La ansiada y amada vida matrimonial, sus mieles, sus días y sus noches, todas ellas, remilgadas lectorcillas, están, como bien pontifica René Biot en Dolores y gozos en la vida conyugal (San Sebastián, ed. Dinor, 1956), al final de nuestro destino de mujercitas. Pero aunque no todo es rosas y revoloteo de ruiseñores en los niditos de amor, una ha de ser fuerte y arrojada, decidida a no perder nunca el temple ni sucumbir a la cobardía de pensar seriamente en lo inconcebible. Afortunadamente, queridas, aquí está René, dispuesto a auxiliarnos y evitar que caigamos en “lo irreparable”. Qué importa que no lo queramos más, que él no nos quiera más o que se haya revelado como un ser monstruoso. “Cualesquiera que hayan podido ser los dramas que socavan los fundamentos del hogar, cualesquiera que sean los silencios nacidos de aquéllos –nos alivia René sabiamente–, todo puede ser salvado todavía.” Hemos de ser fuertes, esposas y madres del mundo, hemos de mantenernos firmes porque “lo irreparable, la plaga de las plagas, el mayor enemigo de las familias es el divorcio”, esa “ruptura en apariencia pues jamás podrá haber una ruptura eficaz del lazo conyugal mientras se viva”. Es vano creer que el malhadado divorcio es una solución alternativa a la cobardía de no asumir el destino, pues el matrimonio –recapaciten las desnaturalizadas– realiza en los cónyuges “una fusión tal que nunca jamás volverán a ser lo que eran antes. Los desdichados que se divorcian no ven que su ruptura es una disminución irreparable de su valor humano”. Además, el daño en los hijos puede ser atroz, porque ellos “tienen necesidad del afecto unido y de los cuidados comunes de quienes han mezclado su sangre y sus almas para traerlos al mundo”. Por eso, recapaciten, no blasfemen y desafíen heréticamente lo natural y justo, y repitan con René: “Del divorcio, sobre todo, presérvanos, Señor”.