabajadores, y así como el papá participaba de las tareas domésticas, también le parecía un despropósito que una mujer no trabajara y que se pusiera, dependencia económica mediante, bajo el yugo de los padres o de un marido.

Así pasó el secundario y después la universidad, fluctuando entre las carreras de Letras y Derecho, que no prosperarían. Y lo que sí prosperó, de nuevo bajo el signo del pragmatismo, fue el trabajo como traductora que le permitió ganarse la vida durante décadas (tradujo cientos de libros pero casi nunca literatura, porque prefería mantener el trabajo y la escritura propia bien separados) y al mismo tiempo ir armando una obra poética lentamente, con textos elegidos concienzudamente, con palabras precisas. La piedra fundamental de esa obra se colocó con Mujer de cierto orden, de 1967, que no es su primer libro (había publicado otros dos anteriormente, Los límites, de 1960, y Tierra de nadie, de 1962, que después descartó de su obra completa por considerarlos “versos de adolescente”), pero sí el que ella consideraba como el inicio de su voz, de un estilo propio. Escrito en una época distinta en la que una chica de 27 años, o lo que actualmente consideraríamos una chica de sólo 27 años, se pensaba y dirigía a sí misma como mujer, ya había fracasado políticamente, o al menos así lo sintió ella, y esa decepción temprana seguida del abandono del PC parecían haberla hecho crecer con uno de esos golpes que quizá constituyan la única manera de acceder al mundo en toda su verdad y su amargura.

Según Ana Porrúa, crítica especializada en poesía argentina, “la escritura de Juana Bignozzi, la de sus dos primeros libros, tiene un aire de época y sin embargo ya en Mujer de cierto orden aparece una voz propia tramada por la ironía, que recorrerá toda su obra, y también por cierto tono de determinación que, sin embargo, siempre está asediado por la duda (aun en el humor). A diferencia de otros poetas de los ’60, como Juan Gelman, Juana Bignozzi mantuvo este tono y se mostró absolutamente refractaria a cualquier tipo de lirismo”. Además, si en parte la voz predominante en los sesenta intentaba construir un “nosotros”, un colectivo desde el que pudiera darse voz a los compañeros de lucha, los pares, los amigos, siempre en masculino, Bignozzi construyó un lugar de enunciación distinto. Así lo explica Cecilia Eraso, que incluye a la poeta en una tesis que prepara sobre el sujeto lírico en ciertas poéticas del sesenta: Mujer de cierto orden puede leerse atravesado por esta tensión: el sujeto imaginario femenino de los poemas se ubica cerca pero no dentro de la comunidad de amigos. Quien habla en los poemas se asume amiga pero es consciente de su diferencia irreductible. En “Sprit o sentido del humor, como gusten” es querida y respetada, asume irónicamente, solamente por la piedad que despierta su blandura. Los poemas van armando un entramado de imágenes del yo en medio de ese colectivo de “amigos” definido antes. El nosotros de los poemas de Bignozzi es un “nosotras mujeres de cierto orden con ideas precisas con ninguna idea/ que nos sirven para vivir para no gritar/ con amigos que dicen el amor por la gente”.

Para Eraso, si la subjetividad característica de la poesía realista de los sesenta está colectivizada, los poemas de Bignozzi corroen en su pretendida totalización verbal ese “nosotros”. La diferencia no se suprime nunca para la poeta, y las relaciones con los otros están marcadas por un vaivén entre la complicidad y la distancia, por un lugar de enunciación que es de lucidez pero también de soledad. Así, desde la distancia de la tercera persona se retrataba Bignozzi en el poema “Domingo a la tarde” de ese libro del ’67 que instaló una poética: “Cuando se sientan frente a frente/ amores imposibles, quincallerías amistosas/ tipos que se atrevieron y esa mujer intensa/ que lleva augurios a felicidades que nunca entenderá,/ la buena gente desecha las malas palabras,/ la buena gente dice todos tienen posibilidades en la vida,/ sienten crecer su amor por esa mujer intensa,/ tan sola, que vivirá siempre detrás de una ventana/ y todo lo que le ofrecen está demasiado azucarado”. Ni la dulzura ni las cualidades maternales, estereotipos que se pegan a las mujeres como calcomanías, tenían lugar dentro de la figura que Bignozzi fue construyendo para sí misma, una mujer “arpía” según los niños, porque no se asume tierna ni maternal sino que es, ante todo, una compañera, una camarada, una amiga, describe Cecilia Eraso a partir de ese libro fundacional. Y agrega que ese lugar de enunciación, siempre un poco adentro y afuera, quizás sea el rasgo más sobresaliente de la poética de Juana Bignozzi respecto de la poesía del sesenta: una poesía dicha desde adentro y a la vez siempre un poco afuera de la subjetividad imaginaria y los tópicos más característicos, diferencia que puede atribuirse a su condición femenina.

“Cuando José Luis Mangieri reeditó en Argentina Mujer de cierto orden –observa Porrúa– el prólogo estuvo a cargo de otra enorme poeta, Mirta Rosenberg, que releyó esos poemas en relación con una voz femenina. Pienso ahora que la cualidad de la voz poética de Bignozzi es, justamente, la que le ha permitido abrirse un espacio, y dar cuenta constantemente de una singularidad, porque siempre desentonó, bajó los decibeles o los subió hasta lugares impensables. También, y sobre todo, esta cualidad se despliega en los ’60 y ’70, en un campo poético básicamente masculino. Como ciertos poetas de los ’60 Juana Bignozzi escribía sobre los grandes temas –que no eludían la experiencia de una época sino que hacían pie fuertemente en esa experiencia– pero funcionó, a partir de cierta exageración y de una fuerte ironía, como su costado de incredulidad, o más bien, como el lugar en el que las consignas se diluían, o estallaban contra una pared.” Esa voz fuerte, esa dicción, le permitieron a Bignozzi dejar su marca en la poesía argentina a pesar de las décadas que pasó fuera del país, viviendo en Barcelona, donde permaneció de 1974 hasta el 2004, y participar en la formación de otros poetas: “Creo que su poesía expuso como ninguna una sensibilidad, un modo de vérselas con las cosas, con los sentimientos, con ‘la patria’ incluso (en su libro Regreso a la patria, de 1989) que fue, para muchos de nosotros, una forma de la educación política y sentimental”, rememora Ana Porrúa. En ese mismo libro, Regreso a la patria, Bignozzi, quizá porque era realista hasta cuando no le convenía, ya se había imaginado su muerte, una que llegó recién ahora pero que ya tenía en el horizonte porque estaba bien plantada en el tiempo: “Yo que moriré vendiendo las joyas/ que nunca tuve/ extiendo esta mano como si blandiera guante de encaje/ que no conoció/ porque hizo domésticas tareas/ con sentido histórico, hartazgo y cierta dignidad/ yo que moriré/ espero limpia y perfumada y es probable con olor a decencia/ no olvidaré el escenario inaugural/ donde se encendieron y apagaron las luces/ donde creció mi adolescencia y murió mi juventud”.

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